Alquimia, gigantes, dioses y demonios

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Durante el mes de abril algunos medios de comunicación se hicieron eco de una receta del célebre Isaac Newton para preparar un precursor de la ansiada Piedra Filosofal de los alquimistas. Muy frecuentemente la dedicación del físico a la alquimia y a la teología ha sido relegada a algo anecdótico o prescindible en numerosas narrativas históricas. Sin embargo, los estudios históricos de la ciencia han permitido llevar a cabo una revisión crítica de estos enfoques. ¿Fue realmente el gigante de la física seducido por los demonios de la alquimia? ¿Han de separarse sus intereses alquímicos y teológicos de su actividad científica? La historia de la ciencia tiene las respuestas.

TEXTO POR LUIS MORENO MARTÍNEZ
ILUSTRADO POR PAOLA VECCHI
ARTÍCULOS
HISTORIA
14 de Julio de 2016

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Isaac Newton (1642-1727) es considerado uno de los mayores físicos y científicos de toda la historia de la humanidad. Sus Principia, su ley de gravitación universal o sus trabajos sobre óptica constituyen capítulos de presencia prácticamente unánime en textos de enseñanza, historia y divulgación de la física tanto clásicos como más actuales. Sin embargo, no suele ocurrir lo mismo con otras de sus facetas, como su dedicación a la alquimia y al estudio de los textos bíblicos, ora ignorada, ora extirpada de su obra científica. Un ejemplo representativo lo encontramos en Breakthroughs in Science (1959), libro de Isaac Asimov (traducido al castellano como Momentos estelares de la ciencia), en el que se indica que la dedicación de Newton a la alquimia y a la teología fue una forma de «quemar sus inagotables energías mentales, como si la ciencia no le bastara». Así, en palabras del célebre divulgador, Newton «malgastó sus luces en la búsqueda de algún modo de fabricar oro». Este tipo de narrativas que separan lo científico de lo no científico en la obra de Newton no solo han estado presentes en el contexto divulgativo, también en el marco de la enseñanza. Tal y como apunta Edward B. Davis, profesor de historia de la ciencia del Messiah College, rara vez se enseña hoy la física de Newton junto con sus concepciones metafísicas y teológicas.

Pese a que ya en la década de 1930 salieron a la luz numerosos manuscritos de Newton sobre alquimia y teología, todavía hoy, parece sorprender que sir Isaac se dedicase a este tipo de actividades. Precisamente en abril de este año, varios medios de comunicación anunciaron que se había encontrado la receta de Newton para preparar mercurio sófico, uno de los ingredientes necesarios para la elaboración de la Piedra Filosofal. La dedicación de Newton a la alquimia o a la teología no constituye ya un secreto. En este marco, ¿tiene sentido seguir separando la obra alquímica y teológica de Newton de su obra puramente científica?.

Tal y como vimos en La noche estrellada y la revolución científica, el término científico fue introducido en el siglo XIX por lo que, en todo rigor, extrapolarlo con anterioridad a este periodo puede ser, además de anacrónico, peligroso, pues se corre el riesgo de igualar el concepto de la ciencia de tiempos pasados a nuestra ciencia contemporánea. Esta perspectiva, conocida como presentismo, es una de las primeras líneas rojas que los historiadores de la ciencia hemos de evitar cruzar. En primer lugar, porque no se trata de juzgar, sino de valorar. En segundo lugar, porque esa valoración ha de hacerse en el contexto en el que dicha actividad (que hoy podemos llamar científica o no) se gestó y se desarrolló. La ciencia, en tanto que es una actividad humana, no puede entenderse de forma completa extirpada del contexto histórico y social en el que se inscribe. ¿Cómo podremos entonces reivindicar que la ciencia es cultura si la desligamos de la historia?

El caso de Newton y la alquimia nos ofrece la oportunidad de aproximarnos a la historia de la ciencia desde una óptica diferente a la que estamos acostumbrados. Frente a una historia de la ciencia especialmente descriptiva y genealógica basada en reconstruir el pasado de las disciplinas (valiosa en tanto que aportó numerosos datos y fuentes), desde los estudios históricos de la ciencia se trabaja para dar un paso adelante y utilizar la historia de la ciencia como herramienta crítica de análisis, de reflexión y de diagnóstico de problemas, retos y situaciones de interés actual en la ciencia. La historia de la ciencia no es ya (o no debería serlo) esa larga lista de fechas, padres fundadores, grandes figuras o experimentos clave: es una herramienta. Precisamente, utilizando esta herramienta podremos acercarnos a la obra de Newton desde otra perspectiva. No como un científico que perdió el tiempo ante la demonizada alquimia o estudiando las Sagradas Escrituras, sino como un filósofo natural del siglo XVII. En ese contexto, la alquimia, la teología, la magia (sí, sí, ¡la magia!) o el estudio de la naturaleza formaban parte de un todo al que un filósofo natural como Newton podía dedicar su tiempo, su esfuerzo y su intelecto.

La ciencia, en tanto que es una actividad humana, no puede entenderse de forma completa extirpada del contexto histórico y social en el que se inscribe. ¿Cómo podremos entonces reivindicar que la ciencia es cultura si la desligamos de la historia?.

Hasta donde las fuentes nos permiten saber, parece que Newton dedicó buena parte de la década de 1670 a estudiar las propiedades del régulo de antimonio, forma cristalina de este elemento que se obtiene cuando se reduce la estibina (un mineral de antimonio) con hierro, tema de estudio alquímico de la época. Además, en 1692 escribió De Natura Acidorium, texto que se publicaría en 1710, en el que hablaba de lo que hoy llamaríamos «interacciones entre corpúsculos». Cómo esos corpúsculos se unían para formar seres vivientes era una de las preguntas que llevaron a Newton a interesarse por la alquimia. William R. Newman, editor general del proyecto Chymistry of Isaac Newton ha señalado que Newton no se dedicó a la alquimia en busca de riquezas, en contra del estereotipo de alquimista obsesionado con el oro. En palabras de Betty Jo Teeter Dobbs (1930-1994), profesora de historia de la Universidad de California que estudió la obra alquímica de Newton, «era el secreto del espíritu de la vida lo que Newton esperaba aprender de la alquimia». Asumiendo que la alquimia de Newton constituía para él una forma de descubrir el modo en que Dios es agente presente en el cosmos y la naturaleza, no se nos hace extraño que también se dedicase a la teología. De hecho, hoy sabemos que Newton escribió miles de páginas sobre asuntos teológicos tales como las profecías bíblicas, la historia de la Iglesia o la naturaleza divina de Jesucristo (que para él no era igual a Dios Padre).

La historia de la ciencia no es ya (o no debería serlo) esa larga lista de fechas, padres fundadores, grandes figuras o experimentos clave: es una herramienta

Llegando al final de este viaje, vemos que Newton no fue un científico dedicado a estudiar la naturaleza vilmente seducido por la tenebrosa alquimia, tachada de aberración por numerosos químicos, historiadores y literatos del siglo XIX. Tampoco fue un físico que excluyese a Dios de su obra puramente científica. Su obra alquímica y sus estudios teológicos han de valorarse injertados en su obra como filósofo natural. La historia de la ciencia se nos revela de este modo como una herramienta crítica que nos ayuda a evitar trasladar esquemas de la ciencia actual más allá de su contexto; situando al gigante en su lugar. Una oportunidad para dejar de recurrir a grandes dioses y malvados demonios, para comenzar a hablar de hombres y de mujeres más o menos brillantes, recordados u olvidados; aprendiendo de sus luces… y de sus sombras. He ahí la Piedra Filosofal.

Referencias

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