Un dinosaurio en Berlín II

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Oskar lleva semanas soñando con salir de nuevo a las calles de Berlín. Su primera excursión le permitió descubrir los restos del Muro, museos interesantísimos y un lugar emblemático llamado Alexanderplatz. Pero le han dicho que la capital de Alemania esconde muchos otros tesoros que quiere conocer. Su último paseo generó un poco de revuelo, y es que no todos los días se ve al esqueleto de un dinosaurio paseando por la ciudad. Así que esta vez decide escaparse de noche del  Museo de Ciencias Naturales.

TEXTO POR LAURA DEL RÍO LEOPOLDO
ILUSTRADO POR MEIBEL ROUS
ARTÍCULOS
TURISMO CIENTÍFICO
22 de Diciembre de 2016

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El enorme ejemplar de Brachiosaurus brancai retoma su recorrido muy cerca de donde lo dejó la otra vez, en la avenida Unter den Linden. Allí pasa por delante de la Universidad Humboldt, custodiada por las estatuas del naturalista Alexander von Humboldt y de su hermano Wilhelm. Frente a ese templo de la sabiduría contempla el edificio de la ópera, ahora en plena remodelación, y se para un momento en el centro de la Bebelplatz. El 10 de mayo de 1933, esa plaza fue escenario de uno de los capítulos más tristes para la cultura en la época nazi: miles de seguidores de Hitler, entre ellos muchos estudiantes y profesores, quemaron allí libros considerados antialemanes de autores como Sigmund Freud, Heinrich Mann o Karl Marx.

Siguiendo por la avenida Unter den Linden nuestro dinosaurio llega hasta la Puerta de Brandeburgo, uno de los principales símbolos de la ciudad. A él, que se sabe enorme, le impresiona el tamaño de ese monumento de 26 metros de altura, el doble que la suya. Desde ese punto, que también marcó la división entre Berlín Este y Oeste, se ve el comienzo del Tiergarten. Oskar se pone como loco frente a las 210 hectáreas de vegetación que se extienden ante él, entre las que se divisa la Columna de la Victoria —famosa por la película de Wim Wenders El cielo sobre Berlín—. Pero decide dejar la visita a ese enorme parque para otro día y prosigue con la ruta que se ha marcado hoy.

La siguiente parada vuelve a dejarle pensativo. Un ondulante prado gris con casi 3000 losas de hormigón rememora a los seis millones de judíos asesinados por los nazis durante el Holocausto. Oskar, que ha vivido en un mundo salvaje lleno de depredadores, se estremece ante el recuerdo de aquella barbarie llamada solución final, organizada como una precisa máquina de matar.

Un poco más adelante se encuentra con la Postdamer Platz con sus imponentes rascacielos, la futurista cúpula del Sony Center, centros comerciales y el gran edificio que cada febrero acoge el Festival de Cine de Berlín. Hoy en día, no es difícil imaginar como era a principios del siglo XX esa plaza, tan llena de tranvías y autobuses que acogió el primer semáforo del Viejo Continente... Pero sí hay que hacer un esfuerzo mayor para visualizarla vacía, como la tierra de nadie que fue durante más de 40 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro. Ese espacio, como gran parte del centro y este de la ciudad, resurgió en los últimos 25 años de los restos de la división, haciendo de Berlín una ciudad en continua reconstrucción.

Oskar se acerca a la última etapa de su recorrido: cruza el Landwehrkanal, el canal que recorre gran parte de la capital, y ya en el barrio multicultural de Kreuzberg se planta frente al Museo Tecnológico Alemán. A la izquierda se encuentra el lugar preferido de los más pequeños —y de los que no lo son tanto—. Es el Science Center Spectrum, un edificio repleto de experimentos para entender los fundamentos de la física. Oskar se queda perplejo al observar cómo su figura se alarga o ensancha en unos espejos deformadores y cómo las siluetas de los visitantes se tiñen de azul, amarillo y rojo al ponerse ante una cámara térmica. Además, le fascina el funcionamiento de la electricidad y las comprobaciones prácticas de las leyes del movimiento y la mecánica de Isaac Newton.

Un poco abrumado por tanta modernidad se dirige hacia el edificio principal del museo, que en gran parte se levanta sobre una antigua estación de trenes de mercancías. Una de las primeras salas que puede verse alberga nada menos que una réplica del primer ordenador del mundo, fabricado en Berlín por el alemán Konrad Zuse en 1936. Oskar no entiende mucho de computadoras pero si hubiese tenido que apostar, habría dicho que el primero de esos aparatos se inventó en Estados Unidos. Sin embargo, fue un ingeniero alemán cansado de hacer cálculos a mano quien fabricó una enorme máquina calculadora binaria que se podía programar, la Z1. Tardó dos años en construirla con ayuda de un amigo en el salón de su casa y su apariencia no tiene nada que ver con los ordenadores que tenemos en la actualidad: no hay pantalla, sino una compleja estructura metálica con una cinta perforada.

Como tantas otras cosas, la Z1 fue destruida durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial pero Zuse la reconstruyó de memoria para el Museo Tecnológico en 1989. El funcionamiento de la Z1 era limitado así que Zuse siguió trabajando y en 1941 fabricó la Z3, que se puede considerar la primera computadora totalmente operativa del mundo. En el museo puede contemplarse el modelo Z3r, diseñado por un hijo de Konrad Zuse y muy parecido al Z3.

Durante su visita, Oskar aprende como se fabrican la tela o el papel y recorre la historia de la radio, el telégrafo, la fotografía, la televisión o el cine sumergiéndose en un universo de cables, teclas y pantallas. En el parque del museo se divierte soplando las aspas de dos molinos a tamaño real y sigue el proceso de elaboración de la cerveza en una pequeña fábrica.

Pero su parte favorita llega con los medios de transporte. A Oskar le encantan los trenes y está en el paraíso entre las 40 locomotoras que puede ver de cerca: desde las que funcionaban a vapor y dejaban rastros de hollín hasta los primeros ferrocarriles eléctricos y los precursores de la alta velocidad. Y no solo hay trenes. En una parte más nueva del museo todo se convierte en alas y velas, las de decenas de barcos y aviones expuestos en varios niveles. Según se asciende se pasa de la madera de las cubiertas de las embarcaciones más antiguas al metal de los primeros aviones que surcaron el cielo alemán.

Cuando llega a lo más alto, el Brachiosaurus brancai sale a la terraza del museo, presidida por un avión muy especial que puede verse también desde la calle. Es un Rosinenbomber, uno de los aeroplanos que utilizaron los países aliados para abastecer a Berlín Occidental durante el bloqueo de casi un año que le impuso la Unión Soviética. Para romper el aislamiento, hasta 900 vuelos diarios aterrizaban en el oeste de Berlín con miles de toneladas de alimentos, combustibles y otros productos. Ese sistema de abastecimiento se llamó Luftbrücke Berlin (el puente aéreo de Berlín) y los Rosinenbomber (literalmente bombarderos de uvas pasas) deben su nombre a los paquetitos de frutos secos y golosinas que lanzaban atados a pequeños paracaídas para los niños berlineses.

Sentado junto a ese avión, Oskar contempla el magnífico panorama de la ciudad, las heridas todavía visibles de un pasado reciente, los ejemplos de reconstrucción, la modernidad palpitante y piensa en las sorpresas que seguro le aguardan en su próximo paseo por Berlín.

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