La placidez de Ra

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Amanecía en África central y uno de los primeros humanos modernos observaba con curiosidad el orbe que se alzaba en el este. Un amanecer que solo podemos imaginar, de tiempos perdidos antes casi de nuestra existencia como especie. El despuntar del Sol en el 100 000 a.C. La luz producida en ese día olvidado, dentro de esa bola de fuego entonces incomprensible, te iluminó esta mañana. Y acabamos de comprobar que nuestros cincomilésimo-nietos podrán a su vez ver un amanecer muy parecido al de hoy.

TEXTO POR DAVID BRAVO BERGUÑO
ILUSTRADO POR HORTENSIO PANCLASTA
ARTÍCULOS
ASTRONOMÍA
29 de Diciembre de 2015

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Aquel hombre o aquella mujer que se tomó el lujo de tener curiosidad en un tiempo arcaico, robándole segundos a su trabajo a jornada completa consistente en sobrevivir, probablemente no tenía aún un concepto de la veneración divina; mucho menos las herramientas para intentar comprender qué alimentaba aquel fuego celestial. Después de mil siglos (literalmente, no lo que parece que duran los anuncios de Telecinco) y del esfuerzo colectivo de millones de personas, creemos haber descubierto el secreto de las entrañas del Sol, al menos en lo fundamental.

El aliento estelar 

Las estrellas, y entre ellas la más cercana a nosotros, son explosiones termonucleares confinadas en su propia enormidad, estabilizadas a escalas de miles de millones de años por su titánica gravedad y sus infernales temperaturas. No requieren más que el elemento químico más sencillo, el hidrógeno, para ejecutar su milagro: la unión de cuatro núcleos de hidrógeno para formar uno de helio. Cuatro protones que vencen su repulsión mutua para crear algo más complejo. Un elegante mecanismo cuántico —conocido como «el pico de Gamow»— permite funcionar a las estrellas modestas, como nuestro Sol, a pesar de ser más frías (dentro de las delirantes escalas de que estamos hablando) de lo que requeriría una reacción de este tipo a primera vista. Una auténtica conspiración de la naturaleza a favor de la belleza.

Esta fusión nuclear no se produce de manera directa, sino siguiendo varios procesos diferentes que acaban teniendo el mismo resultado, como las diferentes rutas que podemos considerar para ir de una ciudad a otra, solo que en este caso la elección viene dada por las leyes de la estadística cuántica. Es en el núcleo solar, un ambiente de violencia y temperaturas extremas solo comparable con un chiringuito playero de Benidorm en temporada alta, donde se producen de manera natural estas reacciones, también llamadas cadenas. Mientras que en estrellas mayores que la nuestra pueden darse cadenas más complicadas frecuentemente, en el Sol la inmensa mayoría de fusiones comienzan con la reacción más sencilla: dos protones se funden en un núcleo de deuterio, es decir, un protón unido a un neutrón. El cambio de carga eléctrica se compensa con la emisión de antimateria: un positrón. Pero las leyes cuánticas obligan también a la emisión de otra fantasmagórica partícula, no descubierta hasta hace unas pocas décadas, pero ubicua en cada rincón del universo: un neutrino electrónico. Esta reacción se conoce como reacción pp (protón + protón) y, por consiguiente, el neutrino emitido también recibe el mismo nombre.

Las estrellas, y entre ellas la más cercana a nosotros, son explosiones termonucleares confinadas en su propia enormidad.

Los diferentes caminos (o terminaciones) de la cadena principal de fusión en el Sol producirán algunos otros neutrinos electrónicos, pero todas habrán sido iniciadas por la reacción pp. Por lo tanto, los neutrinos pp serán mucho más abundantes que el resto. No solo eso, sino que se podrán distinguir de los otros por el impulso que lleven: cada reacción tiene su balance energético propio, e imparte un «empujón» determinado al neutrino que produce.

Bajo una nueva luz 

Dando rienda suelta a nuestra licencia poética, podemos considerar a los neutrinos como un tipo de «luz» que solo se emite en las reacciones nucleares, y es extremadamente penetrante (para los amantes de tecnicismos: no interacciona electromagnéticamente, solo electrodébilmente). Tanto es así, que nuestros cuerpos, las montañas, la Tierra entera, incluso el Sol en toda su enormidad, son prácticamente transparentes para la «luz» de neutrinos. Para ellos, el universo entero es un vacío diáfano. Alguno, muy de vez en cuando, rozará un átomo y traicionará su existencia. Es por esto que necesitamos «ojos» apropiados para ver esta sutilísima radiación: enormes y muy sensibles, es decir, con muchos átomos a modo de diana para los neutrinos, y capaces de ver la minúscula señal que unos pocos de ellos dejen tras de sí. Son los telescopios —o detectores— de neutrinos, del tamaño de edificios, enterrados a gran profundidad para evitar perturbaciones externas, y con tiempos de operación que se miden en años en lugar de minutos.

Aún con el último grito en medios técnicos y muchos años de observación, actualmente apenas somos capaces de ver la forma del Sol con neutrinos, y mucho menos detalles dentro de él. Extendiendo un poco la metáfora de la «luz» de neutrinos, sus diferentes energías podrían ser comparadas con los colores de la luz «normal» a la que estamos acostumbrados. La analogía aquí es útil: igual que descomponer en colores la luz blanca del Sol nos dice mucho sobre su composición, clasificar a los neutrinos según su energía nos informa sobre qué reacciones nucleares están teniendo lugar en su interior. Estos exóticos telescopios no nos muestran imágenes, sino el «color» del Sol en «luz» neutrínica. 

Visto lo visto, ¿no es buscarle tres pies al gato el irse a la caza de esta radiación casi inapreciable, que tras muchos años de estudio no nos permite ni siquiera crear una imagen enfocada, cuando tenemos luz visible a punta pala? Ahí es donde el hecho de que los neutrinos no sean realmente un tipo de luz cobra su verdadera importancia. Mientras que los fotones de la luz «normal», producidos durante las fusiones nucleares en el interior del Sol, se encuentran con cientos de miles de kilómetros de hidrógeno comprimido a densidades altísimas, los neutrinos solo «ven» una ligera neblina que hace poco por desviarlos. Los fotones habrán de ser rebotados, absorbidos y reemitidos, en un viaje interminable como una de esas pesadillas en las que siempre hay una razón, un imprevisto, un conocido que te impide llegar a tu destino. Por su parte, los neutrinos tendrán un trayecto apacible, como un turborreactor atravesando una nube. 

Solo que las pesadillas de los fotones no se solucionan con un vasito de leche o una visita al baño. Su periplo durará una media de cien mil años, durante los cuales rebotarán de manera caótica, pero preferencialmente hacia zonas menos densas: hacia el exterior del Sol. Cuando por fin lleguen a la superficie, libres ya de la materia solar que los encadenaba, podrán cubrir casi 300 000 kilómetros cada segundo, rectos como flechas. Para los neutrinos, habrá sido así desde su nacimiento: se encontrarán fuera del Sol en apenas dos segundos. Los rayos solares que te acarician la piel (mis disculpas si la alusión poética no funciona porque está nublado o es de noche) se crearon un día cuando casi no había humanos sobre la faz de la Tierra. Pero los neutrinos nos hablan de lo que pasa en el Sol ahora. En realidad, hace unos ocho minutos: lo que tardan en cubrir la distancia hasta la Tierra a casi la velocidad de la luz. 

Las pesadillas de los fotones no se solucionan con un vasito de leche o una visita al baño. Su periplo durará una media de cien mil años.

Mirando el Sol dentro de una caverna

Mirando con un telescopio de neutrinos, si arbitrariamente les asignásemos a los neutrinos pp el «color» azul de esta «luz» especial, y al resto de neutrinos solares los demás colores del arcoiris, el Sol se vería casi perfectamente celeste. Pero hasta ahora no se había podido construir una «película fotográfica» sensible a ese «color»; como mucho se conseguían mediciones en «blanco y negro» en los que todos los «colores» se juntaban en uno. Era como intentar sacar una buena foto al color del cielo con un filtro naranja delante del objetivo, mientras la propia cámara despide un brillo añil propio. Esto cambió hace apenas un año gracias al observatorio Borexino. 

Visualización interna del telescopio de neutrinos Borexino. Los neutrinos se observan en el volumen esférico más interno
Visualización interna del telescopio de neutrinos Borexino. Los neutrinos se observan en el volumen esférico más interno. Fuente: Colaboración Borexino.

Se trata de un gigantesco telescopio de neutrinos en el Laboratorio Subterráneo del Gran Sasso, bajo los Apeninos centrales, a una hora escasa de Roma. Allí, científicos de media docena de países lograron algo único: «destintar» ese filtro y a la vez, reducir el «brillo» intrínseco de la cámara fotográfica. Es decir, finalmente se pudo ver la mayor parte de los neutrinos que vienen de nuestra estrella y con ellos, pudimos saber si la reacción pp funcionaba como creíamos. Si realmente entendíamos el secreto del fulgor de Inti. 

El resultado, aunque esperado, encaja firmemente una pieza central en el rompecabezas del conocimiento de nuestro medio ambiente. Y, aunque quede menos elegante admitirlo, nos quita un peso de encima: la luz que observamos hoy en día se corresponde con las reacciones nucleares que se producen en el núcleo solar actualmente. El Sol se comportaba hace cien mil años igual que hoy, y no necesitamos una máquina del tiempo para saberlo. Nuestra estrella, de la que prácticamente toda la vida terrestre depende, no ha sufrido cambios duraderos en los últimos cien mil años. Los fotones han estado recorriendo su peculiar laberinto para traernos las noticias del pasado, y los neutrinos han escapado raudos para informarnos del presente estado del ahora plácido corazón de Ra.

El Sol se comportaba hace cien mil años igual que hoy, y no necesitamos una máquina del tiempo para saberlo.

A veces, las respuestas a preguntas en apariencia imposibles están justo delante de nuestras narices, atravesando sin cesar nuestros sentidos nublados, hasta el día en que llegamos a ser lo suficientemente despiertos como para apreciarlo. Solo se necesita un cambio de punto de vista. O de ojos.

Referencias

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