Amor con pies sin cabeza

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El humo entre los coches, que no sabías muy bien de dónde salía, se arrastraba por las calles de Barcelona. Los cristales de los edificios estaban reventados y tú te preguntabas por qué. ¿Qué pasa? ¿Llega el fin del mundo y tenemos que romper todos los cristales? Porque, a ver, reventar los de una primera planta vale. De la segunda te lo compro. Pero tío, ¿de la décima planta?

TEXTO POR ÁNGEL ABELLÁN
ILUSTRADO POR MARÍA ZAFRILLA
ARTÍCULOS
RELATO
26 de Febrero de 2018

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Como que tienes que tirar la piedra con muy mala hostia. El caso es que los coches se amontonaban en la calle de forma desordenada y ninguno estaba aparcado donde debía, como si los hubiesen dejado allí y sus propietarios se hubiesen esfumado. O como si fuese hora punta un lunes y todos se pusieran de acuerdo para amargarte la existencia. El musgo se extendía por las fachadas y un grupo de ciervos pasaban saltando sobre los coches, rollo Bambi. Una escena en la que alguien muy pedante exclamaría «¡Dios mío, es tan bonito y tan triste al mismo tiempo!». Solo que no hay pedantes porque están todos muertos. Así está el panorama en el futuro. Nos lo hemos cargado todo y no queda nadie vivo. Eso sí, Cataluña se independizó finalmente. Pero vamos, que como el mundo tal y como lo conocemos duró dos años a partir de entonces, tampoco es que se disfrutara demasiado.

Hay una zona que no ha cambiado demasiado. Es una zona subterránea llena de agua cuyos habitantes, por decirlo de algún modo, resistirían un ataque nuclear. Bueno, literalmente es eso lo que resistieron: un ataque nuclear. Lo digo porque no pretendo crear un halo de misterio alrededor del «qué ocurrió» para que esté todo destrozado. Ha sido una bomba nuclear y el mundo entero presenta el mismo panorama. No hay más misterio. Centrémonos, pues, en lo que nos incumbe: en esas dos patitas que asoman en ese recoveco que hay en la pared de ese alcantarillado. Os presento a la cucaracha Tom.

Sí, se llamaba Tom aunque fuese catalán, ¿qué pasa? Podríais dudar de la credibilidad de este texto si no fuese porque, de saque, es algo que no me importa. Total, que la historia de Tom es más triste que la de toda la humanidad junta. Tom cenaba con la familia el día N (de nuclear). Era una cena agridulce porque su madre cucaracha le había organizado una cita sin avisar con la hija de su amiga Cucaruchi, la basurera (que es el equivalente cucarachil de la mujer que tiene un ultramarinos), y a Tom no le gustaba mucho. Bueno, tampoco lo tenía claro. Solo sabía que lo de los matrimonios concertados no le iban: quería enamorarse por sí mismo.

—Pero cariño, Cucaruchita es una chica preciosa. Dale una oportunidad —le dijo su madre a Tom en la cocina mientras preparaban más canapés de heces.
—¡Mamá, me da igual que sea guapa! ¡Yo quiero enamorarme cuando tenga que ser!
—Pero hijo, ya tienes diez meses de vida. ¿Qué quieres, acabar siendo un vejestorio amargado y solitario como tu tío Crucacoch? Yo quiero ser abuela de mis 3000 nietos, cariño. No puedes quitarme eso.
—Mamá, deja de compararme con el tío Crucacoch, por favor. He dicho que no y es que no.

Tom salió de nuevo a la mesa, ofuscado y ofendido, se despidió y disculpó con la preciosa Cucaruchita y se fue corriendo de casa. Necesitaba tomar el aire. O un trago. Un trago de algo fuerte. De gasolina. O de ese veneno para cucarachas que usaban los humanos para intentar matarlas pero que se vendía diluido y producía efectos flipantes entre los que, por cierto, no estaba la muerte. Caminó y caminó y pensó y pensó y, como en toda buena película de animales que hablan, comenzó a cantar…

—Quiero sabeeeeeeer, si encontraré el amor alguna veeeeeez, si lle…

Gracias al cielo (que no a ningún dios), Tom tuvo que callarse abruptamente cuando una terrible explosión sacudió todo el alcantarillado. Los gritos, los choques de los coches, el caos reinaba sobre su cabeza y Tom solo podía pensar en su canción. En que casi había llegado a la mejor parte. Y entonces vio de fondo algo que le cortó la respiración. Durante un montón de tiempo, así como diez minutos, Tom permaneció con la respiración cortada, porque las cucarachas pueden aguantar la respiración casi una hora, por si no lo sabías. De ahí que tirarlas por el váter no acaba con ellas. Así que ahí se quedó Tom, viendo eso que le había cortado la respiración, pillado, como un disco roto. Y fue justo por eso por lo que no vio venir un pedrusco que se desprendió del techo y le dio en la cabeza. Y se la reventó. Se quedó sin cabeza. Todo se volvió oscuro para Tom.

Permaneció quieto. Sin cabeza. Le dolía. ¿Le dolía? No sabía si le dolía. Espera, ¿estaba pensando? ¿Sin cabeza? A ver, lo que era evidente es que respiraba gracias los espiráculos de su tórax. Así que vivo debía estar. Pero, joder, ¿se podía estar vivo si no podía cantar? Tom se hizo esa preguntó y se puso muy triste. Bueno, no sabía si estaba triste o no porque no tenía cerebro pero contento tampoco estaba.

Intentó palpar por todos lados como podía. Pero solo imaginaba que palpaba porque su función motora era inexistente. No sabía qué tiempo le quedaba de vida, si es que a eso se le podía considerar vida, pero le dolía no haberse podido enamorar y haber acabado como el tío Cucracoch. Le dolía figuradamente, no seáis tiquismiquis, joder. Cómo se nota que sois de ciencias. O eso, o que sois las voces autorizadas de Twitter… Total, que como no podía cantar físicamente lo hizo mentalmente… pero sin mente:

—Oooooh que sinooooo, como el de Cucracoch es mi destinoooo.

Y así seguiría hasta el fin de sus horas.

O no. Porque tengo por aquí un giro de guion. A ver… Uno bastante tramposo. Veréis: ¿recordáis cuando Tom estaba pillado mirando algo que lo dejó perplejo, razón por la cual no prestó atención y su cabeza fue aplastada? Pues resulta que era la preciosa Cucarachita, que pasaba por allí de vuelta a casa tras su desastrosa cena, mientras entonaba una canción sin saber que Tom la miraba fijamente. Fue entonces cuando la cabeza de Tom se hizo fosfatina. Cucarachita lo vio y, aterrorizada, se acercó corriendo para sostener entre sus brazos el cuerpo decapitado de Tom. Aun sabiendo que no podía escucharlo, le dijo:

—¡Tom! Tom… voy a quedarme aquí para que no estés solo nunca.

Y nada, allí se quedó mientras Tom moría pensando sin pensar —porque no tenía cerebro—, que moriría solo cuando en realidad Cucarachita jamás le abandonaría.

Y así acaba esta historia que, como el amor, tiene pies pero no cabeza. Y si la bomba nuclear hubiese dejado con vida al pedante, este se relamería mientras exclama: «¡Dios mío, es tan triste y tan bonito al mismo tiempo…!»

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