Arqueología de última generación

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Bajo el sol abrasador de Tanzania, a las afueras del Parque Nacional del Serengueti, una pequeña tropa de arqueólogos de aspecto desaliñado se afana excavando en uno de los yacimientos más ricos del mundo en fósiles y artefactos humanos. Se trata de la garganta de Olduvai, un lugar tan remoto que el camión que traslada los suministros de agua y comida tarda tres días en desplazarse hasta el mercado más cercano.

TEXTO POR JAVIER BARBUZANO
ILUSTRADO POR EMMA GASCÓ
ARTÍCULOS
9 de Octubre de 2017

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A medida que los trabajos avanzan, bajo la indiferente mirada de los guardas masáis que vigilan ante la proximidad de leones y animales salvajes, la bioarqueóloga Ainara Sistiaga se desplaza de un punto a otro de la excavación recogiendo muestras de suelo que serán enviadas a su laboratorio en el Instituto Tecnológico de Massachusetts para ser analizadas. Sistiaga espera encontrar en ellas rastros químicos invisibles que se pueden haber preservado en los sedimentos durante millones de años. Estos pueden revelar información sobre la dieta, los hábitos y el entorno de nuestros ancestros que hasta ahora ha permanecido fuera del alcance de la arqueología clásica.

Sistiaga se halla en la punta de lanza de una nueva ola de arqueólogos y paleontólogos que usan complejas técnicas de laboratorio que van más allá de recolectar y medir huesos y artefactos de piedra. A mitad de camino entre Indiana Jones y Marie Curie, estos investigadores se desenvuelven igual de bien tanto en el campo recogiendo muestras como en el laboratorio analizando las mismas. Estas técnicas se basan principalmente en el uso de biomarcadores, productos naturales que pueden relacionarse con un origen biológico. La nueva información que poco a poco van sacando a la luz desafía mucho de lo que se daba por cierto sobre el origen de la raza humana. También han logrado mediciones precisas relativas al clima, abundancia de vegetación y presencia de agua en los lugares que los protohumanos habitaron en tiempos prehistóricos, como es el caso de Olduvai, permitiendo entender mejor las condiciones en las que vivieron y evolucionaron.

La nueva información que poco a poco van sacando a la luz desafía mucho de lo que se daba por cierto sobre el origen de la raza humana.

 «La arqueología ha pasado de ser un campo muy tradicional a algo que recuerda a una escena de CSI», explica el arqueólogo español Manuel Domínguez-Rodrigo, director del Proyecto Paleoantropológico y Paleoecológico de la Garganta de Olduvai, una de las dos únicas excavaciones activas actualmente en la zona. «Nuevas técnicas nos van mostrando cosas que son invisibles para nuestros ojos y están revelando aspectos del comportamiento de nuestros ancestros que nunca habíamos imaginado».

Hasta hace relativamente poco, los arqueólogos que estudiaban a nuestros antepasados no contaban con herramientas modernas que permitieran realizar análisis bioquímicos complejos. Los investigadores tenían que obtener información de manera indirecta, observando y midiendo huesos fosilizados y herramientas de piedra para llegar a conclusiones acerca de la dieta, comportamiento, inteligencia o habilidad de los sujetos que estudiaban. Para datar esos restos se guiaban por la edad del estrato geológico en el que los encontraban. Esto comenzó a cambiar en la década de los 40 del siglo XX cuando la técnica de datación por carbono 14 comenzó a utilizarse permitiendo a los arqueólogos determinar con fiabilidad la edad de muestras de materia orgánica de hasta 50 000 años de antigüedad.

El desarrollo de nuevas técnicas de análisis como la espectrografía de masas y la cromatografía de gases durante la segunda mitad del siglo XX permitió a los científicos identificar con precisión compuestos químicos e isótopos presentes en una muestra. Esto marcó el comienzo del uso del análisis de residuos orgánicos en arqueología. Con el paso de los años, los bioquímicos han identificado y caracterizado docenas de moléculas que pueden servir como biomarcadores y revelar información acerca de los seres vivos que las produjeron. Sin embargo, estas técnicas no se han utilizado de manera generalizada por los arqueólogos ya que estos normalmente no cuentan ni con la formación ni con los equipos de laboratorio necesarios para aprovecharlas. «Estas técnicas son costosas y no todos los departamentos de arqueología tienen el conocimiento técnico ni el acceso a los laboratorios para utilizarlas», comenta Tommas Plummer, profesor de antropología en el Queens College en Nueva York.

El trabajo de Sistiaga se dio a conocer al mundo en 2014 cuando realizó un descubrimiento asombroso. Mientras buscaba indicios de procesamiento de comida en los restos de hogueras hechas por hombres de Neandertal hace unos 50 000 años en el yacimiento arqueológico de El Salt, en Alicante (España), halló un compuesto químico llamado 5β-stigmastanol. Esta sustancia procede de la digestión de lípidos vegetales por las bacterias del intestino humano, demostrando que los neandertales comían plantas en contra de la creencia común de que eran exclusivamente carnívoros. Sistiaga, entonces una estudiante de doctorado en la Universidad de La Laguna en Tenerife, apareció en la prensa y televisión internacionales como la descubridora de «la caca humana más antigua del mundo».

El trabajo de Sistiaga se dio a conocer al mundo en 2014 cuando realizó un descubrimiento asombroso demostrando que los neandertales comían plantas en contra de la creencia común de que eran exclusivamente carnívoros.

Recientemente Sistiaga ha aplicado técnicas similares en Olduvai, uniéndose al esfuerzo que distintos investigadores están realizando allí para obtener una imagen lo más completa posible del entorno prehistórico en el que evolucionaron y prosperaron al menos dos especies de nuestros antepasados conocidos: Homo habilis y Paranthropus boisei. Gracias al uso de biomarcadores, los investigadores ahora conocen al detalle la cantidad y tipo de cobertura vegetal que había en la zona, así como los cambios en la topografía acaecidos desde aquella época. Puesto que ya tenían los fósiles, también saben qué tipo de fauna habitaba la región. Asimismo, han sido capaces de determinar la duración de las estancias de los grupos de humanos en un determinado lugar, incluso si estas fueron de unos pocos días. «Ahora somos capaces de recrear la topografía completa y la vegetación que recubría un yacimiento tal y como era hace dos millones de años», explica Domínguez-Rodrigo, «y gracias a ello tenemos una imagen muy precisa del medioambiente en el que esos humanos vivieron».

Esta información ha permitido a Domínguez-Rodrigo y su equipo comenzar a comprender los patrones de comportamiento de nuestros antepasados. Se han dado cuenta de que los restos de animales que presentan marcas de cortes realizados con herramientas de piedra aparecen más frecuentemente en zonas que tenían vegetación más densa, demostrando que los humanos ancestrales preferían procesar sus presas en la seguridad de los bosques. Este conocimiento tan preciso del hábitat ofrece excelentes oportunidades para explicar los patrones de caza y hábitos de vida de estos seres, más allá de la mera especulación basada en rasgos anatómicos.

El uso de biomarcadores también está permitiendo entender los cambios medioambientales que forzaron a las primeras especies humanas a abandonar el confort y la seguridad de los bosques ancestrales y aventurarse a terreno abierto. En su investigación, Plummer —el científico de Nueva York mencionado anteriormente— ha observado que hace dos millones de años las praderas le estaban ganando terreno a los bosques, los cuales estaban disminuyendo. Esto sucedía al mismo tiempo que los humanos de Olduvai cazaban en terreno abierto para luego refugiarse en zonas boscosas en las que probablemente se sentían más seguros. Plummer ha podido determinar esto gracias a un análisis del esmalte de los dientes fosilizados de herbívoros procedentes del yacimiento de Kanjera (Kenia) que ha revelado que estos comían fundamentalmente hierba y que vivían en praderas y no en bosques.

Plummer piensa que en esa época los humanos se aventuraban a abandonar el bosque repetidamente en expediciones a terreno abierto que podían durar varias jornadas, una situación que tal vez se prolongó durante miles de años.

Gracias a estos avances los arqueólogos ahora pueden atreverse a plantear nuevas preguntas. En 2016, un grupo de investigadores logró recuperar proteínas de huevos fosilizados de avestruz de hace más de cuatro millones de años. Dado que las proteínas son un resultado directo de la expresión del ADN, los científicos esperan poder abrir nuevos caminos de investigación que les permitan realizar un gran árbol genealógico del género Homo en África. Sistiaga ahora está tratando de estudiar las bacterias que habitaban en el intestino de los neandertales, un nuevo campo de investigación abierto gracias a sus propios hallazgos. Esto podría llevar a descubrimientos revolucionarios ya que el acceso a una dieta más rica podría haber sido una de las fuerzas más poderosas que influyeron en la evolución de los primeros humanos. Encontrar las bacterias que les permitieron digerir esa dieta ofrecería una visión más detallada de dicho proceso. Domínguez-Rodrigo y Plummer continúan buscando nuevas revelaciones en aspectos del comportamiento en relación con el medio ambiente. «Estas técnicas no han hecho más que despegar, pero gracias a ellas podemos conocer el tamaño de los grupos que habitaron esta zona y determinar cuánto tiempo permanecieron en cada lugar con una precisión de días», explica Domínguez-Rodrigo.

A medida que aparecen nuevas técnicas y más arqueólogos las usan, el relato de la evolución humana gana profundidad y detalle. Ahora podemos imaginar a los neandertales en Europa complementando su dieta carnívora con frutas y bayas de temporada. En el África oriental vemos cómo hace dos millones de años algunos grupos de humanos primitivos salían del bosque y se aventuraban hacia las praderas para cazar ungulados y otros herbívoros. Eventualmente buscaban refugio en zonas arboladas en las que permanecían durante días o semanas, troceando y devorando a sus presas mientras que, presumiblemente, fabricaban nuevas herramientas de piedra y hueso y posiblemente de otros materiales que no han resistido el paso del tiempo. Es difícil saber cómo de completa llegará a ser nuestra visión de estos ancestros, aunque los científicos son optimistas. «Pronto, esperamos ser capaces de conocer el espectro completo de la dieta y tener una mejor comprensión de cómo usaban el territorio», predice Domínguez-Rodrigo.

A medida que aparecen nuevas técnicas y más arqueólogos las usan, el relato de la evolución humana gana profundidad y detalle.

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