—Eric, tenemos una fuga. Se ha puesto todo perdido —se lamentó Agnès señalando las viejas tablas del techo del trastero.
—La verdad, no es que me extrañe. De todas formas, aquí solo están los trastos de mi abuelo. Aprovecharemos para limpiar y tirarlo todo.
—Seguramente el techo tiene una fuga —observó Agnès— y con las lluvias de esta semana se está filtrando. ¡Mira cómo está todo!
—Estos dichosos trasteros —maldijo Eric—. Son tan viejos que no sé cómo siguen en pie. Quizás metiendo esta tabla en el techo…
Al tocar la madera, esta se desprendió con enorme facilidad dejando al descubierto un pequeño agujero. Suficiente para dejar ver que allí arriba un hueco más grande.
—Es un falso techo —dijo Agnès—. ¿Tú sabías algo?
Eric negó con la cabeza.
—Debió construirlo mi abuelo, pero jamás nos dijo nada. Creo que ni mi padre lo sabía.
Eric quitó con cuidado otra de las tablas, suficiente para meter la cabeza por el hueco húmedo. Encendió la iluminación de su teléfono móvil y apuntó en varias direcciones. Se detuvo al apuntar al fondo. Un bulto rectangular llamó su atención.
—Agnès, llama a tu hermano. Tengo un presentimiento. Creo que hemos encontrado algo.
Siempre me han fascinado las noticias que nos llegan, de cuando en cuando, en las que envueltos en un montón de mantas viejas aparecen cuadros de artistas de talla mundial olvidados, perdidos, en algún rincón, para sorpresa de los propietarios. Sorpresa que no hace más que aumentar cuando conocen las valoraciones económicas —que en algunos casos superan las siete cifras— y hacen que estos se froten las manos ante la próxima subasta. Al final de algo sirvió guardar los trastos del abuelo. Este es el caso real de la obra encontrada en 2004 en un trastero de París (aunque la historia de cómo pudo suceder ha sido inventada) Judith decapitando a Holofernes, atribuida a Caravaggio. Y no es la única.
Pero antes de pasar a las pujas, no hay casa de subastas que se precie que no someta a todas y cada una de las obras a un concienzudo examen con el que evaluar su autenticidad. Aunque hoy en día la tecnología proporciona herramientas que facilitan esta labor, este tipo de análisis se realizan desde hace muchos años. Y es que llegar a vender por cientos de miles de euros algo que no vale nada es un negocio muy lucrativo.
Detectar las falsificaciones va más allá de conocer y analizar en profundidad la firma o el estilo del cuadro —factores que un artista con la destreza suficiente podría imitar de manera convincente— sino que además hay que tener en cuenta otros muchos factores como podrían ser la pátina que el implacable paso del tiempo deja tanto en el frontal como en la trasera del cuadro o la existencia de elementos discordantes con la época de la que en teoría data el cuadro, como bastidores y lienzos fabricados con técnicas de épocas más recientes.
Sin duda, uno de los elementos clave que mejor identifica una obra es la pintura empleada para su creación. Si cualquiera de los que leemos estas líneas hoy decidiéramos despertar nuestra vocación no dudaríamos en que la pintura será algo que sacaremos cómodamente de un tubo y colocaremos con estilo en nuestra paleta, sin ni siquiera imaginar que hasta aproximadamente la primera mitad del siglo XIX los artistas debían componer sus propias pinturas a partir de un pigmento y un aglutinante. El pigmento es el color propiamente dicho, pero es mucho más que eso, ya que cada uno tiene sus propias características físicas que definen su textura y opacidad, mientras que el aglutinante o medio es el vehículo que ayudará a fijar estos pigmentos a la superficie donde se realice la obra. Un ejemplo que seguro que conoces es el de la pintura al óleo, donde los pigmentos se mezclan con aceites de manera que se crea una pasta densa que es fácil de aplicar con brocha, se adhiere fácilmente a casi cualquier superficie y no se ve significativamente alterada con el tiempo —las tres propiedades que debe tener una buena pintura—. Por esto, preparar las pinturas es un arte en sí mismo capaz de identificar de forma casi unívoca al autor de las mismas.
Y fue el interés por conocer más sobre como se combinaban los aglutinantes y pigmentos para formar pinturas que dieran vida y color a las obras de arte lo que llevó a Edward W. Forbes a comenzar lo que más tarde se conocería como la Forbes Pigment Collection: una colección de pigmentos recolectados durante la primera mitad del siglo XX con más de 3000 ejemplares. Gran parte de estos pigmentos los recogió el propio Forbes en sus viajes a Europa y Asia, pero también contribuyeron numerosos expertos y artistas que una vez conocían el proyecto donaron los pigmentos que usaban en su trabajo.
Forbes fue director del Fogg Art Museum en la Universidad de Harvard entre los años 1909 y 1944. Durante esta etapa fundó lo que más tarde se conocería como el Centro Straus para la Conservación y Estudios Técnicos, todo un laboratorio de bellas artes, donde comenzó a considerar la conservación de obras de arte como una ciencia y fue pionero en el uso de rayos X y estudio de los pigmentos para, además de conseguir determinar la autenticidad de una obra, determinar cual era la mejor forma de conservación de la misma. Por todo ello, Forbes es considerado el padre de la conservación de obras de arte en Estados Unidos.
El Centro Straus no es un laboratorio al uso donde todo pasa en el más absoluto secreto ya que se puede visitar. Además de poder admirar las grandes vitrinas expositoras que utilizan para guardar los miles de coloridos frascos y viales con pigmentos que forman la colección, también podremos ver como los conservadores y científicos desarrollan su trabajo sobre las obras de arte que requieren de sus servicios.
En las vitrinas podemos encontrar desde frascos de un azul intenso extraído de lapislázuli proveniente de Afganistán hasta púrpuras obtenidos a partir de las secreciones de caracoles marinos, pasando por marrones obtenidos a partir de momias egipcias. Incluso muchos de los pigmentos son tóxicos en diferente medida, como un verde esmeralda que usaba el propio Vincent van Gogh o amarillos y naranjas obtenidos a partir de sulfuros arsénicos. Y es que para muchos artistas la clave era encontrar el color exacto, incluso por encima de su propia salud.
Tal es la utilidad de la colección que aunque el núcleo se encuentra en los fondos del Centro Straus, desde sus inicios se ha compartido con numerosas instituciones para poder emplearla en diferentes investigaciones. Si no puedes acudir a Harvard para visitar las coloridas vitrinas, siempre podremos consultar la base de datos de materiales CAMEO, donde encontraremos —clasificado por colores— la descripción y análisis de cada uno de los pigmentos que forman la colección.
Si has tenido la fortuna de visitar el Centro Straus, no dudes en dejarnos un comentario contando tu opinión o dejarnos una foto para nuestro propio goce y disfrute.
Gracias a Forbes no solo los expertos podrán distinguir entre aquellas obras auténticas y sus imitaciones sino que podremos disfrutar de un viaje por el tiempo, conocer a los autores a través de sus colores y la búsqueda del matiz perfecto con el que sorprendernos y emocionarnos.
—The Anatomy of Paint: Pigment and Binder. Essentialvermeer.com
—How To Spot A Fake. Forbes.com
—A wall of color, a window to the past. Harvard Gazette.
—Forbes pigment database. Museum of Fine Arts Boston.
—Science Of Art Conservation In U.S. Began With One Man's Collection Of Colors At Harvard. Wbur.com
—Straus Center for Conservation and Technical Studies. Harvard Art Museums
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