La historia más triste de la ciencia española. Parte I

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El 6 de agosto de 1945, pasadas las tres de la tarde, la BBC interrumpió su programación con el famoso This is London que indicaba el comienzo de un noticiero.

«Esto es Londres. Nuestro corresponsal en Nueva York nos ha informado de un importante suceso ocurrido en la Guerra del Pacífico. En un mensaje a la nación, el presidente Truman ha anunciado que un avión americano ha arrasado la ciudad japonesa de Hiroshima tras arrojar sobre ella un único explosivo de potencia extraordinaria».

TEXTO POR MARIO GONZÁLEZ
ILUSTRADO POR MARTA SEVILLA
ARTÍCULOS
FÍSICA | RAYOS CÓSMICOS
28 de Agosto de 2017

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Las armas nucleares acababan de presentar sus siniestras credenciales a la humanidad, y para explicar al mundo su funcionamiento la estación de radio británica emitió un programa especial. Frente al micrófono con el emblema de la emisora se encontraba el profesor Arturo Duperier, investigador del Imperial College. Era un hombre de mediana edad, alto, fornido, con nariz ancha y labios gruesos, que sujetaba con seguridad el guion de su conferencia. Al parecer, desde los veintiséis años tenía el cabello y el bigote canosos aunque sus cejas permanecían sorprendentemente oscuras. Sus ojos y su forma de hablar desvelaban la sosegada satisfacción que sentía ante el reconocimiento de la BBC, ocurrido justo cuando todo parecía ir bien tras una vida repleta de desgracias. Sin embargo, esta etapa solo era una pausa antes de que la mala fortuna volviera a ensañarse con él. Y es que, como veremos, acercarse a la vida de Arturo Duperier es acercarse a una de las historias más tristes de la ciencia española.

Arturo Cristino Duperier Vallesa nació el 12 de noviembre de 1896 en Pedro Bernardo, una pequeña villa en las faldas de la Sierra de Gredos, en la provincia de Ávila. Allí sus padres ejercían dos de las profesiones más respetadas en cualquier pueblo: su padre, Adolfo, era el boticario y su madre, Eugenia, era la maestra. Arturo tenía dos hermanos mayores que él, Purita y Augusto. Purita era seis años mayor que Arturo, y Augusto, que tenía la salud muy delicada, dos. La familia vivía en la planta superior de la casa que una señora muy rica del pueblo había donado para que sirviera como escuela.

Cuando Arturo tenía seis años, su padre, seguidor de Francisco Silvela, aceptó un puesto político en Ávila para que Augusto pudiera recibir mejor atención médica. Por desgracia, a los pocos meses de que la familia llegara a la capital, Augusto murió. Tres años más tarde, los Duperier se mudaron a Madrid. Arturo comenzó entonces los estudios de bachiller en el Instituto Cardenal Cisneros de la Calle de San Bernardo, centro conocido por su larga lista de alumnos y profesores ilustres, donde pronto destacó como un niño muy trabajador e inteligente.

En 1908, su hermana Purita enfermó de forma repentina y, aunque fue operada de urgencia por un célebre cirujano, no superó la operación y falleció. Esta nueva pérdida afectó mucho a la familia, que decidió regresar a Ávila. Arturo continuó allí con el bachillerato, sacando las mejores notas en todas las asignaturas salvo en Dibujo Técnico, que se le daba fatal. El profesor le solía decir cuando veía sus trazados: «¿Eso lo ha dibujado usted con el dedo?».

En 1912, con quince años, Arturo entró en la Universidad de Valladolid para estudiar Química. Un año después solicitó continuar sus estudios en la Universidad Central de Madrid. La universidad madrileña vivía por entonces la profunda transformación que estaban llevando a cabo los jóvenes profesores becados para formarse en los mejores centros del extranjero por la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), presidida por don Santiago Ramón y Cajal. La investigación puntera que estaban realizando estos profesores, entre los que se encontraban personajes de la talla del matemático Julio Rey Pastor, el físico Blas Cabrera o el neurocientífico Pío del Río Hortega, fue el comienzo de la denominada Edad de Plata de la ciencia española. Arturo terminó la carrera en 1916 recibiendo el premio extraordinario al mejor estudiante de su promoción. Después de ese logro, sus compañeros de clase le convencieron de que continuara en la universidad estudiando física. No les defraudó, puesto que tres años más tarde se licenció de nuevo con premio extraordinario.
En aquel momento, Arturo ya sabía que quería hacer la tesis doctoral con su profesor favorito de la carrera: don Blas Cabrera, así que una mañana se acercó a su laboratorio en el Palacio de la Industria y las Artes junto al Paseo de la Castellana para hablar con él.

—Lo siento mucho, Arturo, ahora no dispongo de ningún puesto remunerado para un estudiante de doctorado —le dijo el eminente físico canario.
—No se preocupe, don Blas. Usted déjeme trabajar aquí, que yo ya me las arreglaré para encontrar unos ingresos.

De modo que el científico lo aceptó en su Laboratorio de Investigaciones Físicas, y Arturo, para subsistir, recurrió a una de las salidas más comunes de los físicos en la España de comienzos de siglo: se presentó a las oposiciones de Auxiliar de Meteorología. En el examen, durante la exposición del tema que le había tocado por sorteo unos instantes antes, Arturo hizo una presentación tan buena que el resto de opositores presentes en la sala le aplaudieron. Cuando salieron las calificaciones, Arturo se encontraba el primero en la lista, con una plaza en el observatorio del Parque del Retiro.

Así, el bilicenciado y nuevo meteorólogo compaginó su trabajo en el observatorio con la investigación en el laboratorio. Cabrera le proporcionó como tema de tesis el estudio de las propiedades magnéticas del agua y de diferentes disoluciones de sales paramagnéticas a varias temperaturas. Arturo realizó un trabajo metódico y preciso, aplicando diferentes métodos de medida para reforzar sus resultados. Estos fueron de tan buena calidad, que se publicaron en el Journal de Physique et le Radium, una de las revistas más importantes del momento.

El fin de semana del 15 de octubre de 1922, Arturo aprovechó una época tranquila durante el ecuador de su tesis para ir a Ávila y celebrar con sus padres la festividad de Santa Teresa de Jesús, patrona de la ciudad amurallada. Sin embargo, durante su visita, el día de la santa, su madre falleció. Blas Cabrera y muchos compañeros de la universidad, el observatorio y el Laboratorio de Investigaciones Físicas, se acercaron a Ávila para acompañar a Arturo y a su padre, pero apenas pudieron consolarlos. Pasados unos días, Arturo convenció a don Adolfo, que estaba jubilado, para se fuera a vivir a una pensión cerca de la residencia en la que él vivía en Madrid. El 24 de junio de 1924, con su padre en la primera fila del público, Arturo presentó su tesis, que fue calificada de sobresaliente.

Después de su doctorado, Arturo continuó trabajando en el laboratorio de Blas Cabrera, tratando de determinar las propiedades magnéticas del platino, el paladio y varias tierras raras en un rango de temperaturas de más de 500 ⁰C. Fueron experimentos difíciles y muy caros, pero la destreza de Arturo permitió terminarlos con éxito. En una época en la que la teoría avanzaba mucho más rápido que la experimentación, la precisión de sus resultados fue de gran ayuda para el desarrollo de varios aspectos de la teoría mecanocuántica, tal como le comentaron a Cabrera algunos de los físicos más importantes del momento durante el sexto Congreso Solvay en Bruselas.

Al mismo tiempo, Arturo comenzó su propia investigación independiente en el observatorio meteorológico sobre fenómenos físicos de la atmósfera tales como la distribución de temperaturas, el origen de las precipitaciones y, sobre todo, de las propiedades eléctricas de la misma. Sus primeros artículos científicos al respecto aparecieron en los Anales de la Sociedad Española de Meteorología en 1927.

En diciembre de ese mismo año, Arturo perdió a su padre, el último miembro de su familia que quedaba vivo. Para luchar contra la soledad y el desánimo, alquiló junto a dos amigos, Alejandro Familiar y Mariano Velasco, un piso al que llamaron cariñosamente la república. Aunque al principio la casera no se fiaba de tres hombres solteros, pronto se dio cuenta de que sus inquilinos, salvo alguna discusión científica en el salón, se pasaban todo el tiempo estudiando en sus habitaciones. En el caso de Arturo, él se estaba preparando, bajo la supervisión de Blas Cabrera, para las oposiciones de Auxiliar de Electricidad y Magnetismo en la Universidad Central, plaza que consiguió en diciembre de 1928.

Unos tres meses más tarde, llegó al buzón de la república una carta de la Junta para Ampliación de Estudios en la que se comunicaba al Dr. Duperier la concesión de una pensión (beca) para continuar sus investigaciones sobre la atmósfera en el extranjero. Ese verano, Arturo aprovechó la ayuda para aprender más sobre la medición de la electricidad atmosférica en los observatorios de Zúrich, París y Clemont-Ferrant. Al año siguiente, volvió a solicitar otra beca y pasó el verano estudiando las variaciones del campo eléctrico terrestre en el Institut de Physique du Globe de Paris.

A su regreso, Arturo se volvió a encerrar en la república. La Universidad Central, por intercesión de su nuevo rector, Blas Cabrera, iba a crear una nueva Cátedra de Geofísica y tenía que preparar las oposiciones. Tras dos años de estudio intenso, llegó el momento. Al final Arturo fue el único candidato a la plaza, pero eso no le libró de las duras pruebas que había entonces para una oposición a catedrático. Durante un mes de exámenes teóricos y prácticos, tuvo que demostrar sus conocimientos y también su habilidad para dar clase, explicando un tema de la cátedra escogido al azar con los alumnos de la universidad como testigos. Entonces apenas había espacio para el nepotismo en la universidad española. Tras superar con éxito todas las tareas, Arturo fue nombrado catedrático el 7 de marzo de 1933.

Como mandaba la tradición, Arturo celebró su nombramiento con un banquete al que asistieron más de doscientas personas de la comunidad universitaria y pidió al alcalde de Pedro Bernardo que presidiera el evento, en representación de su tierra natal. De esta manera, un jornalero del Valle del Tiétar estuvo durante unas horas al frente de las mejores mentes de la Edad de Plata de la ciencia española. Al finalizar el banquete, el encargado del restaurante se acercó al flamante catedrático:

—Don Arturo, ahora cuando se vayan, recogeremos todas las flores que decoran las mesas. Si nos da una dirección, mandaremos un mozo para que se las entregue a quien usted quiera.

Arturo le contestó ensimismado:

—La verdad es que no tengo a nadie a quien regalarle las flores.

Y pidió que las enviaran a la tumba de su hermana Purita, que estaba enterrada en Madrid.

En su nuevo puesto, Arturo se vio sepultado por una montaña de trabajo. Exámenes, tribunales de tesis, oposiciones, becas, premios, las labores de un catedrático apenas le dejaban tiempo para investigar. A pesar de ello, preparaba sus clases con esmero. Sus lecciones se hicieron tan célebres en el campus que incluso personas ajenas a sus asignaturas, como Severo Ochoa, acudían de oyentes solo por el placer de escucharlo. Uno de sus alumnos, el físico zamorano Francisco Morán, recordaría más tarde:

«La física, explicada por él, resultaba asombrosamente fácil, y sobre todo maravillosamente hermosa. Aquel dominio consumado de todas sus partes y aquel entusiasta amor a ella que se traslucía en sus palabras, tenía la virtud de fertilizar la mente y de elevar el espíritu».

El 1 de enero de 1934, en la comida de Año Nuevo que celebraban unos amigos, Arturo conoció a Ana María Aymar y Gil. Arturo tenía treinta y siete años y Ana María veinticuatro, pero congeniaron muy bien y pronto comenzaron una relación de novios. Este noviazgo fue supervisado en todo momento por el estricto padre de Ana María, don José Luis Aymar de Arcos, un abogado metido en política que había sido diputado en tiempos del Conde de Romanones y que se mostraba bastante satisfecho de que su hija saliera con un catedrático de universidad. En verano, Arturo recibió otra pensión de la Junta para Ampliación de Estudios para viajar a Alemania, pero antes de partir pidió matrimonio a Ana María. En una situación normal, los padres del novio habrían pedido a don José Luis la mano de Ana María, pero como Arturo era huérfano, tuvo que recurrir a Blas Cabrera para que él hiciera la petición.

Ya prometido, a finales de junio, Arturo partió a Berlín. Su intención era aprender más sobre los rayos cósmicos, partículas subatómicas procedentes del espacio que eran una de las principales fuentes de electricidad atmosférica. En la capital alemana, también fue testigo de cómo el partido nazi se hizo con el control absoluto del país y de las barbaridades que cometían sus miembros con judíos y opositores. Tras dos meses bastante tensos y tras visitar Stuttgart y Fráncfort, Arturo regresó a España con dos instrumentos para medir la electricidad atmosférica y detectar rayos cósmicos, comprados con dinero de la JAE. Una vez en Madrid, colocó los instrumentos en la terraza del observatorio meteorológico del Retiro, con objeto de estudiar el efecto que tenían las condiciones meteorológicas en los rayos cósmicos.

El día de San Valentín de 1935, Arturo y Ana María se casaron en la iglesia de Cristo Rey de Madrid, con Blas Cabrera y sus compañeros de la república actuando de testigos. Diez meses más tarde, Ana María trajo al mundo un bebé al que llamaron María Eugenia, en recuerdo de la madre de Arturo. Aunque la niña había nacido sana, la noche del 29 de junio de 1936 falleció con tan solo seis meses de edad.
La pareja apenas tuvo tiempo de recuperarse de la pérdida de su hija, puesto que, unas semanas después, el comienzo de la Guerra Civil iba a descolocar aún más sus vidas. Durante los primeros días de conflicto, el miedo y la violencia se habían expandido como una epidemia por las calles de Madrid y, como el golpe había coincidido con las vacaciones de verano de la universidad, Arturo desconocía la suerte de muchos de sus amigos y compañeros. Él tuvo que parar sus experimentos y retirar sus instrumentos de la terraza del observatorio cuando unos milicianos instalaron en el patio una batería antiaérea para la defensa de la capital. En octubre, según se acercaban las cuatro columnas del ejército nacional a la capital, el gobierno de Largo Caballero ordenó el traslado inmediato de la Universidad Central a Valencia. El ministerio de Instrucción Pública establecería que allí:

«Todas las actividades y todos los trabajos científicos prosigan o se reanuden con la mayor intensidad en la medida en que lo consientan las circunstancias actuales y dando, naturalmente, preferencia a aquellos trabajos que puedan tener una aplicación directa o indirecta a las necesidades de la guerra».

Arturo y Ana María se prepararon para el traslado en unos pocos días. ¿Cómo se puede preparar uno para un viaje de ida que quizás no tenga vuelta? La mañana del 27 de octubre, Ana María, sus padres y Arturo tomaron un taxi que les acercó a la estación de Atocha esquivando barricadas, socavones causados por los bombardeos y controles de los milicianos. Junto al andén del tren de Valencia, las dos parejas se despidieron. Ana María besó a sus padres, Arturo les abrazó y llorando se subieron al tren. Sentados sobre sus maletas en un rincón del vagón abarrotado, Arturo y Ana María se miraron. Se tenían el uno al otro y eso les bastaba.

(Continuará…)

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