¡Ya estamos todos! ¿O no?

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Recuerdo que hace mucho, mucho tiempo conseguimos reunirnos todos. No veas qué follón para encontrar una mesa para noventa y dos comensales. Decidimos ir a un bar de bocatas en vez de pagar por un menú cerrado, que luego te clavan. ¡Qué buena idea! Cenamos estupendamente. Luego nos fuimos todos a un garito por el centro y… bueno, la cosa se lió un poco. Al principio algunos no estaban de acuerdo, pero Iridio (pobre, ¡qué pesado es!) consiguió convencerlos. ¿Convencerlos? ¿Para qué?

TEXTO POR FERNANDO GOMOLLÓN-BEL
ILUSTRADO POR MARINA MANDARINA
ARTÍCULOS
QUÍMICA
4 de Febrero de 2016

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Habíamos tenido una idea muy loca, pero podría resultar divertida: íbamos a formar toda la materia del universo. A ver si alguien, en algún momento y en algún lugar, era capaz de encontrarnos a todos. Y nos esconderíamos por todos los rincones. No solo eso, sino que además para hacerlo aún más difícil, a veces nos esconderíamos varios de nosotros en grupo, formando moléculas.

Durante mucho tiempo la cosa fue más aburrida de lo que habíamos pensado. Miles, millones de años escondidos. Hasta que por fin, unos avanzados simios de un planeta azulado empezaron a hacerse preguntas. Al principio, llevaban un caos monumental. Aire, tierra, agua y fuego, decían. Y luego que si el éter por aquí, el éter por allá. ¡Vaya risas se echaba Nitrógeno, mirando con condescendencia desde arriba! Pero poco a poco fueron descubriéndonos, y ya en época de los romanos nos habían encontrado a mí y a otros seis amigos. Los siete somos coloridos y brillantes y claro, llamamos la atención. Plata, Cobre y yo nos lo tomamos bastante bien, pero Plomo se enfadó mucho. ¡Con lo que le había costado esconderse! Años más tarde —y desoyendo mis consejos—, se tomó la justicia por su mano y envenenó a medio imperio. Y claro, sin los avances técnicos y científicos de los griegos y los romanos… fuimos de vuelta al aburrimiento.

Por fortuna, a finales del siglo XVII los habitantes del planeta azul volvieron a poner de moda eso de la «filosofía natural». Y entonces decidieron empezar a buscarnos a todos para clasificarnos en serio. Durante el siglo XVIII, el gran químico francés Antoine Lavoisier puso un poco de orden en el caos que había creado la alquimia durante la oscura Edad Media y nos catalogó a unos veintitrés. Ni siquiera mi buen amigo Oxígeno se libró, y eso que durante mucho tiempo había traído de cabeza a todos (incluido al propio Lavoisier).

¡Vaya risas se echaba Nitrógeno, mirando con condescendencia desde arriba! Pero poco a poco fueron descubriéndonos, y ya en época de los romanos nos habían encontrado a mí y a otros seis amigos

Y si antes me quejo, antes deja de ser divertido el juego. A principios del siglo XIX, un tal Jöns Jacob Berzelius decidió darnos a cada uno, símbolos de una o dos letras para identificarnos. ¡Como si fuéramos presos! Otros empezaron a meternos en tablas, a organizarnos como quien organiza en el cajón de la cómoda su ropa interior por colores. Poco a poco, se dieron cuenta de nuestro secreto mejor guardado: somos muchos, sí, pero realmente formamos unas pocas familias. Gente de muy distintas partes del mundo empezó a descubrir propiedades comunes entre muchos de nosotros. Entre los siglos XVIII y XIX, algunos se dieron cuenta de esto, entre los que me gustaría destacar a John Wolfgang Dobereiner en Alemania, Alexandre-Émile de Chancourtois en Francia y William Odling y John Newlands en Inglaterra. Pero el maestro entre maestros, el que realmente descifró el enigma que portábamos e hizo que nuestro gran misterio se convirtiese en un juego de niños nació en la recóndita Siberia. Se trata de Dimitri Ivánovich Mendeléyev.

Poco a poco, se dieron cuenta de nuestro secreto mejor guardado: somos muchos, sí, pero realmente formamos unas pocas familias

Mendeléyev supo encontrar los parentescos entre todos nosotros y nos clasificó en familias o grupos (como también les gusta denominar a los simios que habitan el planeta azulado al que pertenece el maestro Dimitri). Fue muy hábil intuyendo nuestros parecidos y propiedades periódicas (aquellas que compartimos varios miembros de la misma familia) y nos metió en una bonita tabla en la que incluso previó la aparición futura de algunos compañeros que aún estaban escondidos para los que dejó su hueco correspondiente. De esta manera evidenció que lo que nosotros —ilusos elementos— considerábamos el gran misterio de la ciencia no era más que un divertido juego para un tipo de mente brillante y barbudo mentón.

Un poco más tarde, durante el siglo XIX y principios del siglo XX, los filósofos naturales (a los que Mary Somerville y algunos más empezaban a llamar «científicos») nos encontraron a casi todos. No solo se rellenaron los huecos predichos por Mendeléyev, sino que también se encontró a una nueva familia que se le había escapado al genio ruso. Quizás le despistó lo estirados que son (¡cómo le entiendo!). Helio, Neón, Argón, Criptón, Xenón y Radón se tienen muy creída su nobleza. 

Allá por 1930 tan solo permanecían escondidos Tecnecio, Astato, Prometio y Francio. Pero claro, ellos hacen trampa. Son muy radiactivos y apenas permanecen unas horas en el mismo sitio antes de descomponerse, por eso eran más difíciles de encontrar. Sin embargo, no lograron esconderse por mucho más tiempo. Los científicos se pusieron las pilas, estudiaron física cuántica y física de partículas y descubrieron de qué estábamos hechos: un corazón de neutrones y protones rodeado de una deliciosa capa de electrones. De esta manera, a principios del siglo XX descubrieron eso que los alquimistas habían buscado durante siglos en la Edad Media. Si conseguían la energía suficiente para hacernos chocar con pequeñas partículas o entre nosotros ¡podían transmutarnos, transformarnos a unos elementos en otros! El italiano Emilio Segrè utilizó estas técnicas para sintetizar en su laboratorio a Tecnecio y Astato, y más tarde encontraron a Prometio. Y rebuscando entre muestras radiactivas en el laboratorio de Marie Curie, la todavía estudiante de física Marguerite Perey encontró por fin a Francio, en una etapa en la que los simios, cabreados por vete tú a saber qué, decidieron volver a liarla. 

No solo se rellenaron los huecos predichos por Mendeléyev, sino que también se encontró a una nueva familia que se le había escapado al genio ruso

Y no os creáis que pararon ahí (tampoco de pelearse). ¿Recordáis que en la cena en que planeamos todo éramos noventa y dos? Noventa y dos elementos para formar toda la materia que existe en el universo. Bueno, en realidad somos alguno más, pero el club de los 92 –del hidrógeno al uranio- lo formamos los más abundantes y a los que tradicionalmente se nos ha considerado los únicos naturales. Pero los científicos quisieron ir más allá y se pusieron a hacernos chocar en aceleradores de partículas para conseguir más y más elementos. Parecía el sorteo del Gordo. ¡El 93, Neptunio! ¡El 94, Plutonio! ¡El 95, Americio! Y siguieron así hasta completar la famosa tabla de Mendeléyev, que ya había ampliado Glenn T. Seaborg en 1945 para dar cabida a todos estos familiares recién llegados. 

Hasta hace muy poco, todavía quedaban cuatro huecos en la tabla. En las posiciones 113, 115, 117 y 118. Por mucho que los científicos chocaban y chocaban elementos y partículas no lograban obtenerlos de ningún modo. Pero los científicos son muy cabezotas, raras veces se rinden, así siguieron intentándolo. Y gracias a esto hace unos días se confirmó el nacimiento de mi primer primo asiático (113) y poco después, ¡nacieron trillizos! Unos científicos rusos y estadounidenses lograron descubrir a 115, 117 y 118. Y eso que eran muy escurridizos, tanto que el tímido de 118 no se dejó ver más que 0,89 milisegundos.

Dentro de poco será su bautizo, y la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC) está pensando en los nombres. Va a ser especialmente difícil para 117 y 118, que están en familias muy tradicionales que tienen que tener nombres con terminaciones parecidas… ¡A ver qué se les ocurre!

¿Entonces –os preguntaréis– me puedo comprar por fin una única y definitiva tabla periódica para colgarla en mi cuarto? El caso es que han rellenado la tabla de Mendeléyev-Seaborg y ya no cabe nada más, así que 118 será el último miembro de la familia. ¿O tal vez no? Dudo mucho que los científicos se den por vencidos. Creo que andan en busca de un elemento súperestable más allá de los confines de la tabla periódica. Algo así como el primo de Zumosol del hierro, uno de los núcleos más estables que existen. Quién sabe, igual dentro de poco volvemos a ampliar la familia. Ya verás qué risa la próxima vez que nos juntemos. Teniendo en cuenta que 118 no caben en un grupo de Whatsapp, como para que nos den mesa en un restaurante.

Gracias a Dani Torregrosa (@DaniEPAP) por los comentarios y las búsquedas etimológicas que han ayudado a mejorar este artículo. 

Esta entrada participa en la LIV edición del Carnaval de Química, Edición Xenón, alojada en el blog SiempreConCiencia de @MartaI_Soria

Referencias

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