La rara flor

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En esta ciudad, los lunes por la mañana apenas hay un puñado de personas deambulando de un lado a otro, todos con anoraks impermeables de la misma multinacional. En otoño llueve, en invierno llueve, en primavera llueve. Las aceras de piedra se vuelven oscuras, las mujeres salen con paraguas de colores y algunos hombres mojan la corbata de satén en su café. Pierden el tiempo, les sobra. El tiempo siempre carece de sentido cuando devora las calles una a una y deja atrás los restos en forma de carteles de «se alquila».

TEXTO POR BORJA RIVERO
ILUSTRADO POR ADRIÁN A. ASTORGANO
ARTÍCULOS
BOTÁNICA | ESPELEOLOGÍA
28 de Septiembre de 2017

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Yo antes daba clases en la universidad y era parte de esta vida tranquila. Resulta sencillo cuando la comida basura es barata, cuando existen marcas blancas de vodka, cuando las horas tienen doble espesor y uno puede hundirse en ellas como en el mar. Pero hace dos años apareció un prestigioso experto en botánica de Massachusetts y, aunque mi interés por las plantas se circunscribe a los geranios de balcón, era el único profesor angloparlante con alguna práctica en espeleología. De nada sirvió precisar que habían transcurrido veinte años y veinte kilos desde entonces.

Me enteré de qué le había traído aquí a través de una fotografía, donde cinco hombres en bermudas posaban junto a tarritos de cristal. En 1958, el padre del americano, un prestigioso experto en botánica de Massachusetts, mismo nombre mismo apellido, vino a Europa con algunos colegas. No pude ver nada extraño en la imagen hasta que él me señaló la esquina superior derecha: parecía una flor. El grupo del 58 pasó por alto aquello, pero él creía haber descubierto una rara variedad de Anemone hepatica. Después de dos años revisando notas, y seis meses en nuestra universidad, por fin había encontrado el lugar donde fue tomada la fotografía. Me resultó molesto que un extraño no cediese a las leyes físicas de esta ciudad, y hubiera gastado tanta energía en algo tan banal como una flor.

Tuvimos que dar muchas vueltas en un todoterreno sin amortiguadores hasta encontrar el lugar indicado, un espacio de lomas verdes y grandes peñascos. Cargamos el material junto a los guías y atravesamos varias hectáreas de robledal, que no habían sufrido un plan de prevención de incendios en toda su historia. Pronto el botánico adquirió el aspecto de haberse peleado con un gato, yo cojeaba, y ambos sudábamos como auténticos académicos. Por suerte no tardamos en toparnos con un aparataje de hierro oxidado colocado sobre una abertura, llevaba allí veinticinco o treinta años. Tras un vistazo al andamio el americano me cedió el honor de descender primero. Me bajaron con lentitud, casi rozando las paredes de roca. Cuando por fin pude mirar a mi alrededor tenía una posición privilegiada de araña colgando de su hilo, me imaginé en el interior de un gigantesco cráneo de behemoth, por cuyos orificios se escurría la luz y el agua. Me hundí hasta la cintura en un lago cristalino y luego bajaron el americano y uno de los guías.

El grupo del 58 pasó por alto aquello, pero él creía haber descubierto una rara variedad de Anemone hepatica.

No soy capaz de precisar el tamaño total de aquella cueva. Descendimos durante una hora con relativa facilidad, pese a nuestras barrigas, y llegamos a una caverna en parte abierta al cielo de la mañana y tan grande como un campo de fútbol, ni siquiera pude calcular el fondo del lago. Buscábamos bajo aquel impresionante techo agrietado, suspendido por capricho de la naturaleza, cuando me pareció notar algún movimiento en el agua. Según nuestro guía estaba habitado por siluros. El botánico respondió que era imposible; yo preferí no opinar, me los imaginé grandes y lentos, con la mirada vacía y la piel viscosa, idéntica a los anoraks de etiqueta patria, y made in Filipinas.

Estuvimos un rato de un lado a otro, el guía empezó a impacientarse y yo tenía frío, pero resistimos y nos separamos para cubrir más terreno, maldije a Massachusetts por haber invadido mi lentitud. Además de musgo encontré pequeñas setas, diminutas campanillas de color azufre y otras florecitas cuyo nombre desconozco. El agua se revolvió, sacando reflejos tornasolados a las ondas, y pensé en los peces sin nombre, en su vida boba, protegida allí gracias a las cavernas. A ellos no les importaba la dichosa flor, ni siquiera al guía o a mí nos importaba la dichosa flor. A esas horas el sol caía directamente sobre el agua y dejaba en penumbra las paredes internas, irregulares y llenas de recovecos. Pensé que a lo largo del día el enorme haz de luz debía recorrer casi toda la gruta, pero en ese momento las sombras se alargaban ante mí. Alumbré con la linterna dirigiendo la mirada hasta un rincón sombrío donde intuí unas pinceladas blancas en el muro, a varios metros de altura. Era la flor, la dichosa flor. Me quedé quieto, sin decir una palabra. Hubiera sido sencillo volver sobre mis pasos, encogerme de hombros, salir de la cueva y despedir al americano en la estación de tren. Podía volver a mi vida y disfrutar del lento desmoronarse de las calles. El agua seguía inquieta, tuve la impresión de que el monstruo de sangre helada era capaz de leer mis pensamientos, quizá los aprobaba, quizá no. Suspiré y di la voz de alarma.

Pocas semanas después el americano se fue y yo volví a mi tranquila vida, en la tranquila universidad de mi tranquila ciudad, pero me sentía un traidor y empezaron a pesarme las horas, masivas, inhabitables. Lo dejé pasar. El americano no tardó en hacerme llegar por correo una copia de la revista científica donde se publicaba el hallazgo de la flor, describía los delicados factores que permitían su desarrollo; también me adjuntaba un sobre con semillas para el departamento de biología, pero no pude evitar la tentación de plantarlas en mi casa.

No aguanté mucho más, la monotonía me ahogaba, y soñaba constantemente con siluros apretándose con pereza en el bus, mirándome con sus ojos pálidos. Un día me fui, abandoné esta ciudad de anoraks viscosos y paraguas de colores. Recorrí durante un año los parajes perdidos de Centroeuropa, la selva negra, los Cárpatos... Mientras estuve fuera ocurrieron las inundaciones, el barro rompió un ventanuco y la que había sido mi casa durante toda una vida se convirtió en un lodazal. Hoy, al volver, me encontré todo esto.

Si algún experto en botánica de la universidad de Massachusetts necesita una muestra, ya no deberá conducir kilómetros, cruzar el robledal y bajar a la cueva, a partir de ahora disponen de un invernadero a 800 metros de la estación.

Decidí rescatar cuatro o cinco cosas, más bien recuerdos, y me despedí en la universidad. Pero antes de irme he abierto las puertas y las ventanas, para que entre el viento, para que entre el agua.

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