Linaje

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«One of these mornings the chain is gonna break but up until then, yeah, I’m gonna take all I can take».
Chain of Fools. Aretha Franklin.

TEXTO POR JOSÉ ANTONIO GORDILLO MARTORELL
ILUSTRADO POR SEÑORA MILTON
ARTÍCULOS
DISCRIMINACIÓN | GENÉTICA
19 de Diciembre de 2016

Tiempo medio de lectura (minutos)

Por un momento, la habitación deviene en pura expectativa. Cuando el asistente del Doctor Landry le hace una señal a Norah indicándole que por fin puede entrar, acaban de dar las nueve y media y a lo lejos se escucha un portazo. Huele a lavanda. Al incorporarse y alisarse la falda, toda una vida comienza a enroscarse de golpe desde sus tacones hasta su cabeza por toda su médula espinal. Ralentiza deliberadamente su marcha. Aquellos eran momentos que había que disfrutar. Fugazmente cruza por su memoria el recuerdo de su madre, Deborah, vendiendo pimientos italianos y nuez moscada veinticuatros horas al día, siete días a la semana, dejándose la vida en un cuartucho de Harlem lleno de mostradores y espejos sucios, para que ella pudiera asistir a clases nocturnas en la universidad. Un destino trazado palmo a palmo con el sudor de los campos de algodón y tabaco de Clover, la resistencia de un guardafrenos de ferrocarril en Virginia y la rebeldía rampante de los astilleros de Sparrows Point. La cartografía habitual de desprecio a una mujer afroamericana.

La expresión del hombre joven queda en suspenso, casi en entredicho. Nina, decidida, resuelve la situación atravesando el umbral que la separa de hacer historia. Al otro lado, le espera una última entrevista de trabajo para ocupar la plaza como máxima responsable del Laboratorio de Diagnóstico Genético en el John Hopkins. Un mero trámite y el Olimpo, que ahora está al alcance de sus dedos, será definitivamente suyo. Dedos que se mueven virtuosos y silentes entre pipetas, tubos de ensayo, matraces, centrifugadoras y pistolas de extracción de ADN. Solo ella sabe el precio que ha tenido que pagar para llegar hasta aquí, incluyendo su no menor aversión a atravesar los pasillos de un hospital que cincuenta años atrás se aprovechó de una mujer analfabeta a la que le extrajeron un tumor cancerígeno de su matriz. Esa mujer se llamaba Henrietta Lacks, tenía 31 años cuando murió y sus células, extraídas de ella sin saberlo, son las responsables —entre otras cosas— de más de 60 000 estudios científicos, 10 000 patentes, la vacuna de la polio, el descubrimiento de la causa del cáncer de cuello de útero o del mecanismo que usa el virus del SIDA para reproducirse. Henrietta era la madre de Deborah y la abuela de Norah. Una abuela poderosamente presente en su vida pese a no haberla conocido nunca. Norah siente en estos momentos todo el arsenal genético de Henrietta a flor de piel, apuntando directamente a su porvenir a manera de epifanía. 

—Por favor, siéntese, doctora Skloot. Le agradezco mucho que haya atendido nuestra llamada. Somos conocedores de las presiones que está recibiendo en su actual puesto de trabajo. No debe ser nada fácil enfrentarse a eso cada día.
—No se preocupe, doctor. Estoy acostumbrada a trabajar en condiciones más difíciles que esta. La gente como yo no se arredra fácilmente.
—Verá. No quiero hacerle perder el tiempo. Tras el proceso de selección que hemos venido realizando desde abril han quedado finalmente dos candidatas. Usted y…
—…la doctora Doudna —interrumpió Norah sin importarle que su tono sonara displicente—, y lo entiendo, créame. Está poniéndolo todo patas para arriba con su técnica de edición genómica CRISPR. Aunque lo cierto es que le debe mucho al equipo de Francisco Mojica, que fue su primer descubridor.
—Así es. Y compruebo una vez más que en concursos abiertos como el nuestro las resoluciones son vox populi. Sí, Doudna es la otra aspirante que compite por el puesto. Sin embargo… no son sus aportaciones sobre la proteína Cas9 lo que nos han llevado a elegirla finalmente.
—¿Me está decidiendo que la decisión ya está tomada? —al hacer la pregunta Norah se quedó mirando fijamente la fotografía familiar que colgaba en una de las esquinas del despacho. En ella Laundry sonreía a la cámara pertrechado con una caña de pescar mientras dos cabezas rubias idénticas le robaban plano.
—Doctora Skloot, para un hospital de la reputación del John Hopkins no es fácil admitir lo que estoy a punto de decirle. Por eso queríamos comunicárselo personalmente. La publicación la semana pasada del artículo de Steinmetz en Genes, Genomes and Genetics lo ha complicado todo y…
—¿Se refiere al artículo en el que se presenta el genoma completo HeLa? —Norah estira su cuello hasta hacerlo del tamaño de una jirafa, golpeándose sin querer contra el techo del despacho. Sus cabellos quedan cubiertos por el revoque.
—Sí, a ese mismo —susurra Laundry enterrando la cabeza amorfa entre sus hombros en pico. El rostro de Laudry ha mutado en una nuca lisa afeitada al dos.
—Doctor Laundry, para que no haya lugar a confusión me gustaría que, reuniendo la poca dignidad que pueda quedarle en estos momentos, me mirara a los ojos y me dijera lo que está dejando entrever, eso que creo entender entre líneas aunque me niegue a admitirlo. Solo tiene que responderme a esta pregunta con un sí o con un no. Tómese su tiempo porque lo que haga cambiará su vida para siempre. ¿Está intentándome decir que no voy a ser contratada para el puesto por ser nieta de quien soy? ¿Por una cuestión estrictamente genética? ¿Por, según ustedes, tener una mayor propensión a padecer en algún momento un…
—… cáncer, sí. Un cáncer de útero. Las probabilidades son escasas pero no inexistentes. Nunca se sabe…
—¿Sabe qué día es hoy, doctor?

Nina deja fuera de juego a Landry con su pregunta extemporánea. 

—Qué puede importar eso ahora… —susurra el médico ahogándose en su abismo.
—No se preocupe, doctor, yo se lo recordaré. Hoy es 4 de octubre. Y el destino desde su ironía perfecta nos dice que exactamente tal día como hoy hace medio siglo, uno de sus colegas, el eminente doctor Otto Gey, en este mismo lugar y usando la misma técnica artera y racista que usted acaba de usar conmigo, le extirpó a mi abuela, una pobre y aterrada chica analfabeta de Virginia, sin su consentimiento, un tumor que le reportaría la fama, la gloria y una cuenta milmillonaria. Nixon quería pasar a la historia como el presidente que derrotó al cáncer, el Reverendo King comenzaba su Ministerio y los negros no podíamos ocupar las primeras filas en los autobuses. ¿Le suena ya qué día es hoy, doctor Laundry? ¿Se lo tendrá que volver a recordar alguien alguna vez?

Pero Norah ya no escucha la respuesta que intenta articular torpemente Laundry. Sale disparada del decorado de distorsiones en que se había convertido aquel despacho forrado de retratos de familias perfectas y trofeos de pesca. Se siente sucia, mejor dicho ensuciada. Por primera vez es consciente de que forma parte de un linaje maldito al que no se le permite renunciar. Ya en la calle, una niña que se tapa las piernas con hojas de periódico manchadas de grasa le pide limosna. Norah se agacha para quedarse mirándola fijamente. Representa mejor que nada cómo hacen que se sienta. La garganta de la ventanilla de un taxi vomita una canción de Lissie, mientras Norah entorna sus metálicos párpados de tigresa herida y se abraza a la niña para hacerlo a sí misma:

«So close no matter how far
Couldn't be much more form the heart
Forever trusting who we are
And nothing else matter».

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