El pleito por la planta más fea del mundo

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El 4 de septiembre de 1859, un médico austríaco se arrodilló bajo el sol tórrido del desierto del Namib. Tenía cincuenta y dos años y llevaba seis explorando las colonias portuguesas en el sur de África, pero justo aquel sería uno de los días más importantes de su vida: el que inmortalizaría su impronunciable apellido en los libros de biología para siempre. Hablemos de Friedrich Martin Josef Welwitsch y de la planta más fea del mundo.

TEXTO POR RAFA MEDINA
ILUSTRADO POR VERÓNICA GRECH
ARTÍCULOS
BOTÁNICA
19 de Enero de 2017

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Según relató él mismo años después, Welwitsch cayó asombrado de rodillas sobre la arena para admirar la criatura que tenía enfrente: una planta extrañísima que a cualquiera de nosotros nos habría parecido salida de un relato de Lovecraft (aunque más de medio siglo antes de que ninguno de ellos fuese publicado). Era como si unas gruesas cintas rígidas y onduladas brotaran directamente del suelo y se derramaran en todas direcciones hasta quedar hechas jirones en sus extremos. Welwitsch había visto ya alguna de las plantas más raras que el continente africano podía ofrecerle. De hecho, el gobierno portugués le había contratado por su competencia botánica precisamente para que explorara sus colonias africanas, aún desconocidas desde el punto de vista científico. Sin embargo, nunca había visto nada parecido (ningún botánico lo había hecho aún). Vaciló antes de tocar esas cintas, que más que hojas parecían brea solidificada, «por temor a que al tocarla se demostrara que era solo producto de su imaginación». Pero no.

Hoy, cualquier estudiante de biología sabe que esta es, sin duda, una planta superlativa por muchísimos motivos. Para empezar, es la única superviviente de una familia cercana a las coníferas (de hecho, produce conos, como ellas), pero de la que ya no queda ni una sola especie en todo el planeta que le haga compañía. Sus extrañísimas hojas (siempre dos y solo dos) nunca se sustituyen y crecen de forma ininterrumpida durante toda la vida de la planta a la vez que se deshacen en sus extremos. Este hecho las convierte, además, en las hojas más longevas del mundo vegetal, ya que esta planta (y sus dos inseparables hojas) puede llegar a vivir 1500 años. La razón por la que este extraño vegetal sobrevive en una de las regiones más inhóspitas del mundo no es menos sorprendente: es la niebla matutina condensada sobre las hojas la que la mantiene con vida.

La planta más emblemática del desierto del Namib. Crédito: NH53-flickr.

Welwitsch fue muy consciente de la relevancia de su descubrimiento y se aseguró de recolectar especímenes de tan inolvidable encuentro. Unos meses después regresaría a São Paulo (la actual Luanda, en Angola) para preparar su viaje de regreso a Europa. Desde allí, poco antes de embarcar hacia Lisboa, remitió una carta en agosto de 1860 al vetusto William Hooker dando cuenta del descubrimiento. Hooker, aún director de los Kew Gardens (cerca de Londres, el centro neurálgico de la botánica de la época), hizo pública dicha misiva entre los miembros de la Sociedad Linneana, generando un ambiente de expectación.

Sus extrañísimas hojas (siempre dos y solo dos) nunca se sustituyen y crecen de forma ininterrumpida durante toda la vida de la planta. Este hecho las convierte, además, en las hojas más longevas del mundo vegetal, ya que esta planta puede llegar a vivir 1500 años.

Poco tiempo después de que Welwitsch pisara Lisboa después de su largo periplo africano, un segundo europeo encontraría esa misma especie de monstruo botánico: el artista británico Thomas Baines. Baines había completado su propio viaje de exploración por el centro y sur de África como ilustrador de la expedición del Dr. Livingstone en 1858 (comparte con él el mérito de ser de los primeros hombres blancos en contemplar las cataratas Victoria). Livingstone le expulsó de su expedición acusándole de robo y entre 1861 y 1862 realizó otro viaje junto a James Chapman. Fue en ese segundo viaje en el que se encontró, en la actual Namibia, con nuestra planta protagonista. Aunque carecía de formación botánica, también se puso en contacto con Hooker y le envió ilustraciones y especímenes. Además, Baines plasmaría años más tarde dicho encuentro en una acuarela que también se haría muy célebre.

Ilustración del encuentro con Welwitschia mirabilis por Thomas Baines. 1864. Crédito: Kew Gardens

Mientras tanto, Inglaterra vivía una de las épocas doradas de la historia natural: las universidades y sociedades científicas eran un hervidero intelectual en el que se interpretaba y clasificaba la biodiversidad que no cesaba de sorprender a zoólogos y botánicos. En plena resaca del debate de Oxford tras la publicación de El origen de las especies, continuaban las descripciones de plantas y animales fabulosos llegados de todas partes del mundo. Tras el nenúfar gigante, Victoria amazonica, o Rafflesia arnoldii (la flor más grande del mundo), la expectación despertada por los fragmentos de las cartas de Welwitsch anticipaba un nuevo bombazo botánico.

Sin embargo, los especímenes de Welwitsch seguían en Lisboa y sin ellos no era posible publicar una descripción formal, tarea que recaería en el hijo de William Hooker, Joseph Dalton Hooker; uno de los ejemplos en los que el hijo de un fenómeno acaba estando a la altura de su padre. Baines tuvo algo más de suerte: pese a que sus especímenes se recolectaron más tarde, llegaron antes a Londres. Sin embargo, su falta de experiencia le hizo mezclar ejemplares secos con muestras frescas de plantas suculentas en el mismo envío y el preciado cargamento llegó podrido e inútil a las manos de Hooker hijo. Si bien sus dibujos sí que se usaron en la descripción original, Baines no consiguió el honor que otorga ser inmortalizado en el nombre de una nueva especie: Hooker barajó Tumboa bainesii como nombre potencial, pero en el fondo no creía que Baines mereciese dicho honor (a fin de cuentas, el austríaco la había encontrado antes).

En plena correspondencia, Welwitsch quería que Hooker fuese el que describiese su planta, y tras una dura negociación, consiguió trasladarse a Londres con toda su colección y un muy generoso salario pagado por el gobierno portugués (una decisión que, como veremos, traería problemas más tarde). En estas condiciones, la esperada revelación botánica del momento se publicó en un detalladísimo artículo firmado por Joseph Hooker de casi cincuenta páginas y con más de una docena de ilustraciones. Todo un lujo para una única planta. En ella se le otorgaba finalmente el nombre con el que hoy conocemos a la emblemática habitante del desierto del Namib: Welwitschia mirabilis (welwitschia maravillosa).

Desde mi punto de vista, la welwitschia no es la planta más fea del mundo, y no se lo pareció tampoco a su descubridor (que, como sabemos, se arrodilló maravillado ante el descubrimiento). Ese sobrenombre, que se conserva en este artículo como curiosidad, se debe en realidad a un tal Dr. Oliver al incluirla en una charla divulgativa. Lo cierto es que nuestra protagonista ha fascinado a generaciones de naturalistas y hasta ha pasado a formar parte del escudo nacional de Namibia. Y no es para menos.

La esperada revelación botánica del momento se publicó en un detalladísimo artículo firmado por Joseph Hooker de casi cincuenta páginas y con más de una docena de ilustraciones. Todo un lujo para una única planta.

Sin embargo, nuestra historia termina unos años después de la inmortalización de Welwitsch y tiene que ver con un dilema ético en el que los británicos, curiosamente, siempre acaban saliendo a colación. Para empezar, el gobierno portugués se quejó de la ausencia de publicaciones de Welwitsch y acabó recortándole el salario como forma de presión. Esta medida no tuvo el efecto deseado: el austríaco nunca fue prolífico publicando, aunque el legado de su colección africana, de miles de especímenes (incluyendo muchas especies nuevas para la ciencia), es sin duda digno de un trabajador infatigable. Welwitsch se estableció en Londres durante el resto de su vida, que terminó el 20 de octubre de 1872.

El testamento de Welwitsch establecía que su colección debía dividirse, dejando los mejores especímenes en Londres y enviando los duplicados a Lisboa. El gobierno portugués, que había sufragado la expedición y un generoso salario durante la larga estancia londinense (que nunca finalizaría), consideró esta decisión un ultraje y emprendió acciones legales contra los ejecutores del testamento, entre los que se encontraba el director del departamento de botánica del Museo Británico, William Carruthers.

El litigio se extendió casi tres años tras la muerte de Welwitsch y lo ganó, en parte, el gobierno portugués, con la inestimable ayuda del propio Hooker, quien al parecer, tenía problemas personales con Carruthers. Finalmente, los mejores especímenes fueron devueltos a Portugal y Londres mantuvo los segundos mejores duplicados de la colección. Este es el motivo por el que, a día de hoy, el espécimen tipo que Welwitsch recolectó en 1859 se encuentra dividido, como si de los frisos del Partenón se trataran: una parte se encuentra en el herbario del Museo de Ciencias Naturales de Lisboa y el otro en los Kew Gardens.

Pliegos originales del espécimen tipo de Welwitschia mirabilis recolectado por el propio Welwitsch en 1859. A la izquierda, el espécimen devuelto a Lisboa, a la derecha, el duplicado que permanece en Kew. Créditos: Kew Gardens y Herbario LISU

Referencias

—Hooker, J.D. 1863. On Welwitschia, a new genus of Gnetaceae. Transactions of the Linnean Society of London 24: 1-48
—JStor. Global Plants. Welwitsch, Friedrich Martin Josef (1806-1872). (Nota biográfica).

 

Agradecimientos a Carlos M. Herrera y al invernadero de la Universidad de Connecticut 

 

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