El derecho a equivocarse

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Esa mañana nadie quería ir al cole. Álex, Nico, Juan y Silvia lo tenían claro: hacer caligrafía era muy duro. Aprender las letras y escribirlas a la perfección era un trabajo que no te permitía errar, y los niños de cinco años nunca querían equivocarse.

TEXTO POR CRISTINA ESCANDÓN
ILUSTRADO POR BEATRIZ BARBERO
KIDS
APRENDIZAJE | KIDS
24 de Abril de 2017

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Cuando se enfrentaban a sus fichas y se disponían a dibujar la a tenían muchísimo cuidado. Seguían los puntos a la perfección creando la a más perfecta posible, igualita que la del ejemplo. En ocasiones, Silvia y Nico lloraban porque si se salían un poco de la línea de puntos se sentían tristes pensando que no serían capaces de aprender bien las letras. De lo que no se daban cuenta es que mientras ellos escribían a la perfección, el lápiz andaba contento, danzando de un lado a otro, alegre. Pero la pobre goma de borrar se sentía en fuera de juego. Y encima, cuando Silvia la cogía para borrar lo hacía llorando, cosa que la goma de borrar no entendía por qué, ya que ella en ese momento se sentía útil, feliz soltando sus virutillas y desprendiendo ese olor tan característico a goma de borrar que uno jamás olvida. Ella ya se había desahogado con su compañero el lápiz, y le había contado la tristeza que le producía todo aquel ejercicio de imitar las letras con total perfección. Su gran amigo larguirucho le dio un consejo: 

«Si yo fuera tú, amiga goma, hablaría con estos niños y les contaría tus preocupaciones». 

A la goma de borrar no le pareció una mala idea, total, no tenía nada que perder. Si las cosas seguían así, si todos los niños hacían las cosas perfectas, se enfrentaría a un grave problema: las gomas de borrar terminarían desapareciendo para siempre. Y aunque esta goma de borrar de color de rosa era chiquitita, sabía de sobra que no podía quedarse de brazos cruzados. Era el momento de sacar el coraje que toda goma lleva en su blandito interior para salvar a todas sus compañeras, para permitir la supervivencia de su especie.

Sin más, decidió esperar pacientemente a que Álex, Nico, Juan y Silvia se quedaran a solas, sin la presencia de los mayores, y se sentaran a dibujar las letras del abecedario en su mesa. Ella no estaría sola, sino que allí estarían apoyándole los lápices y las ceras de colores, sus amigos incondicionales que prometieron darle todo el apoyo. 

Ese martes se presentó la gran oportunidad: los cuatro niños se sentaron alrededor de la mesa con sus cuadernos de caligrafía y se pusieron manos a la obra.

Nico se ponía algo nervioso, Silvia fruncía el ceño para concentrarse, Alex pensaba en gominolas antes de pasar a la acción y Juan, mientras cogía su lápiz, contaba un chiste que se acababa de inventar. 

—La ese es una letra que parece una serpiente —dijo Alex saliendo por fin de su ensimismamiento.
—Es verdad —dijo Juan—. Tened mucho cuidado de que no os pique.

Los cuatro rieron a carcajadas y tras ello cada uno se centró en dibujar sus letras. Silvia se equivocó y enseguida echo mano de la goma. Lo intentó de nuevo sin conseguir el trazo perfecto. Empezó a ponerse nerviosa y cuando estaba a punto de enfurruñarse, algo pequeño sobre la mesa llamó su atención. Era la goma de borrar que le hacía gestos, tratando de llamar su atención. Eran tales sus aspavientos que consiguió alertar a los cuatro niños, los cuales se quedaron boquiabiertos y pensaron: «¿La goma de borrar puede hablar?».

—Chicos, aquí. Soy yo, la goma de borrar.
—Hola, soy Nico —dijo el pequeño mirando a la goma con gran curiosidad.
—Hola a todos. Sé que andáis muy liados pero necesito vuestra ayuda —les comentó la goma.
—Bueno, nosotros somos pequeños pero si podemos ayudarte, cuenta con nosotros —contestó Alex.
—Claro que sí, ¿qué te pasa? —añadió Silvia
—Cómo sabéis, soy una goma de borrar y mi función es borrar donde os habéis equivocado. Pero todas las gomas estamos francamente preocupadas. Parece que todos los niños queréis hacer las cosas perfectas, incluso lloráis con cada error en lugar de divertiros aprendiendo.

Los niños sabían que aquella pequeña goma estaba en lo cierto. 

—Estáis tan preocupados por hacerlo tan perfecto —continuó la goma— que no pensáis que si no cometierais errores, nosotras dejaríamos de existir. Ni una sola habría en los coles, ni en las casas.

Todo esto les sonó francamente triste. Los niños empezaron a imaginarse un mundo sin gomas de borrar llenando sus estuches de alegres colores y sin nadie que pudiese limpiar las huellas de los tan temidos fallos. La sensación que tenían era que iba a ser  un mundo requeteaburrido.

La goma continuó explicándoles. 

—Un mundo sin gomas de borrar sería menos sabio. Las gomas han visto y borrado tantos errores que son de los objetos más sabios que os podéis encontrar. Os podrían explicar millones de fallos.
—Eso sería espantoso —dijo Nico echándose las manos a la cabeza—. Yo no quiero un mundo sin gomas de borrar.
—¿Has pensado alguna solución? —preguntó Álex.
—La solución es sencilla —les aclaro la goma—. Simplemente debéis dejar de estar atormentados por equivocaros y tenéis que entender que aprender es divertido y equivocarte forma parte del aprendizaje.
—Pues ahora que lo dices, me quedo más tranquilo —sonrió Juan—. A partir de ahora voy a disfrutar de verdad aprendiendo, encontrando respuestas y resolviendo todo aquello que resulta difícil.
—Eso es —dijo la goma sonriendo—. Además, no estáis solos. Tenéis amigos, profes y la familia para ayudaros, y a nosotras que estamos aquí  y dejamos todo listo para que volváis a empezar —aclaró la pequeña goma de borrar.
—Yo se lo voy a contar a mis amigas del cole, así las podré ayudar —dijo Silvia.

Aquella tarde, en esa mesa se oían risas y diversión alrededor de los cuadernos, lápices, ceras y gomas de borrar. Cuando los niños recogieron cada uno de los objetos, se despidieron y los metieron en el estuche. Todos ellos andaban ya cansados, con ganas de dormir y cerraron los ojos pensando que el día había resultado genial: habían dejado de preocuparse por tener fallos mientras aprendían.

A la pequeña goma rosa le costo más coger el sueño, y es que cuando uno está feliz, esa sensación te mantiene con los ojos abiertos. Sin embargo, al cabo de poco rato aquella valiente goma cerró los ojos y se durmió con un gran sonrisa en su cara de color rosa y la satisfacción de haber salvado de la desaparición a todas las gomas del mundo.

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