17 Diciembre
Antes de que Willard Frank Libby formulara su idea, los arqueólogos sabían cómo excavar el pasado, pero no cómo fecharlo con precisión. Tenían estratos, cronologías relativas, intuiciones basadas en el estilo de una vasija o la profundidad de un sepulcro. Pero faltaba algo esencial: un método objetivo, un reloj escondido en la propia materia.
Libby fue el químico que descubrió cómo leer ese reloj. Nacido el 17 de diciembre de 1908, en el corazón de Estados Unidos, fue capaz de unir física nuclear, química atmosférica y arqueología en una fórmula simple pero revolucionaria: la datación por carbono‑14. A través de ella, los restos de seres vivos dejaron de ser simplemente antiguos y empezaron a tener edad.
Un átomo como brújula
La clave del método estaba en un isótopo inestable, el carbono‑14, que se forma constantemente en la atmósfera por la acción de los rayos cósmicos. Las plantas lo absorben mediante la fotosíntesis. Los animales, al comer plantas, lo incorporan a sus tejidos. Mientras un ser vivo está activo, mantiene un equilibrio con el entorno. Pero al morir, ese equilibrio se rompe, y el carbono‑14 comienza a desintegrarse poco a poco.
Libby comprendió que, si podía medir cuánto quedaba de ese isótopo en una muestra orgánica, podría calcular cuánto tiempo hacía que ese organismo había dejado de vivir. Un calendario natural escondido en huesos, maderas, tejidos, carbones, semillas.
No era una suposición. Era física. Y funcionaba.
Un pasado con fecha de nacimiento
El método de Libby no tardó en cambiarlo todo. Por primera vez, arqueólogos, geólogos y paleontólogos podían decir no solo qué había pasado, sino cuándo. La revolución fue inmediata.
Se fechó la madera de los barcos vikingos. Se determinó la antigüedad de los Rollos del Mar Muerto. Se supo con certeza cuándo habían sido ocupadas ciertas cavernas prehistóricas en Europa. Se pudo rastrear la expansión de la agricultura en el Neolítico. El pasado, hasta entonces nebuloso, empezó a ganar definición.
La datación por carbono‑14 fue también decisiva para establecer la cronología de civilizaciones enteras. Se redefinieron los periodos de la prehistoria. Se desmontaron hipótesis erróneas. Y, con el tiempo, incluso permitió reinterpretar la historia climática del planeta, al datar sedimentos, restos de polen y carbón vegetal que narran incendios, sequías y cambios ambientales que afectaron a comunidades humanas.
En otras palabras, cambió la forma de contar la historia.
Aplicaciones que aún sorprenden
Gracias al legado de Libby, hoy sabemos que los neandertales y los humanos modernos coexistieron más tiempo del que se creía. Que algunas momias egipcias eran más recientes de lo que los textos sugerían. Que ciertos objetos precolombinos fueron falsificados siglos después.
La datación por carbono‑14 también ha sido fundamental para estudiar el impacto humano sobre ecosistemas, deforestaciones masivas, la domesticación de especies, y la aparición de ciudades. Incluso en investigaciones forenses ha permitido fechar restos humanos no identificados, en contextos bélicos o criminales.
Y en ciencia del clima, ha sido clave para reconstruir cómo cambió la atmósfera en los últimos 50.000 años. El carbono‑14 viaja con el dióxido de carbono, y eso permite rastrear su presencia en el hielo, en el océano, en los árboles. Un reloj molecular que no solo marca el pasado humano, sino el del planeta.
Tecnología que evoluciona
Desde la propuesta original de Libby en los años 40, el método ha sido refinado. Hoy no se necesitan grandes cantidades de muestra, como entonces. Con técnicas como la espectrometría de masas con acelerador (AMS), se pueden fechar diminutos fragmentos sin destruirlos, lo que ha multiplicado las aplicaciones en arte, historia, medicina y biología.
Además, se han desarrollado curvas de calibración que corrigen pequeñas variaciones en la concentración atmosférica de carbono‑14 a lo largo del tiempo. Esto ha hecho que los resultados sean cada vez más precisos, permitiendo fechar no solo con siglos de margen, sino con décadas —incluso años— en algunos casos.
Lo que empezó como una idea arriesgada se ha convertido en una herramienta transversal, indispensable para decenas de disciplinas científicas.
Un legado que mereció un Nobel
Por todo ello, Willard Libby fue galardonado con el Premio Nobel de Química en 1960. No solo por haber desarrollado una nueva técnica, sino por haber transformado la manera en que entendemos el tiempo. El comité reconoció que su método no era un descubrimiento aislado, sino una herramienta capaz de tender puentes entre disciplinas, de poner en diálogo la química con la arqueología, la geología, la historia y el medio ambiente. Un premio bien merecido para un trabajo que sigue dando frutos décadas después.
Un reloj que sigue funcionando
Willard Libby recibió el Premio Nobel de Química por este descubrimiento, pero su impacto fue mucho más allá de los laboratorios. Su trabajo hizo posible que el pasado dejara de ser un mito y comenzara a escribirse con fechas concretas. Dio a los restos del pasado un lenguaje numérico. Hizo que la ciencia pudiera hablar con la historia.
Hoy, cada vez que una muestra orgánica se analiza en un laboratorio, cada vez que una civilización se sitúa en el tiempo, cada vez que se descubre que un hallazgo era más reciente o más antiguo de lo que se creía, el reloj de Libby sigue latiendo.