La vetusta Tuga

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Ajeno a la boda de la hija del caudillo, Ricardo abría su taller de forja. Como cada mañana y desde hacía veinte años llegaba el primero y en aquella época justo al alba. No había un solo día en que no se repitiese aquel ritual que él adoraba: recorría cada rincón del taller, recogido y silencioso, y revisaba que todo estuviese en su sitio antes de que llegasen los trabajadores. Y aquel día de 1950 no iba a ser una excepción ¿o tal vez sí?.

TEXTO POR QUIQUE ROYUELA
ILUSTRADO POR ROCA MADOUR
ARTÍCULOS
RELATO
29 de Junio de 2015

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Cuando Ricardo atravesó la puerta dejando atrás la tenue luz del amanecer y penetró en la más profunda oscuridad observó algo que le desconcertó. En el centro de la sala, junto a una máquina fresadora, un objeto con forma de media sandía permanecía inmóvil, ligeramente iluminado por un rayo de luz anaranjada que, atravesando el tragaluz, simulaba un foco del teatro Fréscano donde un par de meses antes había podido ir a ver «Anacleto se divorcia».

Se frotó los ojos tratando de despejar aquella visión que Ricardo creía fruto del contraste de iluminación entre la luz de la calle y la oscuridad del taller. Pero cuando los abrió de nuevo, allí seguía aquel extraño objeto. Sorprendido y expectante sabiendo que aquello no estaba allí la noche anterior cuando echó el cierre del taller, se acercó con cautela.

A media distancia pensó que podría ser el casco de alguno de los trabajadores que pudo caer de una estantería y haber rodado hacia allí. «Eso es», se dijo a sí mismo.

Cuando llegó no dio crédito a lo que vio. Lo que allí había tirado en el suelo no era ningún casco, ni siquiera otro objeto propio del taller, sino un animal. Un animal que no había visto jamás y que yacía muerto, volcado sobre una especie de coraza partida por la mitad y rodeado de trozos de cristales y brochazos de sangre. Levantó la mirada hacia el tragaluz y pudo ver el hueco del cristal roto por el que debía de haber caído. «¿Pero cómo demonios ha podido llegar hasta ahí arriba, romper el cristal y caer?», se preguntó desconcertado.

Se agachó para recoger al pobre animal cuando este, al contacto con las manos de Ricardo, comenzó a mover las patas de forma lenta. Ricardo, asombrado y sin saber muy bien cómo  reaccionar, recogió con mucho cuidado al animal y le dio la vuelta entre sus manos, con cuidado de no dañar más su ya maltrecho armazón.  

Movido por el instinto, se dirigió al botiquín del baño. Cogió un trapo y le añadió agua y jabón. Dejó con cuidado al animal en la pila y le limpió las heridas, allí por donde veía que seguía saliendo sangre, que era principalmente por el armazón y por una de las patas, que estaba amputada por la mitad. Secó las heridas y añadió un compuesto de nitrato de plata que usaban en el taller como desinfectante. Escuchó las primeras voces de los trabajadores que comenzaban a llegar a sus puestos de trabajo y salió a recibirlos con aquel animal en las manos. Los que le vieron se quedaron absortos pero no dijeron nada. Ricardo volvió a dejar al animal sobre una de las mesas del taller y echando un vistazo alrededor, cogió un rollo de cinta aislante y comenzó a añadir el adhesivo tratando de reparar el armazón en aquellas zonas que habían quedado separadas.

Se quedó mirando al animal, observando el trabajo de limpieza y reparación que había hecho y quedó satisfecho. Escuchó las voces de los compañeros que murmuraban asombrados a sus espaldas y entonces supo qué hacer.

-        Félix, te quedas de encargado. Necesito salir un momento.

Félix, un hombre de pelo y barba cana, cercano a la jubilación, asintió mientras se rascaba la cabeza y seguía con la mirada a Ricardo que salía del taller y se perdía entre las primeras luces del día.

Ricardo recorrió un par de manzanas y se detuvo ante el número 7 de la calle por la que transitaba. Tocó al timbre y no fue hasta el sexto timbrazo que la puerta se abrió.

-        Anda, Ramón, abre que necesito tu ayuda.

Ramón, el joven veterinario, con ojos somnolientos solo pudo ver como Ricardo atravesaba la puerta y se plantaba en medio de la cocina.

-        ¿Tú sabes qué hora es?, preguntó Ramón.

-        Mira, contestó Ricardo mostrando el animal a su amigo.

Ramón, con los ojos como platos, abrió la boca para decir algo pero solo se le escapó el aire. Se había quedado sin palabras.

-        ¿Sabes lo que es?

El veterinario dudó.

-        Creo que sí, aunque jamás había visto una aparte de los libros. Es un reptil, una tortuga.

-        Y ¿qué puedo hacer con ella? La he encontrado en el taller y he tratado de curarla como he podido, respondió y pasó a contarle la historia de su encuentro.

-        Ya veo, dijo Ramón observando la cinta aislante que cruzaba el caparazón de la tortuga de un extremo al otro. Y has hecho un buen trabajo, dijo mientras la evaluaba. Parece que se encuentra bien. No me explico cómo ha sobrevivido a la caída, continuó, al igual que no entiendo cómo ha podido entrar por el tragaluz.

-        Alguien la ha tenido que lanzar desde la calle, respondió Ricardo-. Es la única explicación.

-        ¿Quién podría hacer algo así?, preguntó Ramón. ¿Quién es capaz de tratar así a un animal?

-        Un verdadero animal, respondió Ricardo.

Ramón asintió y terminó de curar la pata mutilada, limpió los restos de sangre y heridas de la tortuga y se la entregó de nuevo a Ricardo.

-        Toma. Parece que está bastante bien. Es un ejemplar adulto, aunque no te sabría decir cuántos años puede tener.

-        ¿Qué quieres que haga con ella Ramón? ¿No te la quieres quedar tú?

-        ¿Yo?, respondió el veterinario. Lo que me faltaba, si meto otro animal más en casa, el que se va soy yo. Ya sabes que Manuela no se anda con bromas.

-        Pues no sé qué voy a hacer yo con una tortuga, apuntó Ricardo.

-        Estoy seguro que sabrás encontrarle un buen hogar, dijo Ramón guiñando un ojo.

Ricardo, consciente de lo que su amigo había querido decir, se despidió con un ademán y mientras salía por la puerta con la tortuga en las manos se giró para decir:

-        Por cierto ¿qué comen?

-        Son herbívoros Ricardo, comen vegetales. Y vete ya antes de que se levante Manuela y vea aquí otro animal más.

Ricardo salió a la calle y partió en busca de un hogar adecuado. Llegó a su casa, donde le esperaba Asun, su mujer, que le abrió la puerta mientras observaba a la tortuga con la boca abierta. Ricardo, se llevó el índice a la boca, en señal de que no hiciera ruido y le indicó que entrara con él en la cocina. Cerró la puerta tras de sí y le contó la historia a su mujer y sus intenciones.

-        Ricardo, ¿no se te ha ocurrido un sitio mejor para traerla?, respondió ella tras escuchar la historia.

Cuando estaba a punto de replicar, Ricardo, viendo que la mirada de su mujer se desviaba hacia la puerta, guardó silencio y se giró. Allí estaba ella, su hija pequeña, Susana, que no miraba a su padre como solía hacer cada vez que regresaba a casa y se lanzaba en sus brazos para hacerle cosquillas. Ni siquiera en aquel momento que su padre no debería estar allí sino trabajando. Tampoco miraba a su madre, que en aquel momento debía estar preparando su desayuno antes de ir al colegio. Miraba con los ojos abiertos como platos, la boca abierta formando un perfecto círculo y los brazos caídos hacia los lados.

Ricardo y Asun se miraron, sonriendo, mientras volvían sus ojos hacia la pequeña, que ahora alternaba las miradas entre la tortuga y sus padres.

La niña echó los brazos adelante, tratando de tocar al animal y su padre se la acercó. La tortuga sacó la cabeza para observar lo que estaba ocurriendo y la volvió a esconder inmediatamente. La pequeña sonrió ante esta reacción y acarició el caparazón recién reparado.

-        ¿Quieres que nos la quedemos?, preguntó Ricardo mientras miraba a su mujer que asentía ante la inminente respuesta de la pequeña.

La niña, incrédula ante la pregunta asintió enérgicamente mientras seguía acariciando la rugosa superficie del reptil.

-        Pero solamente nos la quedaremos con una condición: que la trates con tanto respeto y cariño como si fuera un miembro de la familia. ¿De acuerdo?

La pequeña volvió a sentir sin dejar de acariciar al curioso animal.

-        Por cierto, es una tortuga, dijo Ricardo.

-        Tuga, contestó la niña.

Este relato está basado en la historia que Susana, hija de Ricardo y última propietaria de Tuga -una tortuga de la especie Testudo hermanni- me contó tras conocer de su longeva existencia en la clínica veterinaria que compartimos. Tuga murió el pasado viernes 27 de marzo de 2015 tras toda una vida con la familia de Ricardo. Siempre tuvo un ojo cerrado, posiblemente debido a la caída a través del tragaluz, aunque también podría deberse a un defecto genético. El trozo de pata que le falta, creen que pudo deberse a un ataque anterior a su lanzamiento por el tragaluz del taller donde la encontraron. Era una tortuga con exquisitos gustos por la comida y el pienso de alta gama. Con poca afición por las verduras y hortalizas amargas así como por el tomate, la rúcula o los canónigos, mientras que sentía pasión por las uvas, pese a solo poder saborearlas un par de veces al año. Era capaz de reconocer a su dueña Susana, hija de Ricardo, y le encantaba que le dieran de comer. Compartió habitáculo con buenos amigos como hámsteres y gatos. En los últimos años,  comía menos cantidad y había dejado de hibernar. No le gustaba el comedero de aluminio porque siempre prefirió el de plástico y tumbarse en su alfombrilla térmica a tomar el sol con su lámpara de luz ultravioleta. Tuga tuvo una buena vida, fue tratada con mucho cariño y respeto, formando parte de la familia que la acogió y dejando un gran vacío después de 65 años.

Estas son algunas fotos de Tuga

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