Desconectar

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Cuanto más leía menos entendía. No es que no comprendiese nada, pero no conseguía abarcar el proceso en su totalidad. Leía y leía sobre circuitos neuronales, transmisión del impulso nervioso, intercambio de pequeñas moléculas, compuertas que se abrían y cerraban en la membrana de las neuronas, potenciales electroquímicos que subían y bajaban… 

TEXTO POR CARLOS ROMÁ-MATEO
ILUSTRADO POR VICTORIA O´MAY
ARTÍCULOS
NEUROCIENCIAS | RELATO
12 de Noviembre de 2015

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Todo tenía sentido, desde un punto de vista bioquímico. Incluso era fácil de integrar en un contexto celular, visualizar una población de células que funcionaban de manera coordinada, transmitiendo un «mensaje» en forma de señales químicas que iban de una a otra. Pero ahí acababa todo. Era un esfuerzo intelectual gigantesco, y si a partir de ahí intentaba imaginar cómo ese esquema de funcionamiento daba lugar a una idea, un sueño o la evocación vívida de memorias perdidas hacía décadas, podía sentir a sus propias neuronas tirando la toalla. Y esta idea, en sí misma, retroalimentaba todo de forma parecida a esas imágenes infinitas de un cuadro dentro de un cuadro. ¿Cómo narices estas ideas sobre las propias neuronas podían desarrollarse a base de transmisión de moléculas y débiles impulsos eléctricos? Llegados a este punto, empezaba a sentirse incluso mareado. Lo cual le llevaba a pensar en la sensación de mareo. ¿Cómo relacionar un mareo con las ideas a las que estaba dando vueltas? ¿Tendría que ver también con las cadenas de excitación e inhibición neuronales? «Necesito hacer un descanso y tomar un café», pensó. Lo cual le arrastró a pensar en la cafeína, su parecido estructural con un neurotransmisor y el efecto sobre el sistema nervioso. Eso ya era el colmo, ¡si además sumaba el efecto excitador de la cafeína, tal vez no pudiese volver a concentrarse para estudiar el tema! Cada vez se sentía más agobiado. Incluso se puso a sudar copiosamente.

Justo en ese instante, ella pasó por delante. Y sucedieron dos cosas.

Primero, se produjo una desconexión. Y a continuación, un estallido de comprensión.

Su mente se vació, se reinició completamente. Ya no pensaba en neuronas, en impulsos, en los efectos de la cafeína ni por supuesto, en el examen que había centrado sus esfuerzos durante toda la mañana. Todo aquello quedó perfectamente aparcado, y el espacio de aquellos pensamientos fue ocupado por un maremágnum de sensaciones, entre las que destacaba una especie de clarividencia reveladora. Por fin todo estaba claro. Aquella chica lo había fascinado desde la primera vez que posó su mirada sobre ella, viéndola entrar en clase, con una expresión que jamás había visto antes en nadie. Lo había intrigado su extraño comportamiento, sus sutiles pero notorios tics, su desconcertante irregularidad en la asistencia a clase (que no hacía sino acrecentar el misterio a su alrededor), sus súbitos estallidos, su aspecto eufórico unos días, taciturna y silente otros. Él la había observado con la misma extrañeza que sus compañeros, sintiendo la misma curiosidad. Pero si bien ellos pronto habían descartado cualquier posible misterio (que estaba «ida» era lo más suave que había escuchado al respecto), él había sido incapaz de apartarla de su mente, absorbido por aquella actitud errática pero al mismo tiempo sugerente. Durante mucho tiempo se había sentido culpable, sucio, por dejarse llevar ante una especie de curiosidad morbosa, interrogando a otros o incluso sonsacándole información él mismo a partir de las pocas conversaciones que había conseguido mantener directamente con ella. Sabía que «se medicaba», según le contó uno de sus compañeros de piso, pronunciando la palabra como quien susurra una acusación ignominiosa. Había investigado y constatado que ella consumía algún tipo de anfetaminas. Durante días esto le produjo desvelos. ¿Era la ingesta de anfetaminas, medicamentos estimulantes del sistema nervioso, lo que producía que su vivaz y energética actitud se viera reducida a un decaimiento totalmente opuesto? Era algo que no le encajaba. Y mediante este tipo de razonamientos, se vio arrastrado por opiniones cercanas, aparentemente «expertas», que ponían en tela de juicio no solo este tipo de tratamientos para lo que consideraban «problemas psicológicos cotidianos», sino la naturaleza misma del trastorno. Se había alejado de aquella chica, compleja y magnética, llegando a sentirse incluso engañado, dudoso de si la fascinación que le producía era producto de un trastorno, de resultados aleatorios de una corriente eléctrica inadecuada, o incluso, tal vez, del efecto de un fármaco. Se sentía atraído por algo que tal vez, ni siquiera existía. Y recordó cómo esta sensación se había afianzado, incluso cuando en una única ocasión ella había intentado explicarle, sucinta y fugazmente, cómo se sentía. «No creo que puedas entenderlo —le dijo—. Ni espero que lo hagas. Es como si estuviese constantemente conectando y desconectando… solo que nunca, nunca, puedo desconectar del todo».

Y ahora, como una visión, como un mensaje publicitario estampado directamente contra sus ojos, todo cobraba sentido. Aquellas palabras que le habían llevado a pensar arrogante y simplonamente que aquella chica pretendía hacerse la interesante, la profunda o la víctima, adquirían significado. Él mismo acababa de sufrir, en sus propias carnes, lo que ella debía padecer todos y cada uno de los minutos de su vida. Solo que lo suyo había durado apenas un minuto. Recordó el breve tiempo que había pasado divagando acerca de los circuitos neuronales, pasando de un concepto al otro, pensando luego en el café, luego de nuevo en los circuitos, con la presión del examen de fondo, sin poder concentrarse en nada concreto… y luego, de golpe y porrazo, todo aquello se había acabado súbitamente, había pasado a un segundo plano solo con ver pasar la figura de aquella persona a la que había intentado mantener al margen de su mente y su vida, sin conseguirlo en realidad. Su mera presencia apagó todas las cavilaciones, las desconectó. Y si bien dio paso a una nueva serie de pensamientos, de hecho fueron estos los que consiguieron reconectar de nuevo con la información que seguía en segundo plano. Un acontecimiento había dado sentido al otro y ahora se sentía tranquilo, reconfortado, seguro. Su mente se puso manos a la obra, dando los últimos retoques a sus conclusiones: ella no era capaz de hacer todo eso. Se veía arrastrada por la vorágine de pensamientos y cavilaciones, sentía excitación, emoción, ira, frustración. Constantemente y de manera cambiante, pasaba de un pensamiento a otro, luchaba para concentrarse y solo conseguía olvidar otras cosas igual de importantes. Y pese a ello, pese a toda esa lucha interna y sin tregua, era aún capaz de mostrarse divertida, misteriosa, ocurrente, extraña y a la vez brillante. Recordó su agudeza a la hora de responder a un profesor, de devolver una pulla a un compañero graciosillo, de estampar divertidos dibujos en las mesas de clase, su profunda mirada cuando almorzaba en los bancos del campus, entre los pinos. El maremágnum de neurotransmisores acelerados y dispersos, incapaces de cerrar las puertas a su paso, le confería al mismo tiempo una personalidad arrolladora, única y radicalmente más interesante que la de tantos otros estudiantes considerados «normales». Lo suyo no era un trastorno de la personalidad, no era un déficit de atención, no era «anormal». Todo aquello constituía su personalidad. Era maravilloso. Era fascinante. Y seguía allí, latente, cuando la medicación hacía su efecto; la introspección, la lentitud, la aparente desaparición de la persona era en realidad un estado distinto, falsamente apaciguado, en el que otras facetas podían por fin ver la luz. Esa desconexión forzada, de una hiperconexión que permitía a unas tareas mentales imponerse sobre otras, era la mejor manera de sobrevivir. Al menos en aquel momento y mientras la ciencia no hallase una solución más refinada.

Puede que nunca llegase a entender el funcionamiento de todo aquello. Aprobaría el examen, tal vez incluso se dedicase a la neurociencia, pues todo aquello le apasionaba, pero dudaba llegar a visualizar algún día la relación entre todas aquellas moléculas entrando y saliendo de sus envueltas lipídicas y la genialidad, la maravilla, el horror y la belleza que pueblan una mente humana. No estaba dispuesto a permitirse sufrir la vergüenza de mantenerse alejado de aquella asombrosa mujer, solo por el desconocimiento, el miedo, la incertidumbre de lo diferente. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba pensando todo esto, mientras su cuerpo, sin esperar a que su cerebro terminase de darle vueltas al asunto, se levantaba y se dirigía con paso firme hacia los escalones donde ella se había sentado.

Al sentirlo cerca, ella le miró. Su semblante, serio, no pareció inmutarse.

-Hola —dijo, simplemente—. Hacía tiempo que no te veía.

Él se sentó, nervioso.

— Sí —contestó, por fin—. He estado un poco… desconectado estos días.
—Vaya —respondió ella esbozando una sonrisa—. ¡Qué suerte!

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