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19 Diciembre

El mapa secreto del cuerpo: la historia de George Snell

Por Ariadna del Mar

Antes de que los trasplantes fueran una promesa real, antes de que el cuerpo humano pudiera recibir un órgano ajeno sin declarar la guerra, hubo un científico que buscó la clave en el lugar menos evidente: el genoma de un ratón. George Snell dedicó su vida a descifrar el código íntimo de la compatibilidad, el sistema que decide qué es «propio» y qué es «enemigo». Aquella búsqueda silenciosa, paciente y obsesiva dio origen a una revolución médica: la inmunología de trasplantes.

Un científico que escuchaba al cuerpo

George Davis Snell nació en 1903, una época en la que el sistema inmunitario aún era un territorio brumoso. Se sabía que el cuerpo rechazaba tejidos extraños, pero no se comprendía por qué. Para muchos médicos, los trasplantes eran más un experimento desesperado que un tratamiento viable.

Snell, sin embargo, tenía una cualidad rara: la capacidad de ver patrones donde otros solo veían azar. Creía que el rechazo era algo más elegante que una simple reacción inflamatoria. Creía que había un orden genético escondido en ese caos.

Y decidió encontrarlo.

Ratones y paradojas

En su laboratorio del Jackson Laboratory, Snell creó generaciones de ratones cuidadosamente criados para diferir en combinaciones mínimas de genes. Era un trabajo silencioso, repetitivo, casi artesanal. Pero en esas pequeñas diferencias encontró algo monumental:
el cuerpo distingue lo propio de lo ajeno gracias a un conjunto específico de genes.

Hoy los llamamos antígenos de histocompatibilidad, o MHC (major histocompatibility complex). Son las etiquetas moleculares que permiten al sistema inmunitario identificar cada célula del cuerpo.

Snell no descubrió solo un gen. Descubrió un sistema. Un mapa de reconocimiento interno sin el cual ningún organismo complejo podría sobrevivir.

La llave de los trasplantes

El hallazgo de Snell transformó por completo la medicina. De repente, los trasplantes —que hasta entonces eran un acto casi heroico, condenado a menudo al rechazo fulminante— tenían reglas claras.

Si se conocía el perfil MHC de donante y receptor, era posible predecir si el órgano sería aceptado o rechazado.
Si no coincidían, la batalla inmunitaria estaba perdida antes de empezar.

Gracias a su trabajo nació la tipificación tisular, hoy imprescindible en hospitales de todo el mundo. Cada donante, cada receptor, cada órgano que viaja con urgencia en un helicóptero lleva consigo la huella de Snell: una comparación molecular que decide el destino del trasplante.

Un Nobel que reconoció una revolución silenciosa

En 1980, Snell recibió el Premio Nobel de Fisiología o Medicina, junto a Jean Dausset y Baruj Benacerraf, por desentrañar los «códigos de identidad» del sistema inmunitario. Era el reconocimiento a una vida de constancia y obsesión científica. Pero quizá su mayor legado no está en los premios, sino en lo que su descubrimiento hizo posible: los primeros trasplantes exitosos de riñón, corazón e hígado, el desarrollo de fármacos inmunosupresores capaces de domar al sistema inmune, el impulso de las terapias celulares modernas y, ya en nuestro tiempo, los avances en inmunoterapia del cáncer. En cada uno de esos hitos late la misma idea: el sistema inmunitario es un lenguaje, y Snell ayudó a descifrarlo.

Un legado que no dejamos de usar

Snell murió en 1996, pero su mapa molecular sigue guiando cada trasplante y cada investigación inmunológica contemporánea. Hoy hablamos de compatibilidad, rechazo, antígenos, inmunoterapia, edición genética… y todas esas palabras son herederas directas de su intuición.

Su historia nos recuerda que las revoluciones científicas no siempre llegan con grandes titulares. A veces llegan con décadas de paciencia, miles de ratones, un cuaderno lleno de cruces y una certeza íntima: la verdad está ahí, esperando a quien tenga la constancia de observar.