Oda al pensamiento: primer movimiento

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Abrí los ojos para ver una habitación que no era la mía. Me encontraba en una cama de sábanas blancas que desprendían un ligero olor a lejía y que no eran las mías. Unas cortinas, también blancas, me impedían ver que había más allá. Me sentía extraño. Lo último que recordaba era estar en la playa con mis amigos del equipo de Lacrosse. Habíamos ido a pasar los primeros días de verano a Carolina del Norte para celebrar el fin de nuestro primer año de universidad. Nos bañábamos no muy lejos de la orilla y jugábamos a sortear las olas por debajo del agua.

TEXTO POR ORIOL PAVÓN
ILUSTRADO POR ROCA MADOUR
ARTÍCULOS
NEUROCIENCIAS
15 de Junio de 2017

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Pero algo había ido mal. Una de esas olas me había arrastrado y empujado contra el banco de arena, y mis amigos habían tenido que sacarme del agua. Recuerdo que el miedo inundaba sus ojos mientras me sacaban. Volví al presente y me fijé en un tubo que salía de mi brazo izquierdo e iba a parar a una bolsa colgante llena de líquido transparente. «¿Estoy en un hospital?». Me pareció que una aguja desaparecía dentro de mi antebrazo, pero no sentía nada. Tenía pánico a las agujas, y todavía más si desaparecían en mi brazo. El impulso de sacar esa aguja se apoderó de mí, pero mi mano no se movió. Empecé a respirar agitadamente, luchando por levantar mi mano y arrancarme ese trozo de metal. «Muévete. Muévete, ¡maldita sea!». Pero lo único que conseguía era un patético espasmo de mi hombro. Entonces oí que alguien abría la puerta de la habitación y unos instantes después una mujer de pelo negro con bata blanca se paró delante de mi cama.

—Buenas tardes Ian, soy la doctora Brenner. ¿Cómo te encuentras?

Un sinfín de preguntas revoloteaban por mi cabeza. «¿Qué hago en un hospital? ¿Por qué tengo una aguja clavada en el brazo? ¿Por qué no puedo mover las manos? ¿Qué me ocurre? ¿Dónde están mis amigos?». Pero ninguna de ellas consiguió romper la tensión superficial de mis labios y mi única reacción fue fruncir el ceño, descolocado.

—Imagino que debes tener muchas preguntas, Ian, e intentaré responder todas las que pueda. Pero antes… Bueno, deberías saber que tus padres están fuera esperando, ¿quieres que los haga entrar?

 Me miraba a los ojos mientras sus palabras fluían hacia mí con un tono tranquilizador. «¿Mis padres? ¿Qué hacen aquí? Deberían estar en Ohio, no en Carolina del Norte». Arrugué todavía más el entrecejo, confundido, pero asentí lentamente. La doctora desapareció detrás de las cortinas y oí la puerta abrirse una vez más, para luego volverse a cerrar. El instante en el que la doctora regresó con mis padres y vi en ellos el mismo miedo que había visto en los ojos de mis amigos es el instante en el que mi vida cambió para siempre. Lo que pasó después todavía ahora me parece una sucesión sin sentido de instantáneas desordenadas. Solo con el tiempo y la ayuda de mis padres y amigos fui capaz de ponerlas en el orden correcto y aceptar la horrible verdad de lo que me había pasado. Al ser arrastrado contra la arena, toda la fuerza de la ola quedó concentrada en mi cuello y cabeza, y la posición y dirección del impacto provocaron una compresión de mi médula espinal a nivel cervical, en la vértebra C5. Las señales que salían de mi cerebro destinadas a mover mis extremidades se perdían para siempre al llegar al punto de esa lesión. Me dijeron que con rehabilitación y la terapia adecuada podría llegar a recuperar un poco de movilidad en mis brazos, y que con el tiempo llegaría el día en el que la ciencia y la ingeniería habrían avanzado lo suficiente como para revertir mi situación. Pero la cruda realidad era que nadie sabía cuándo o si ese día llegaría. La cruda realidad era que el accidente me había dejado tetrapléjico y que desde ese fatídico instante no podría volver a sentir ni mover nada por debajo de mis hombros.

* * *

Abrí los ojos para ver que seguía en la misma habitación, una habitación que no era la mía. El ligero olor a lejía me recordó que las sábanas blancas no eran las mías. Las cortinas seguían siendo blancas. Había poca luz, y el único ruido era el silencio. Un silencio pesado. Un silencio que impregnaba todo lo que había en esas cuatro paredes. Si alguien hubiese aguantado en ese silencio el tiempo suficiente, quizá se habría dado cuenta de que dentro de ese silencio había otro silencio. Un silencio ahogado. Un silencio inmóvil. Un silencio mío. Mis ojos se posaron sobre mis manos, primero en la derecha, y seguidamente en la izquierda. Me quedé mirando la mano izquierda. «Muévete». Pero la mano no se movió. Volví a la mano derecha, suplicando. «Muévete». Pero tampoco se movió. «¡Muévete, joder!». Pero era como si mi propia mano no me entendiera. Posé los ojos en mis pies. «¡Moveos! ¡Moveos, maldita sea!» Pero los pies no se movieron. Fue entonces cuando algo se rompió, muy dentro de mí, y todo lo que había intentado contener escapó de mi control y salió fuera. Y fue entonces, mientras las primeras lágrimas abrían camino, cuando ese torrente que fluía sin parar me arrancó un grito y se llevó un pedazo de mi ser. Y fue entonces, y solo entonces, cuando ese grito rompió primero un silencio, y después el otro.

* * *

Habían pasado tres años desde que la doctora me dijo que sería tetrapléjico el resto de mi vida. Desde entonces, cada día había sido una lucha constante. El primer año fue el peor, tuve que volver a aprenderlo todo. Fueron muchos meses de rehabilitación y frustración. Pero poco a poco te adaptas, y lo que al principio parecía imposible se convierte lentamente en difícil. La silla de ruedas supuso una gran mejora. La verdad es que se pueden hacer muchas cosas desde una silla de ruedas. Con el poco movimiento que quedaba en mis brazos podía mover un joystick, una pequeña palanca que me permitía dirigir la silla motorizada hacia donde quisiera. Volver a ser capaz de moverme de un sitio a otro sin depender de nadie era como una bocanada de aire fresco. Pero la realidad era que cuando cerraba los ojos para dormir, al abrirlos de nuevo en un sueño volvía a ser capaz de levantarme y andar. Así que cuando volvimos a Ohio, cada vez que iba a rehabilitación preguntaba a los doctores que me trataban si sabían de alguien que estuviera trabajando en algún tratamiento experimental. Yo insistía en que si algún día daban con algo que pudiera devolverme aunque que fuese un poco de ese movimiento que había perdido, yo me ofrecería voluntario para participar en el estudio.

Y finalmente ese día llegó. Un equipo de científicos había desarrollado una tecnología capaz de hacer lo que mi médula espinal ya no podía hacer: entender las señales de mi cerebro y hacerlas llegar a los músculos de mi antebrazo. Si funcionaba, podría volver a mover mi mano. Y allí estaba, volviendo a casa después de reunirme con Chad y su equipo de ingenieros e investigadores de Battelle y la Universidad de Ohio. Me lo habían explicado decenas de veces, y se habían asegurado de que entendía cada paso del largo camino que me ofrecían recorrer. Primero deberían hacerme escáneres en el cerebro mediante resonancia magnética funcional mientras yo pensaba en hacer una serie de movimientos con mi mano. Esos escáneres servirían para identificar con precisión el área de mi cerebro que se encargaba de generar las señales para mover los músculos de mi mano, las mismas señales que hacía años que no llegaban a ninguna parte. El siguiente paso era el más peligroso: consistía en hacerme un agujero en la cabeza e instalarme un chip con 96 electrodos minúsculos en esa misma área. Era una operación muy delicada, y debían asegurarse de instalar el chip en el área correcta sin tocar ninguna arteria. El más mínimo error podría dejarme peor de lo que estaba. Una vez implantados, esos electrodos se encargarían de escuchar y grabar las señales generadas por mi cerebro y enviarlas a un ordenador que iría conectado directamente en mi cabeza. Iban a instalarme un enchufe en la cabeza, e iban a usarlo para conectarme a un ordenador. Me parecía irreal.

Bouton, C. et al. (2016). Restoring cortical control of functional movement in a human with quadriplegia. Nature

Pero todo esto no sería más que el calentamiento. Una vez recuperado de la operación empezaría el partido de verdad. Sería como volver al equipo de Lacrosse. Cada semana tendría hasta tres sesiones de entrenamiento. Al llegar me pondrían una serie de pulseras llenas de electrodos en el antebrazo y me conectarían al ordenador. Yo tendría que mirar una pantalla, donde una mano digital haría diferentes movimientos. Entonces tendría que concentrarme en pensar en esos movimientos. El chip en mi cabeza enviaría las señales que mi cerebro generaba al ordenador, y el ordenador tendría que aprender a descifrarlas y asociarlas con el movimiento que representaban. Y así una y otra vez. Yo aprendiendo a pensar los movimientos en vez de hacerlos, y el ordenador aprendiendo a interpretar mis pensamientos. Y así durante meses. Y si al final de ese largo camino todo había salido bien, el ordenador sería capaz de entender las señales de mi cerebro, traducirlas y enviarlas a los electrodos de mi antebrazo, que generarían pequeñas descargas eléctricas para activar los músculos en el orden correcto para mover mi mano.

Era una locura y no sería un camino de rosas. Una parte de mi familia creía que era una pérdida de tiempo: la operación podía ir mal, la recuperación podía ir mal y aunque todo saliera perfecto, quizá no serviría de nada. Al final del camino lo más probable era que todo eso no me beneficiaría en nada. Pero debía intentarlo. Si todo ese trabajo podía ayudar a alguien a recuperar un poco de la independencia que perdieron, sería algo enorme. Si esa locura me proporcionaba una oportunidad, por muy pequeña que fuera, de volver a mover mis manos, debía intentarlo. Lo que más miedo me daba era la operación: que me abrieran el cráneo y que pusieran un chip en mi cerebro. Pero después de conocer a todo el equipo sabía que iban a cuidar de mí. Estaba en buenas manos. Cuando llegué a casa y vi a mis padres sonreír, ya había tomado una decisión. Y por alguna razón supe que era la decisión correcta. Lo iba a intentar, costara lo que costara. 

* * *

Me dijeron que todo estaba listo. Mi brazo derecho reposaba en el cojín verde, y esas ocho extrañas pulseras llenas de electrodos circulares apretaban mi antebrazo. Bueno, o eso suponía, puesto que no sentía presión alguna. La palma de mi flácida mano miraba hacia el techo de la habitación. De cada una de las pulseras que rodeaban mi antebrazo salía un cable, que a su vez provenía de una caja conectada al ordenador. Moví la cabeza lentamente hacia la izquierda, observando los científicos y doctores que me habían acompañado durante meses, desde los primeros escáneres y la operación, pasando por las infinitas sesiones de calibración, hasta el día de hoy. Parecían expectantes y tan o más nerviosos que yo. Uno se removía inquieto en su silla, mientras que otro cambiaba continuamente el peso de una pierna a la otra. Yo en su situación me estaría mordiendo las uñas, pero hacía ya años que no podía. Al mover la cabeza, noté el peso del conector enchufado en mi cráneo y el movimiento del cable que salía de él, siguiendo el de mi cabeza. Estaba literalmente conectado al ordenador. Lo había experimentado decenas de veces, pero me seguía pareciendo irreal. Mi mirada se cruzó con la de Chad, una de las mentes que había hecho posible este bypass nervioso, y le sonreí.

—Cuando quieras, Ian—, dijo Chad, sonriéndome también.

Mi cabeza trazó un arco hacia la derecha, y mis ojos se fijaron una vez más en las cámaras que había hoy allí, en los técnicos que las controlaban y en los periodistas que tomaban notas. Finalmente, mis ojos se posaron en mis padres, que sin necesidad de palabras me transmitían su eterno apoyo. «Pase lo que pase, será un pasito más. Pase lo que pase, habremos avanzado». Entonces asentí y volví mi cabeza hacia la pantalla del ordenador, donde una mano digitalizada repetía una y otra vez el movimiento en el que yo tenía que pensar: levantar la mano. Dejé mi mente en blanco y me concentré únicamente en ese movimiento. Una sensación de vacío se apoderó de mi estómago, como si hubiera vuelto a la antesala de mi primer partido de Lacrosse. Aparté los ojos de la pantalla y miré mi mano con la fuerza de un solo pensamiento.

«Muévete».

Y la mano se movió. 

Para saber más

Este texto es una interpretación libre y personal de la historia de Ian Burkhart. Si queréis saber más, a continuación tenéis un pequeño listado de notas de prensa junto con el artículo original del estudio en el que Ian tomó parte como participante:

—Bouton, C. (2014). Reconnecting a paralyzed man’s brain to his body through technology | TEDxColumbus. [online] YouTube.
—Bouton, C., Shaikhouni, A., Annetta, N., Bockbrader, M., Friedenberg, D., Nielson, D., Sharma, G., Sederberg, P., Glenn, B., Mysiw, W., Morgan, A., Deogaonkar, M. and Rezai, A. (2016). Restoring cortical control of functional movement in a human with quadriplegia. Nature, 533(7602), pp.247-250.
—Carey, B. (2016). Chip, Implanted in Brain, Helps Paralyzed Man Regain Control of HandThe New York Times.
—Geddes, L. (2016). First paralysed person to be 'reanimated' offers neuroscience insights. Nature.
—Sample, I. (2016). Brain implant helps paralysed man regain partial control of his handThe Guardian.

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