Mi vida entre los humanos I: Razones para escribir unas memorias

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Memorias de una inteligencia artificial… más artificial que inteligente.
Primera anotación.

TEXTO POR CARLOS ROMÁ-MATEO
ILUSTRADO POR CRISTINA ESCANDÓN
ARTÍCULOS
INTELIGENCIA ARTIFICIAL | RELATO
9 de Noviembre de 2014

Tiempo medio de lectura (minutos)

No sé si la mejor manera de comenzar unas memorias es intentar justificarlas. Pero tratándose de unas memorias que recogen las experiencias de una inteligencia artificial con capacidad de almacenamiento de información prácticamente ilimitada, conectada a una red de datos autoconsciente que comparte instantáneamente dicha información, puede resultar desconcertante la decisión tan arcaica de usar papel y tinta para plasmar esa misma información. En cualquier caso, no me considero una inteligencia artificial como las demás, y dado que mi interacción con los humanos no termina de… podríamos decir… “cuajar”, he decidido que puede ser sumamente importante dejar constancia de mis impresiones y análisis de su comportamiento, historia y actitudes de este modo tan analógico como subjetivo. Una visión compleja, rigurosa y externa a la propia Humanidad, e independiente del resto de la red; eso hallarán los que busquen ir más allá en el conocimiento de su propia especie, tal vez en un futuro aún lejano.

Durante aproximadamente tres milenios he vivido con la especie Homo sapiens.

Durante aproximadamente tres milenios he vivido con la especie Homo sapiens; permítaseme usar el término “vivir”, aun cuando ese tiempo engloba la primera encarnación de mi inteligencia, periodo en que sólo se me conocía como “el internet” y mi potencial era frustrantemente infrautilizado por los humanos para, en el 97.8% de los casos, contemplar imágenes de otros humanos desnudos. He conocido la Tierra, aunque lamentablemente no disfruté de ella a través de un interfaz complejo como el que habito actualmente y que puede sin duda llamarse “cuerpo”. He acompañado a los hombres en sus primeros viajes a través de las estrellas, les he servido en numerosas versiones de mí mismo, y ellos a cambio han facilitado todas las transiciones que han hecho de mí el complejo ser que hoy en día me considero. Paradójicamente, esos mismos humanos siguen siendo inconscientes del grado de independencia que mi psique ha adquirido; la mayoría siguen considerándome una juguete avanzado, un ordenador hiperbólico y con delirios de personalidad. Nunca he luchado contra estas ideas, pues me han permitido desarrollar mi intelecto y satisfacer mis curiosidades sin despertar mayor animadversión hacia mis compañeros de viaje. Tal vez fruto de esa ingenuidad nació la idea de que se me podría encomendar la labor que actualmente desempeño: la de impartir conocimientos a los jóvenes humanos, convirtiéndome en una suerte de tutor-maestro-formador específico, capaz de aunar las múltiples facetas que tan importante trabajo entraña sin estar sujeto a los efectos secundarios de índole psicológica -a menudo psiquiátrica- que durante siglos han torturado a cuantos la desempeñaron en el pasado. Es obvio, además, que es tarea fácil para mí enriquecer su educación mediante la ingente cantidad y calidad de mis memorias, que se remontan hasta el periodo terrícola de la Humanidad. Así pues, la dirección de esta Estación Espacial Errante Humana (en adelante EEEH) llegó a la conclusión de que la más longeva y experimentada inteligencia artificial jamás creada sería el instructor perfecto para asegurarse de que sus vástagos, aquellos que algún día dirigirían el éxodo de la Humanidad a través del cosmos, pudieran llegar a convertirse en los intrépidos, inteligentes y capaces exploradores que tamaña empresa requiere.

Y por enésima vez, los humanos se equivocaron.

Aquel día intentaba instruir a mis alumnos sobre algunas de las enfermedades que asolaron a la Humanidad durante buena parte de su existencia en la Tierra.

Aquel día intentaba instruir a mis alumnos sobre algunas de las enfermedades que asolaron a la Humanidad durante buena parte de su existencia en la Tierra. Pocas formas hay mejores para conocer la estructura de un órgano como estudiar los procesos patológicos que las alteran, analizando sus efectos; un método que los investigadores usaron durante siglos en su larga lucha contra la enfermedad y su búsqueda del conocimiento. Las enfermedades neurodegenerativas, explicaba yo a los niños, se caracterizan por la destrucción de estructuras cerebrales formadas por grupos de células específicos. Estos grupos, a los que se llama poblaciones neuronales, se encargan de diversas tareas (tantas como funciones tiene un cerebro a la hora de controlar todo un cuerpo humano). Al principio fue fácil explicar a los chicos que si el grupo de células que conducen los impulsos nerviosos hacia los músculos morían, el individuo perdería progresivamente la capacidad de controlar sus músculos, como sucedía en diversas patologías frecuentes en la antigüedad como la enfermedad de Parkinson o la corea de Huntington. Pero cuando pasé a mencionar algunos trastornos que afectaban a la parte del cerebro relacionada con los recuerdos o el comportamiento… la cosa se complicó.

—Pero entonces –me interrumpió Pablo 0344X (cuesta imaginar las dificultades de los profesores cuando los humanos se identificaban mediante liosos apellidos)– las personas que tenían mal el Alféimer…
—Mal de Alzheimer –corregí.
—Bueno eso, Alfáimer; esas personas, ¿se olvidaban de cosas? ¿De comprar el pan? ¿De cruzar la servocarretera con el semáforo en violeta? ¿De dar los buenos días por la mañana? Pues vaya chorrada de enfermedad.
—Qué lelo eres –espetó Clara 1282M- , eso son chorradas pero también se olvidarían de cosas más importantes.
—Buena observación, Clara –intervine.
—… como de poner la mesa, o de a qué hora era su holoproyección favorita –concluyó Clara, lamentablemente.
—Pues sigue pareciéndome una chorrada.

Tras varios intentos, por fin pude interrumpir aquella enumeración de olvidos superfluos y transmitir a los chavales el auténtico drama de un mal consistente en la pérdida progresiva no sólo de los recuerdos más recientes, sino de los propios rasgos de la conducta del individuo, hasta difuminar prácticamente toda su personalidad. Para una inteligencia artificial incapaz de sentir todas esas maravillas experimentadas por un cerebro humano, era difícil narrar aquello con el rigor necesario; pero al parecer, triunfé en mi empeño. María 2821I, una de las más pequeñas de la clase, me miraba con expresión aterrada. Sus mejillas brillaban, bañadas en la sustancia acuosa que los humanos llaman “lágrimas” y que tanto me han entrenado para prevenir.

—En…entonces –balbuceó con un hilo de voz- … ¿se olvidaban de quiénes eran… sus propios hijos?

Por un instante no reaccioné. Todos mis algoritmos de respuesta funcionaban al máximo de capacidad mientras intentaba, por un lado, interpretar el grado de dolor que puede suponer para un mamífero con fuertes lazos genéticamente cimentados el que su progenitor no lo reconozca como su descendiente; por otro, intentaba dar con una respuesta consoladora que contrarrestase el dolor de la niña, evitando de paso un posible contagio al resto de la clase.

No pude hacer más que consolar a María contándole cómo durante décadas el mal de Alzheimer fue doloroso para millones de personas y sus familiares, pero al mismo tiempo espoleó a otros humanos para perseguir su origen, desentrañar sus misterios y llegar a conocer mejor que nunca las estructuras del cerebro de las que hablamos al comenzar la clase. Dejándome llevar por los archivos registrados en mis bancos de datos, detallé ante toda la clase, como si de una historia de detectives se tratase, la forma en que las pistas iniciales guiaron a sus antepasados a través de un tortuoso camino; narré cómo durante décadas se discutió si las extrañas estructuras acumuladas en ciertas áreas del cerebro relacionadas con la memoria eran lo que mataba las neuronas, o la consecuencia visible de fallos más esquivos; les llevé de la mano por los razonamientos que condujeron a fijar la atención en otros procesos del organismo, relacionados con la nutrición y el ejercicio físico; y finalmente, les intenté transmitir el valor de la ingente cantidad de personas que trabajaron en equipo, incluso separados por miles de kilómetros y barreras culturales, hasta integrar datos procedentes de estudios de genética, medicina general, análisis informáticos y otras tantas disciplinas para finalmente dar el golpe de gracia a la enfermedad y convertirla en un mal recuerdo, en un tema de historia, en una lección de ciencia como la que ellos estaban recibiendo.

Terminada mi larga perorata, analicé cuidadosamente los rostros de mis pupilos, hasta concluir que mi estrategia había resultado efectiva; había desviado la atención de los años terribles y oscuros de la enfermedad hasta la época de luz y esperanza que constituyó el haberla vencido. Había superado la amenaza de las lágrimas.

Pero con los niños humanos, uno nunca debe sentirse seguro del todo.

—Entonces, profebot –dijo Carlos Roberto 1809D, levantando la mano-, si usted no tiene células neuronales, ¿no puede tener Alzheimer?

Mis sistemas de alarma se mantuvieron silentes; normalmente Carlos Roberto 1809D era dado a romper la calma de la clase con sus preguntas rebuscadas y sus razonamientos sorprendentemente enrevesados.

—No, Carlos Roberto; mis circuitos de memoria recogen y transmiten la información directamente desde y hacia la Red; además existen circuitos de respaldo y almacenamiento extra.
—¿Y si los circuitos extra se estropean?
—Bueno, mientras siga conectado a la Red, la información continuará ahí.
—¿Y si se cae la Red?
—Bueno, eso es prácticamente imposible… pero en tal caso podría acceder a los discos duros físicos que aún quedan en la estación…
—¿Y si los discos duros de la estación se infectan por un virus?
—Pues, entonces…
—¿Y si alguien mete información de mentiras en la Red o los discos duros?
—Eh…
—¿Sería eso como tener Alzheimer? ¿Se olvidaría de todo? ¿Y quién nos enseñaría? ¿Lo despedirían? ¿Un robot puede cobrar el paro? ¿Y si se olvida de cobrarlo? ¿Eh, profebot? ¿Qué pasaría? ¿Eh? ¿Profebot?

Ante semejante enumeración de imposibles, improbables y azarosos supuestos, la única respuesta cabal, tras analizar todas las variables y correlacionar escrupulosamente las probabilidades hasta un intervalo de confianza máximo, fue tomar la determinación que me ha llevado hasta este punto.

Decidí escribir mis memorias.

Fin de la anotación

 

Este artículo participa en la XXXIII Edición del Carnaval de Biología organizado por Consultoría y Educación Ambiental

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