Gracias por todo, Tracy

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En ocasiones no hace falta un cuento para leer un cuento.

TEXTO POR ÁNGEL ABELLÁN
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
17 de Diciembre de 2015

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Este en particular ocurre en un lugar llamado mundo real y comienza un miércoles con un leve resfriado que poquito a poco, se acaba convirtiendo en un desagradable catarro. Cuando las anginas se me inflaman debido a un desliz de esos que tienes a pesar de las millones de advertencias de tu madre (o tal vez precisamente por eso, porque prefieres tenerlo antes que hacerle caso), son muy propensas a acabar infectándose y con la aparición de las placas bacterianas, la semana con fiebres altas y hasta delirios está más que asegurada.

Por eso, y porque ese fin de semana prometía ser muy interesante, acudí raudo a la farmacia más cercana para preguntar por un antiséptico eficaz que protegiese, mis normalmente pequeñas, pero ahora enormes anginas.

Lizipaina puede que sea la solución idónea, porque contiene un poquito de antibiótico ―me dijo el farmacéutico.
Vale, pues eso mismo― le dije yo.
Son 15,70 euros.

«¡15,70! ¡Qué estafa!», pensé.

Aquí tiene― dije yo. «La virgen del Pilar, qué sablazo», pensé ―¡Adiós!― dije yo. «¡Qué falso eres, macho!», pensáis vosotros.

Me tomé mi carísima medicina unas horas antes de que mi compañero de piso entrase por la puerta y me explicase que la Lizipaina no podía contener antibiótico, ya que si fuese así requeriría de una receta médica. «Me cago en…» ―pensé yo.

Bueno, no pasa nada― le dije yo. «En serio tío, tienes que dejar de ser tan falso», pensáis vosotros.

En el bote rezaba «contiene bacitracina». Y comencé a preguntarme qué era la bacitracina. Y el resultado de plantearme una pregunta (seas quien seas, te dediques a lo que te dediques y te guste lo que te guste, preguntarte cosas es investigar, e investigar es jugar a ser científico) me llevó a descubrir que en esta realidad, existía una conexión entre yo y Tracy, una niña que nació mucho antes que yo.

Atentos.

Margaret Tracy nació en 1936 en Estados Unidos. En el mismo año en el que Tracy nació, Manuel Azaña fue elegido presidente de España y unos meses después, estalló una guerra civil cuyas devastadoras consecuencias aún estamos pagando.

Cuando tenía siete años era 1943, y aquel año Tracy se encontraba en la apasionante ciudad de Nueva York cuando fue atropellada por un coche, mientras en Italia Mussolini era destituido por el rey. Tranquilos, la niña de esta historia no murió, no en 1943, pero sí se hizo una herida muy fea en la pierna, una herida muy fea con una fractura abierta de tibia. Rápidamente, fue trasladada al Hospital Presbiteriano de Columbia, donde se recogió una muestra de la herida para analizarla y comprobar su estado. Estaba contaminada de una bacteria denominada Staphylococcus aureus. Aunque esta bacteria es muy común, no fue habitual lo que después sucedió.

Balbina Johnson, la analista encargada de la muestra de Tracy, descubrió al día siguiente que ya no quedaba ni rastro de las colonias de S. aureus. Sin embargo, en ese cultivo había algo. Y ese algo resultó ser una cepa de una bacteria que nadie había visto nunca.

Por supuesto, y en honor a la niña, la doctora bautizó esta cepa como «Tracy I», y resultó ser un bacilo (unas bacterias que tienen una forma alargada, como un palo), un bacilo que además, generaba una sustancia que funcionaba como un excelente antibiótico. Y así es como se descubrió la Bacitracina, denominada así por el bacilo y por Tracy.

Y aquí, con este resfriado, encerrado en mi habitación que ya desprende cierto olor a ataúd, con pañuelos en la mesilla y con Lizipaina en la almohada, te doy las gracias Margaret Tracy.

Ojalá, tu pierna se hubiese recuperado y hubieses podido seguir jugando en Nueva York. Al mismo tiempo, mis abuelos también jugaban inconscientes de que, algunos años de miseria después, se conocerían en medio de una posguerra para enamorarse y gestar a mi padre, un chico de granja que enamoraría a una chica de clase alta, mi madre, con un coche que olía a cabra. Y que varios años después nacería yo, «pelirrojo perdido», como a mi madre le gustaba llamarme. Y me haría mayor y compraría unas medicinas que existen gracias a ti. Y al final todo son conexiones de una realidad palpable.

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