La carta de Lavrentiev (II)

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Tal y como vimos en la entrega anterior, Lavrentiev y su carta nos brindan la oportunidad de reflexionar sobre la dimensión social de la ciencia y la responsabilidad del escritor para dar cuenta de sus desafíos y riesgos. En este contexto, la investigación genética ofrece un horizonte especialmente fascinante.

TEXTO POR VÍCTOR SOMBRA
ILUSTRADO POR MIKEL MURILLO
ARTÍCULOS
GENÉTICA | INFORMÁTICA
28 de Julio de 2016

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La promesa de descubrir el lenguaje de la vida se va transformando día a día en la de reformularlo en grados cada vez mayores.  Se trata de alterar las secuencias, de insertar instrucciones a la carta en cultivos y bacterias para crear medicamentos como la insulina, combustibles, nuevos alimentos o productos anticontaminantes. O también, gracias a la edición genómica, modificar la línea germinal para tratar de erradicar las 5000 enfermedades raras que padecemos o introducir cambios radicales en poblaciones enteras de otras especies.

No conocemos aún el potencial de la combinación entre la tecnología digital y la genética, pero los enormes bancos de datos genéticos y las máquinas secuenciadoras que, a velocidad de vértigo, analizan, clasifican y comparan el genoma de todo ser vivo, empiezan a mostrar ejemplos de esa poderosa alianza. El espacio que ocupa esta intersección entre internet y el ADN, el que ocuparemos nosotros en los años venideros, puede imaginarse como una inmensa biblioteca de la vida, cada libro susceptible de ser corregido, reproducido y reeditado. Está claro que el modelo de esa biblioteca es la naturaleza misma, pero en principio nada impide desarrollar volúmenes desparejados, distintos de los que los que encontramos en nuestro entorno, así como enmendar los existentes. Nuestra fascinación y ensimismamiento ante la biblioteca de la vida resulta comprensible. Levantamos una torre y nos encerramos en ella a replicar y corregir la naturaleza, pero no podemos olvidar el entorno del que disponemos y en el que vivimos. La torre está levantada en un paraje concreto, cada nuevo descubrimiento eleva su altura, aumentando su precaria estabilidad y la distancia con un entorno que debe preservarse para no caer. La edición genómica ofrece un buen ejemplo de las cautelas necesarias, ya que permite desatar una «reacción en cadena» genética que extienda un gen modificado, no solo en un individuo, sino en toda la población de una especie. Puede acabar con el mosquito que transmite la malaria, pero, sin un control exigente, supondrá una amenaza considerable a la diversidad biológica de la que dependemos.   

¿Quién estará al cargo de los volúmenes de la biblioteca de la vida? ¿Dejaremos que el mercado o los gobiernos los ordenen y dispongan de ellos a su antojo? ¿Quién debería tener esa responsabilidad? Sorprende que esta reflexión no se realice con más frecuencia. No hay que olvidar que la  propia bibliotecaria en la que todos quedamos reflejados es un ser en transición, lleva en sus manos un libro, el suyo, el de todos nosotros, cuya alteración también puede tener efectos indeseables.

La empresa china, BGI, que cuenta con más de cuatro mil trabajadores en su sede central de Shenzen, ejemplifica bien los dilemas de la alianza entre genética e informática. BGI ha secuenciado, entre otros, el genoma del mijo y de distintas variedades de arroz y yuca, permitiendo desarrollar plantas más nutritivas, más resistentes a la sequía y mejor adaptadas al cambio climático.  Una de las intervenciones más aplaudidas de BGI tuvo lugar en 2011, cuando una variante extremadamente mortífera de la bacteria E. coli se extendió desde Alemania a varios países europeos y Estados Unidos matando a cincuenta personas y enfermando a miles más. BGI tardó menos de tres días en secuenciar el genoma de la bacteria desvelando en Twitter y mediante licencias libres los datos que iba consiguiendo. Muchos investigadores de todo el mundo acudieron a esa información crucial y en pocas semanas consiguieron frenar la propagación de la bacteria y determinar los antibióticos más efectivos contra ella.

Pero no todas las actividades de BGI generan un consenso semejante. Su iniciativa más controvertida es el Proyecto de la Genética Cognitiva que trata de entender cómo funciona el cerebro y definir patrones genéticos que ayuden a entender las distintas habilidades cognitivas.  Se ha empezado por secuenciar y comparar el ADN de 2000 individuos con un alto cociente intelectual y se continuará con otros veinte mil. Las posibilidades de establecer predicciones estadísticas basadas en el análisis genético no dejan de ampliarse. ¿Por qué unas personas tienen más capacidad para la música o las matemáticas? Y también ¿por qué se da en algunas personas mayor propensión al desgaste mental y el Alzheimer? Hoy día, el diagnóstico genético se lleva a cabo de forma rutinaria para detectar decenas de enfermedades, tales como la ataxia de Friedrich o la corea de Huntington. Esta lista de enfermedades no deja de ampliarse año tras año y no será difícil deslizar el foco, de la propensión a padecer enfermedades, a la resistencia a padecerlas, y de esta, a potenciar todo tipo de facultades. En un artículo sobre BGI (New Yorker, 6 de enero de 2014) Michael Specter, tras describir con admiración los logros de BGI, cuestiona sus conexiones con el gobierno chino. El articulo relata la pregunta formulada por un científico americano que visitó recientemente la sede de la empresa. ¿Es BGI una entidad sin ánimo de lucro, una entidad gubernamental o una empresa privada? Simplemente, la respuesta fue sí. Al volver a formularla recibió la misma respuesta.  Sí. El científico entendió que la pregunta no tenía sentido en el contexto de la República Popular China donde la participación pública se articula de un modo diferente, al tiempo extremadamente sutil y decisivo, y donde una misma entidad puede entrar en distintas fases de control, público o privado, en función de las circunstancias.  

Todo este miedo al control comunista, el terror rojo tiñendo las probetas, sirve para obviar, en un contexto de debilidad creciente de los sistemas públicos de salud, el peligro de que la información genética quede en manos del mejor postor, incluyendo las empresas de seguros o los empleadores; que la investigación genética se centre en rasgos superfluos pero lucrativos, olvidando enfermedades raras o prevalentes en países pobres o grupos sociales marginales; que los bancos de datos genéticos sean tan maleables para los intereses comerciales como las preferencias que expresamos en las redes sociales para los anunciantes. No basta con tener acceso a la propia información genética si solo unos pocos pueden ponerla en contexto, y menos aún si quienes pueden hacerlo son los mismos que nos prestan servicios o dan empleo.

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