Genios con muy mal genio

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El paso de los siglos les ha dado lustre hasta convertirlos en eruditos de talante admirable, próceres que se quemaron las pestañas para favorecer el progreso. Detrás de algunos de los grandes científicos de la historia, sin embargo, se ocultan personalidades iracundas, irritables, que los convertían en cascarrabias que no dudaban en echar mano de la espada para soltar mandobles o de la pluma para insultar. Son los grandes genios… en el sentido más amplio de la palabra.

TEXTO POR CARLOS PREGO
ILUSTRADO POR LUIS PINTO
ARTÍCULOS
GENIOS
19 de Febrero de 2018

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«Genio (Del lat. genius):

1. m. Índole o condición según la cual obra alguien comúnmente.
2. m. Disposición ocasional del ánimo por la cual este se manifiesta alegre, áspero o desabrido.
3. m. Mal carácter, temperamento difícil.
4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables.»

Lo reconoce el Diccionario de la Real Academia Española (RAE): con bastante frecuencia el «genio», antes que talento, capacidad e inteligencia extraordinarias es —simple y llanamente— mala leche. A lo largo de la historia no faltan ejemplos de grandes científicos e inventores cuya genialidad respetó, probablemente sin saberlo, ese mismo orden. Se alzaron como maestros, sabios que con su trabajo espantaron las nieblas de la ignorancia. Pero por encima de todo fueron personas con mala uva, iracundas, que no dudaban en desenvainar la espada para retarse en duelo o echar mano de sus pistolas para descerrajar un tiro al oponente. En ocasiones su inquina era más discreta y recurrían al tintero y la pluma, aunque su objetivo fuese idéntico: lastimar a aquellos que les habían contrariado. Un carácter volcánico que a menudo está ligado a la predisposición a cuestionarlo todo y defender hasta las últimas consecuencias las propias ideas. Al fin y al cabo ya al propio Galileo Galilei —para muchos, el primer científico moderno— le llamaban el pendenciero en la Universidad de Pisa por su enconada afición a discutir con colegas y profesores.

Y para muestra, un botón: aquí, la historia de cuatro auténticos genios… en la acepción más amplia del término.

Tycho Brahe, el astrónomo a quien la mala leche le costó la nariz

Ser de genio inflamable en ocasiones deja más secuelas que un simple ceño fruncido, una boca torcida o mejillas encarnadas. Bien lo sabía el magnífico astrónomo danés —nació en Knudstrup, que ahora pertenece a Suecia pero que a mediados del siglo XVI formaba parte de Dinamarca— Tycho Brahe. El autor de De Nova Stella y Astronomiae Instauratae Progymnasmata era tan bueno en sus observaciones del firmamento y las estrellas como arrogante en su actitud. Y a la postre eso le costó un cachito de su nariz y muchas oportunidades perdidas.

Al igual que un gran número de eruditos del siglo XVI, Brahe creía en la astrología y acostumbraba a elaborar horóscopos. A finales de octubre de 1566, mientras estaba en Rostock, observó un eclipse lunar que interpretó como una señal de la próxima muerte de Solimán El Magnífico, que por entonces tenía ochenta años. Poco después llegaba la noticia de que el sultán otomano había fallecido. La fama que logró Brahe con su predicción no tardó, sin embargo, en evaporarse cuando se supo que el otomano había muerto en realidad varias semanas antes del eclipse. Se cuenta que meses después, durante una fiesta de Navidad, el aristócrata danés Manderup Parsberg se burló del fallido horóscopo de Brahe. Un desplante intolerable para el volcánico astrónomo. Dos días más tarde volvieron a encontrarse —no está muy claro si se habían retado a un duelo o fue un encontronazo fortuito— y resolvieron sus diferencias a sablazos. Brahe debía de ser mucho peor con la espada que con el compás y la alidada porque durante la pelea recibió un mandoble que le arrancó parte del puente de la nariz. Para tapar aquel desastre tuvo que usar una prótesis de oro y plata y durante el resto de su vida se le pudo ver aplicándose pomada en la zona.

El sablazo de Pasberg no es la única pista sobre el espíritu pirotécnico y bravucón de Brahe. Años después, sus repetidos desplantes a nobles le hicieron perder más de una oportunidad. El más sonado lo protagonizó con el rey Cristián, a quien envió una carta en la que se hacía de rogar y dejaba claro que si el célebre astrónomo se quedaba en Dinamarca, el beneficiado sería el país, no él. Como era de esperar, el monarca le señaló airado la puerta de salida.

Ya al propio Galileo Galilei —para muchos, el primer científico moderno— le llamaban el pendenciero por su enconada afición a discutir con colegas y profesores.

Newton, el genio al que se llevaban los demonios

Si la anécdota de la manzana es cierta lo más probable es que, tras recibir el golpe de la fruta en la cabeza, Newton se liase a patadas contra el árbol. Admitámoslo, por muy genial que fuera, por más inteligente y creativo que se haya mostrado, sir Isaac Newton era un tipo irritable. A lo largo de su carrera tuvo sonadas agarradas con otros grandes científicos como Gottfried Leibniz o Robert Hooke. Buena prueba de su carácter la encontramos precisamente en un intercambio de cartas con Hooke. Tras varios años lanzándose puyas, varios miembros de la Royal Society decidieron intervenir para que ambos próceres hiciesen las paces de forma pública. Robert escribió una carta conciliadora… Isaac le respondió con un texto en apariencia pacificador, pero que terminaba asestando un agrio aguijonazo a su colega, que tenía la espalda deformada. «Si yo he sido capaz de ver más allá es porque me encontraba sentado sobre los hombros de unos Gigantes», le escribió Newton con inquina. No fue su único desplante. Cuando Newton estaba a punto de publicar su celebérrima obra, los Principia, Hooke se quejó de que en el manuscrito su colega no reconocía lo suficiente sus aportaciones en la materia. ¿Cómo reaccionó sir Isaac? Revisó el texto y borró de un plumazo cualquiera mención a Robert.

Aunque sin duda, el mayor encontronazo de Newton fue el que protagonizó con Leibiniz al disputarse la autoría del cálculo infinitesimal, la trifulca más célebre en la historia de la ciencia. Ambos eruditos se enzarzaron en una cruda pelea por demostrar quién había dado antes con una herramienta crucial de las matemáticas. El episodio permitió ver al Newton más beligerante. «Los segundos inventores no tienen derechos», llegó a zanjar el airado británico. La disputa también deja entrever que Leibniz tenía su carácter. Poco después de que se desatase la polémica circuló un escrito de autor desconocido, el Charta Volans, en contra de Newton y que se atribuye al propio Leibniz. El anónimo fue en cualquier caso uno de los primeros choques de una pelea trufada de acusaciones de plagio, celos y la intervención de forofos de ambos bandos en la que no faltaron los insultos.

Por más inteligente y creativo que se haya mostrado, sir Isaac Newton era un tipo irritable.  

Galois, el «enfant terrible» de las matemáticas

Si Tycho Brahe pagó su mala leche con un cacho de nariz, Evariste Galois lo hizo con su vida. El genial y jovencísimo matemático murió en 1832, con poco más de veinte años, en un duelo con pistolas en París al que se lanzó como a los brazos de la muerte. La víspera escribió varias cartas en las que se despedía y se excusaba por ser «víctima de una infame coqueta y sus dos encandilados». La madrugada siguiente al enfrentamiento — el 30 de mayo de 1832—, un transeúnte lo encontró agonizante y lo trasladó al Hospital Cochin, donde perdía la vida un día después. El balazo que Galois recibió en el vientre cortó una carrera que se adivinaba excepcional. Su gran talento le permitió convertirse, con tan solo veintiún años, en una figura fundamental de la historia de las matemáticas y un referente del álgebra.

Sin embargo, un romántico duelo al amanecer no es prueba suficiente para afirmar que Galois tuviese mala leche. Esa faceta de su carácter nos la dejan otros muchos episodios de su atribulada y corta vida. Auténtico rebelde en la Francia del siglo XIX, su actitud volcánica le llevó en varias ocasiones a la cárcel de Sainte-Pélagie. Como estudiante fue tan genial y prolífico como indisciplinado. En 1830, por ejemplo, envió una desafiante carta al director de la École Normale en la que lo tachaba de traidor. El buen profesor pudo darse por contento en cualquier caso. A uno de los miembros del tribunal de la politécnica, el joven había llegado a lanzarle un borrador a la cabeza. Tras ser expulsado de la École Normale, Galois se mudó con su madre, en la capital gala, pero su carácter era tan difícil que incluso ella terminó dándole portazo.

Si Tycho Brahe pagó su mala leche con un cacho de nariz, Evariste Galois lo hizo con su vida.

Frobenius, el «hueso» de la Facultad de Matemáticas de Berlín

Gran matemático, gran cascarrabias. El alemán Ferdinand Georg Frobenius se ganó por méritos propios un lugar destacado en las matemáticas de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Legó importantes aportaciones a las ecuaciones diferenciales y la teoría de representaciones de grupos. Cien años después de su muerte todavía se le recuerda sin embargo por su carácter pirotécnico, que lo convertía a buen seguro en uno de los «huesos» más duros del claustro de la Universidad de Berlín.

Tras una temporada en Zúrich y gracias a la intermediación de su profesor Karl Weierstraß, Frobenius logró un puesto en la institución alemana. Allí, en sus aulas, se convirtió en un referente, pero tampoco dudó en manejarse con una voluntad férrea. De vez en cuando no tenía reparos en dejarse llevar por la cólera o los exabruptos. No hizo buenas migas con sus colegas docentes y siempre aspiró a mantener un nivel lo más alto posible entre sus alumnos. De sus clases salieron grandes nombres, como Edmund Landau o Robert Remark.

Bibliografía

—Gribbin, John. 2003. Historia de la ciencia 1543-2001. Crítica Barcelona.
—Solís Carlos y Sellés Manuel. 2005. Historia de la ciencia. Espasa.
—Enrique R. Aznar: Biografías de algunos matemáticos. Universidad de Granada.

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