Cruce de caminos

Portada móvil

B. caminaba hacia el coche con bolsas a ambos lados. Un todoterreno había estado a punto de pasarle por encima en un paso de cebra cinco segundos antes y pensó en golpear el capó y levantar las manos como había visto en las películas pero le dio miedo. Miedo a que le dieran una hostia en la cara, básicamente, porque era un tío esmirriado y pacifista por necesidad.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
FÍSICA | FÍSICA CUÁNTICA
31 de Julio de 2017

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Abrir maletero. Guardar bolsas. Un horno. No había encontrado sitio a la sombra así que abrió la ventanilla del conductor y procedió a abrir y cerrar las puertas del lado derecho varias veces con estruendo. Había visto un vídeo en YouTube de unos japoneses que demostraban que así se enfriaba más rápidamente el interior del vehículo.

Entró al coche. El asiento le abrasaba el culo. Subir ventanilla. Accionar contacto. Encender aire acondicionado. Comenzó a sonar el Saturday Morning de los Eels. Y, de pronto, una voz en el asiento del copiloto le hizo saltar del asiento, haciéndole golpearse la cabeza contra el cristal de su puerta.

—Corrientes de convección.

B. levantó el brazo derecho por instinto para defenderse. Había un fulano en su coche. Un puto tío sentado a su lado que hace cinco segundos no estaba ahí, joder. Pero…

—Básicamente tu coche era un invernadero. Al abrir y cerrar las puertas introduces aire del exterior, más frío que el del interior, provocando la salida del aire caliente por la ventanilla contraria al cerrar la puerta con fuerza. Corrientes de convección.

El tío estaba fumando. De hecho, había apuntalado con una calada cada una de las tres últimas palabras y el humo danzaba hacia el techo del coche mientras B. buscaba el valor de mirarlo a la cara. Cuando lo hizo, vio a un tipo engominado con gafas de concha que vestía un traje negro, corbata negra y camisa blanca. Un tío antiguo de cojones. Miraba divertido a la radio y apuntó en su dirección con un dedo cubierto de nicotina.

—¿Cómo se llaman?
—Se … llaman … se llaman Eels.
—Por cierto, mi nombre es Hugh. Hugh Everett III. Y, antes de que me lo preguntes, no tengo ni puta idea de lo que hago en este coche ni cómo he llegado aquí. Ni quién cojones eres tú.
—Soy … —buscó algo de dignidad en sus entrañas pero su macho alfa interior estaba echando la siesta— soy … soy el dueño de este coche. Soy B.
—Pues encantado, B. Yo estaba en mi oficina durmiendo plácidamente una buena borrachera, sí señor. No me mires así, había que celebrarlo: DeWitt acaba de publicar en el Physics Today y defiende mi trabajo. Mira —le dijo mostrando una revista impecable fechada en septiembre de 1970—, esto es cojonudo.

Joder. Un puto chalado en su coche. Sudar. Pensar. Sacar el móvil del bolsillo sin saber si llamar a la policía. Everett se inclinó hacia B.

—¿Qué cojones es eso? Esa tablita que tienes en la mano.
—Es … mi móvil. Es chi... chino, no podría decirte la marca. Pero …
—¡Es un teléfono! Y chino, nada menos. ¡Como el Multivac de Asimov! Enséñame cómo funciona. ¿Accede a un nodo de información? Busca mi nombre, busca algo, vengavengavenga ….

B. estaba aterrorizado y buscó su nombre. Minutos más tarde, mientras sonaba The look you give that guy de los Eels, todo estaba tranquilo en el interior del coche. Everett y B. miraban a través del parabrisas, el primero sonriente y el último ceniciento con el móvil inerte y humo de cigarrillo entre ellos. B. pensaba que esa luz que provocaba destellos en el parabrisas había tardado más de ocho minutos en llegar desde el Sol. Que el tiempo era una ilusión.

Que todo era, de repente, inútil.

—No lo entiendo —susurró B. para sí mismo—. En serio, B., céntrate. ¿Otra puta dimensión?
—Chaval, has visto muchas pelis. Universos paralelos. Muchos mundos. Bifurcaciones, cruces de caminos.
—Y tú vienes de uno de esos universos —B. se miraba las manos, que reposaban en su regazo—. Y este que canta es tu hijo. Y estás en mi coche.
—Así es —Everett miró el humo que ascendía de su mano y miró distraído por la ventana —. O eso dice tu terminal Multivac. Aunque no me encaja el desfase temporal: habrá que afinar. Y sí, Mark Oliver Everett es mi hijo, tiene siete años y le encanta hacer ruido con la batería. A mí no me encanta él, sinceramente. Me es prácticamente indiferente.

B. encontraba cierta tranquilidad en sus palabras, la certeza de que todo había encajado por fin en su cabeza y que algo se había cumplido de una u otra forma. El humo que no se disipaba, su aspecto atemporal, la forma en que había aparecido de la nada, el coche lleno de humo que aún olía a cadenas largas de carbono. La búsqueda en Google de Hugh Everett III había mostrado que estaba muerto desde julio de 1982, que había teorizado sobre universos paralelos y que el cantante de los Eels era su hijo. Allí estaba su foto y por alguna extraña razón B. lo encajaba con matices: si no era un imitador, era una fotocopia cojonuda del Hugh auténtico. ¿Sería una broma?

—Pasito a pasito, chaval, no te agobies. Acabaré la historia antes que este pitillo, así que relájate y disfruta el viaje. Te diré por qué estoy tan tranquilo. Diría más, tan aliviado. Mira, la mecánica cuántica está muy bien, suena guay y te hace parecer inteligente en las fiestas. Pero tiene un problema: por muy bien que describa un sistema, se vuelve un poco loca cuando vas al mundo macroscópico ¿sabes? Es esa jodida idea incómoda de que la materia es onda y es partícula al mismo tiempo, cuando posiblemente no sea ninguna de las dos y a veces se comporte como una cosa y otras como la otra. Y no es que en el mundo microscópico se desenvuelva que te cagas, al menos para tu linda cabecita: en ese mundo pequeñito las partículas coexisten en una superposición de dos o más estados. Es la única forma que tenemos de entender lo que pasa ahí dentro: un electrón puede estar viajando a diferentes velocidades en diferentes lugares con el spin que le salga de la función de onda. Eso sí, cuando pongas esos ojos de huevo en una partícula, chaval, te mostrará una forma de ser y no una combinación de varios. ¿Tú ves a esa tía que va hacia su coche?

Chaval, has visto muchas pelis. Universos paralelos. Muchos mundos. Bifurcaciones, cruces de caminos.

B. miró a la chica pelirroja y agitó la cabeza, parte de él plenamente consciente de que estaba mirando su culo. Se había apoyado sobre el capó, a la sombra, mientras miraba su teléfono.

—Sabes de dónde viene. Sabes dónde va. Si salieras de tu coche y te abalanzaras sobre ella podrías tocarla. Tranqui, tigre, todavía no. Pero no es una superposición de posibilidades, es tangible. Está ahí y si parpadeas seguirá ahí. Pues a nivel cuántico esa preciosidad es una multitud de estados, de probabilidades, de infinitos mundos que se definen así, para ti, ahora mismo. Boom. Schrödinger creó una bonita ecuación que describe lo que ocurre con esa superposición de posibilidades pero siempre colapsa. ¿Sabes lo que es eso? Que cuando observas ese sistema, el dado te mostrará solo una cara. ¿Y qué pasa con las otras posibilidades? Ya no existen. Desaparecen. Puff —hizo un gesto de mago en el aire— y desde ese momento aparecen unas nuevas.
—El que observa define la realidad.
—El que observa encuentra una realidad. Y de paso se carga todas las demás opciones. Joder, pasaba con el experimento de la doble rendija de Young. Abres dos rendijas y emites fotones contra ellas: obtienes un bonito patrón de interferencia, como cuando tiras dos piedras al agua y las ondas chocan entre sí. Pero pones un detector en una de las rendijas y ¿qué pasa?
—No lo sé.
—Que el puto fotón aparece solo por una de las rendijas y no hay patrón de interferencia. Tachán. Es como si el pequeño cabrón supiera que estás mirando. Así que los popes de Copenhague, los que manejaban el cotarro allá por los años 20, decidieron introducir el principio de incertidumbre. Que no puedes estar seguro de nada, vamos. Puedes conocer el pasado de una partícula pero no su futuro. Y es una de las pocas veces en las que a los científicos les importa el tiempo: cómo fluya es esencial. En ese caso, los de Copenhague van ciegos hacia un mañana incierto. Pero yo no.
—Tú no.
—No, yo no, B. Yo uno al observador y lo observado. Porque ¿dónde está la diferencia entre lo pequeño y lo grande? Y, si existe, ¿quién la dicta? ¿Tú? ¿Yo? ¿Dios? Ni de coña, chaval. Somos parte de lo mismo así que los considero parte de todo y no partes separadas. Cada observación, cada definición de la ecuación de Schrödinger, lleva a observador y partícula juntitos por caminos diferentes, cada rama con una copia perfecta de ambos desde el momento en que saltó la chispa. Universos en los que decidiste no ir al colegio aquel día, o ir a comer con un amigo en lugar de quedarte en casa viendo la mierda que echan en la tele existen como existe este mundo en el que vives. Intenta calcular las posibilidades sin que te explote la cabeza: este traje es nuevo.

B. se quedó pensativo. Miraba por alguna razón el cuentakilómetros del coche, pensando en sí mismo como un conocido playboy multimillonario, con su cuerpo tirado en una calle pidiendo limosna, casado, sin hijos, muerto de cáncer con veintidos años o astronauta poniendo los pies en Venus. Se lo dijo a Hugh.

—Astronauta ¿eh? Quizá. En ese universo tienes esa oportunidad y se dieron un montón de variables para que ocurriera. O para que ocurra, vaya. Salvo que en algún momento una de las funciones de onda que es parte del camino tuviera el 0% de probabilidad de ocurrir. Pero tranquilo, la mayor parte no dependen de ti. Por eso mi idea es revolucionaria: no depende todo del observador. Ni de ti. El universo se divide en diferentes universos que dan cabida a los distintos resultados. Nada es aleatorio. Todo existe, de una u otra manera, aquí o allá.
—Líneas temporales. Como en Regreso al futuro.
—¿Es una peli? No la he visto, chico: la tele atonta. Pero es como el gato de Schrödinger: no es que el gato esté vivo y muerto simultáneamente y la sola acción de observar defina si respira o ha estirado la pata. El acto de observar lo define de una forma y crea una realidad paralela en la que ha ocurrido lo contrario. En ambos casos el gato es real: vive aquí, muere allá. Pero ambos universos no se tocan jamás: es lo que se llama decoherencia cuántica. De forma que lo aprendido en este universo no sirve para otro, en el que el devenir transcurre de forma completamente independiente desde ese punto.

B. sintió de pronto una ira inmensa. La consulta en Internet dibujaba a ese tipo vestido de cadáver como un témpano de hielo obsesionado con funciones de onda a quien las personas le importaban una mierda, de hecho sus hijos habían sido meros fantasmas para él.

—¿Quieres conocer tu futuro? ¿Eh, Hugh? Aquí lo tienes. Escucha atentamente.

La voz de Mark Oliver Everett, el hijo de Hugh, está atrapada en un archivo MP3 y tras el clic de B. comienza a cantar Things my grandchildren should know. Su voz quebrada lleva la carga de la muerte de sus padres y el suicidio de su hermana Elizabeth. Menciona a su padre, a quien casi disculpa por no acompañarlo en su niñez. Hugh mira adelante, impertérrito, escultura de piedra a la que el tórrido sol del mediodía no arranca una sola gota de sudor.

—Te encontró muerto, Hugh. Sobre tu cama. Dijo más tarde que no recordaba haberte tocado antes de aquella ocasión. Un mes antes, tu hija Elizabeth se intentó suicidar y lo único que hiciste tras levantar la vista del periódico fue que no sabías que estaba tan triste. Eras un capullo, tío. Bueno, eres un capullo.

Hugh levantó su eterno cigarrillo y pasó nervioso la lengua por sus labios. La barbilla le temblaba muy ligeramente. Miró a B.

—No puedo cambiar lo que soy. La decoherencia cuánt…
—Decoherencia mis pelotas, Hugh. No seas un puto cobarde. Si tienes una forma de volver, puedes arreglarlo todo. Me has enseñado que si tengo una caja con 100 pelotas, 99 blancas y una negra, puedo coger a ciegas cualquiera de ellas aunque lo más probable es que sea blanca. Pero que da igual lo que elija porque, aunque mi futuro aquí dependa de ello, en algún lugar habré cogido la negra. Ya ya, en algún lugar todos sois felices y todo salió bien. Todo se arregló en algún lugar donde te comportaste como un ser humano y no como un puto capullo sin sentimientos. Pero tienes una ventaja, Hugh. Aquí y ahora —se despejó el pelo de la frente y sonrió nervioso—. Esta vez puedes ser tú, … y no una de tus copias.

El universo se divide en diferentes universos que dan cabida a los distintos resultados. Nada es aleatorio. Todo existe, de una u otra manera, aquí o allá.

Hugh recolocó las gafas en su nariz. Pensó en el pequeño Mark machacando una pequeña batería en su habitación. No sabía nada de él. Pensó fríamente en la conversación con su esposa años atrás, cuando le comunicó su deseo de que sus cenizas fueran al cubo de la basura cuando muriese. Según B., ella lo había cumplido tras años en su salón.

B. seguía su cadena de pensamientos leyendo en sus facciones cambiantes. De repente B. sentía una determinación nueva, un propósito. Así que respiró hondo, estiró la espalda empapada de sudor sobre el respaldo de su asiento de cuero sintético y miró fijamente a Hugh Everett III, creador de la teoría de los mundos múltiples.

—Vale, viejo: me abro. Ha sido un placer y todas esas cosas. Cuando vuelva, con suerte, ya no estarás aquí. No digas nada: ya sé que esto no es un puto DeLorean pero, yo qué sé, hay que intentarlo. Buena suerte, Doc.

Hugh abrió la boca pero B., cada vez más eufórico, añadió con voz grave antes de salir del coche:

—Que la fuerza te acompañe.

Y se golpeó de nuevo la cabeza. Clonc. En el mismo lugar. Requeteclonc. Un observador casual habría dicho que B. estaba convencido de haber abierto la puerta antes pero no lo había hecho. Quizá B. lo hiciera, en un universo paralelo, pero no en el que nos ocupa ahora mismo. En esta línea temporal se rascó la cabeza con rabia de nuevo y con el rabillo comprobó algo: Hugh ya no estaba allí. Ni siquiera quedaba humo que demostrara que alguna vez estuvo ahí.

Se quedó en blanco. Joder, tío. No sabía qué había pasado de verdad y probablemente no lo sabría jamás. En los altavoces del coche, Mark Oliver Everett cantaba I like the way this is going. Seguía sonando triste pero pensó que quizá había conseguido que otra realidad, una más entre infinitas, reservara al pequeño Mark una infancia feliz.

Arrancó el coche, bajó la ventanilla y pisó el embrague, listo para largarse.

¿O debería bajarse y hablar con la chica pelirroja?

Supuso que de eso iba la vida: un continuo cruce de caminos. Y tomó una decisión.

 

BIBLIOGRAFÍA

— Byrne, Peter — The Many Worlds of Hugh Everett III: Multiple Universes, Mutual Assured Destruction, and the Meltdown of a Nuclear Family (Oxford University Press, 2010)
— Everett, Mark Oliver – Cosas que los nietos deberían saber (Blackie Books, 2015)

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