La magia de un cable suspendido del techo

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Hace algunos años, en unas vacaciones familiares, mi hijo, que por aquel entonces acababa de cumplir cuatro años, me demostró que la capacidad de aprendizaje que tienen todos los niños, las ganas de descubrir lo que sucede a su alrededor, es inmensa.

TEXTO POR GALIANA
ILUSTRADO POR LUCÍA PALACIOS
ARTÍCULOS
FÍSICA | RELATO
5 de Mayo de 2016

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Nada más despertarme comprobé que llovía. Un temporal de esos que te amargan las vacaciones porque no lo habías previsto. De esos que te condenan a no salir a la calle salvo que vayas a la vuelta de la esquina a comprar el pan.

El problema es que nosotros estábamos de vacaciones, en la habitación de un hotel, con vistas a una maravillosa playa.

El pequeño, cuando vio la lluvia, dijo:

—¿Cuando desayunemos vamos a bajar a la playa, mami?
—¿Has visto las olas tan grandes que hay? —pregunté creyendo zanjar la conversación.
—Sí —respondió inocentemente como si la pregunta no viniese al caso.
—Con esas olas no se puede estar en la playa. Si te fijas, hay bandera roja y han puesto un cordón en la entrada para cerrar la playa porque es peligroso.

Se quedó un momento callado y dijo:

—Entonces ¿dónde vamos a ir? 

Ahora sí que tenía un problema. Estaba dejando claro que en sus planes no entraba la idea de pasar todo el día encerrado.

En ese momento recordé que al final de la calle había un Museo de Ciencias Naturales. Eran apenas unos doscientos metros y no sería muy complicado llegar sin empaparnos. Una parte de mi cerebro me decía que estaba loca por pretender llevar a un niño de tan corta edad a un museo de ciencias, pero, total, lo peor que podía pasar era que nos volviéramos a las primeras de cambio.

—¿Qué te parece si bajamos a desayunar y después nos vamos al museo?

Comenzó a dar saltos de alegría como si le hubiera ofrecido comprarle su juguete preferido. Por supuesto no tenía ni idea de qué era un museo de esas características, pero el plan de salir de la habitación era lo que le atraía.

Recorrer los metros que separaban el hotel del museo fue toda una aventura porque el viento era de los que te arrastran como no te andes con ojo. Se enganchó como si fuera un monito a mi pecho y ante la mirada atónita del conserje del hotel comenzamos nuestra aventura.

Nada más llegar comprobé que la idea de visitar el museo en un día de lluvia había sido generalizada en el resto de familias que vacacionaban. Allí estábamos todas, en una cola infinita para sacar las entradas.

Mi hijo estaba a mi lado, cogido de mi mano. A los diez minutos de estar allí, en silencio, empezó a moverse, al principio solo el cuerpo, luego las piernas para demostrarme que tenía en el interior de su cuerpo poco menos que el «Baile de San Vito».

—¿Mami, puedo ir allí? —dijo señalando un grupo de niños sentados en el suelo mirando algo que desde mi sitio no alcanzaba a ver.
—Puedes ir, pero que yo te vea desde aquí y sin moverte del sitio.

Se colocó entre los otros niños. Agradecí que le gustara llevar jerséis de colores vivos porque así es siempre más fácil encontrarle con solo hacer un barrido de ojos.

Mientras la cola seguía avanzando a paso de tortuga mi hijo no se movía del sitio, lo que me hizo preguntarme qué estarían mirando.

Desde donde yo me encontraba solo podía ver un cable que debía venir de muy arriba y un monitor haciendo aspavientos (deduje que lo era porque llevaba un chaleco reflectante con el nombre del museo en la espalda). Les debía estar contando un cuento muy interesante porque tenía la atención de todos, y en ello incluyo a los padres que, ya con las entradas en mano, se iban posicionando detrás de sus hijos, lo que hacía que empezara a perder la espalda del mío y a impacientarme porque no había manera de que la cola avanzara más rápido.

Por fin saqué mi entrada, solo la mía porque para los menores era gratuita. Lo que sí hicieron fue darme una pulsera de plástico para mi hijo donde pusieron mi nombre y número de teléfono por si acaso el niño se perdía.

Recuerdo que pensé que debían perderse muchos niños y que por eso tenían las pulseras, con lo que entré por unos segundos en pánico, ya que mi hijo por aquel entonces practicaba lo de ser un «espíritu libre» en los lugares donde no debía.

Me dirigí con la entrada en la mano a buscar a mi hijo. Allí estaba, como en éxtasis. Le di un toque en el hombro para hacerle ver que ya estaba allí. El contestó subiendo y bajando la cabeza, sin girarse, como diciendo «Vale mami, pero no me molestes».

Ante aquel gesto me pregunté qué era lo que había logrado que permaneciera sentado todo el tiempo.

El cable que había visto desde la cola colgaba de una bóveda de cristal que cerraba los tres pisos de altura que tenía el edificio. En la punta del cable había un péndulo redondeado que se movía como por arte de magia ya que no había nada en apariencia que lo hiciera oscilar.

El péndulo en el que terminaba el cable estaba en el centro de un círculo compuesto por cilindros metálicos de unos diez centímetros de alto y sobre el mismo una bolita blanca a modo de tapadera.

La «magia» consistía en que con el movimiento del péndulo, este daba en un cilindro y hacia caer la bolita que corría hacia un agujero que, a modo de tronera, había en el centro. Era caer la bola y al momento aparecía otra sobre el cilindro. El péndulo no siempre tiraba la misma bola, ni lo hacía de modo aleatorio, seguía un orden milimétrico.

El monitor animaba a los niños, y a los mayores, a que aplaudieran cuando la bola caía y a exclamar un tremendo ¡oh! cuando no lo conseguía. El tipo era un buen orador, y cuando se dio cuenta que tenía al respetable en el bolsillo hizo la pregunta del millón.

—¿Alguno de los presentes, preferiblemente un niño, podría decirme cómo se mueve el péndulo? A la vista está que no hay nada que lo haga, y puedo asegurar que no es un truco de magia.

Se hizo el silencio. Los mayores que conocíamos el truco permanecimos callados porque no está bien quitarle protagonismo al maestro de ceremonias. Los niños negaban todos con la cabeza sin abrir la boca, incluido mi peque.

—¿Todos preparados para que revele el secreto?  
—¡Sí! —gritaron los niños.
—Lo que estamos viendo es un péndulo de Foucault. Se llama así en honor del físico parisino Jean Barnard Léon Foucault, que en sus ratos libres creaba juguetes. Si os fijáis, la cadencia del péndulo es la misma pero no hay nada, aparentemente, que lo debiese hacer girar, tirando distintas bolas a lo largo del día. Ese giro se debe al movimiento de rotación de la Tierra. ¿Alguno de los que están sentados sabe de lo que estoy hablando?

Un niño de unos diez años levantó la mano.

—Adelante —le invitó a explicar el monitor.

El crío se puso en pie y explicó:

—La Tierra gira sobre sí misma y tarda un día en hacer el giro completo. Esto hace que tengamos días y noches.

El monitor aplaudió aquella sencilla pero acertada explicación.

—Eso es. Si lo pensáis, no hace falta que el péndulo gire para tirar distintas bolas, ¡es la propia Tierra la que se va moviendo mientras el péndulo continúa oscilando sobre la misma línea!

A continuación, nos invitó a todos a visitar el museo y nos dijo que en el mismo encontraríamos algún que otro «juguete» más inventado por Foucault, como un aparato con el que medir la velocidad de la luz o un giróscopo. 

Los niños, y los que como yo dejamos de serlo hace años, entendimos que el museo albergaba un mundo fascinante por descubrir. 

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