El árbol de la vida

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Este texto corresponde al tercer premio del III concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en la novela El viento de la luna de Antonio Muñoz Molina organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

Los días 13 y 20 de agosto publicaremos el segundo y primer premio, respectivamente

TEXTO POR JOSUE YARHUI
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
CIENCIA-FICCIÓN | RELATO
6 de Agosto de 2016

Tiempo medio de lectura (minutos)

Aquel día la nave estaba vacía, lo recuerdo como si fuera ayer, la techumbre era prominente y oscura, además su curvatura no estaba bien definida ya que las otras partes de la nave no eran muy proporcionales. Estaba sentado atrás y los dos asientos delante de mí que parecían ligeros y ergonómicos estaban vacíos. Esperaba impacientemente, mientras me mordía las uñas, la hora de su llegada. Según mis cálculos ya habían pasado unos veintidós minutos desde que me había escabullido de casa y mi madre cuando se despertase me buscaría hasta por el último rincón de la faz de la tierra. La nave tenía forma de cruz invertida como si de un símbolo satánico se tratara, como si fuera vaticinio de un mal augurio, y una tenue luz llegaba hasta el centro de la nave a través de unas vidrieras triangulares. Seguía esperando cabizbajo y pensativo, no hacía más que darle vueltas al asunto sobre el que el padre Peter me iba a preguntar, hasta que oí como unos pasos se aproximaban lentamente por el pórtico trasero de la parroquia de Mágina. Al parecer habíamos quedado en el transepto de la pequeña iglesia salesiana del pueblo, es decir, justo en el cruce de la nave principal con la nave lateral.

Seguía sentado en la tercera fila de asientos ergonómicos y de caoba de la iglesia, detrás de mí continuaba la casi incontable hilera de bancos vacíos, pero mientras se acercaba el padre Peter no sabía si levantarme para saludarle o esperar a que llegase hasta donde estaba, para poder dar inicio a nuestra ansiada conversación.

Ya casi habían pasado cinco años desde que conocí a aquel cura, de ideas a veces liberales, llamado Peter y también desde que el hombre había pisado la luna. Era el año 1974 y yo seguía al corriente de todos los avances tecnológicos y espaciales que se habían logrado hasta ese momento. En ese mismo año la NASA continuaba con el proyecto SETI, cuyas iniciales anglosajonas corresponderían en español a la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, y yo contemplaba ansioso los noticiarios del día en los que explicarían a la audiencia los datos capturados por el radiotelescopio de Arecibo, en Panamá.

Casi nada había cambiado en mi vida: seguía leyendo con entusiasmo, acudía cuando podía a la biblioteca, vivía con mis padres, ya casi era mayor de edad, me estaba haciendo ‘hombre’ y continuaba sin pareja.

A finales de verano el padre Peter quería conversar conmigo y quedamos esa misma tarde en la iglesia de Mágina. Llegué diez minutos antes de lo previsto y en aquel lúgubre y vacuo espacio imperaba un silencio mezclado con un aromático olor a incienso. Recorría lentamente con los brazos cruzados la capilla central, donde estaba situado un retablo cuya imagen central era Cristo crucificado. Me cansé rápidamente y tomé asiento hasta la llegada del padre Peter.

—¡Cuánto tiempo padre Peter! Exclamé sin pensármelo dos veces.
—Shhh  no grites que puede que alguien este rezando en este momento, y no me llames padre.
—Sí, padre, digo Peter.

 Al principio, charlamos sobre astronomía y contrastamos ideas sobre algunas revistas y libros que había leído en aquel verano, aunque poco a poco, llegamos al quid de la cuestión. Peter se preguntaba las causas de mi distanciamiento de la iglesia, ya no asistía tanto como antes, ni siquiera los domingos pero lo que más le interesaba era saber el porqué de mi distanciamiento con él.

 Yo era un chaval en plena adolescencia, lleno de curiosidad, pusilánime a veces y eufórico otras, no me entendía ni a mí mismo. Había llegado a pensar que si conociera a otra persona semejante a mí no la aguantaría; por mis cambios de humor, por mis preguntas carentes de lógica, por mi cuestionamiento racional pero sobre todo por mi tono seco, cortante y serio que a veces resultaba insoportable mantener una conversación conmigo.

Mi vida no tenía sentido a esas edades o al menos eso pensaba. De pequeño siempre buscaba el amparo de Dios ante mis problemas pero ahora soy agnóstico aunque el padre Peter no lo sepa. No sé qué pensará Peter, la verdad.

—Bueno, y ¿qué te parece la ampliación de la capilla que hicimos hace un mes?
—Vaya, no está mal, casi ni lo había notado —dije disimuladamente.
—Hace mucho que no te veo por la Iglesia —replicó Peter.
—Ya, bueno  la verdad es que ya no le veo sentido venir aquí cada domingo para escuchar sermones de cómo llevar una vida sana y apartada de lo mundano. Total, si Adán nos condenó a ser pecadores de por vida no entiendo por qué debo seguir purificándome si sé que luego volveré a hacer lo mismo. Al fin y al cabo, somos humanos, todos fallamos. ¿Acaso usted es perfecto?.
—No, ni por asomo, solo Dios es el único ente tripartito capaz de llegar a esa perfección. Además él es Padre, Hijo y Espíritu Santo, es la suma perfección. El Hijo fue tentado en la tierra por el mismísimo Lucifer, incluso se burló de éste en la cruz del Gólgota diciéndole que si tan poderoso era, que se salvara él de aquel calvario por sus propios medios. ¿Y sabes lo que dijo antes de morir?.
—No me acuerdo muy bien- respondí vehementemente.
—Dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Se apiadó de los que le habían maltratado, resistió a sus impulsos carnales de venganza, pero sobre todo tuvo compasión de ti y de mí porque dio su vida por nosotros.
—Pues entonces ya está. Si él pagó por nuestros pecados no entiendo por qué continuamos yendo a la iglesia a santificarnos —su mente se quedó colapsada por unos segundos ante mi respuesta porque no esperaba que hubiese cambiado tanto desde la última vez que hablamos.

Ya conocía de antemano al ciego Domingo González, que era falangista y había muerto ahorcado misteriosamente, con el que mantenía tendidas charlas humanísticas, y lo que más me asombraba de él fue que a pesar de ser ciego era un visionario. Justo un mes antes de que muriese tuve la oportunidad de hablar con él y me contó que el cura del pueblo, Peter, era su hermano pero nadie más lo sabía, solo ellos. Nada más nacer, sus padres Sthepanie y Alberto tuvieron que elegir a uno de los dos mellizos ya que no se podían hacer cargo de los dos así que uno de ellos fue llevado a un orfanato salesiano como si fuese Moisés abandonado en el río Nilo y acogido por la reina de Egipto. Ambos crecieron con una educación diferente al igual que la comedia Adelphoi de Terencio. La de Peter tuvo una orientación religiosa y conservadora, en cambio la de Domingo fue más libertina, académica y científica.

Yo tuve la suerte de conocer la mejor parte de los dos pero en mi interior estaban esos dos lobos luchando. El lobo negro era bondadoso, temeroso del más allá, crédulo e influenciable porque en el colegio salesiano me habían adoctrinado desde pequeño mientras que el otro lobo era blanco, racional, amable, tolerante y mordaz. Era yo quien decidía a qué lobo alimentar, pero no lo tenía nada claro. Conocí a curas de otros pueblos que tenían hijos y no se responsabilizaban de ellos, asimismo, conocí a un médico liberal que solo se cuestionaba la existencia del ser humano sin hallar respuesta alguna y me decía que prefería ser esclavo de sus preguntas que de la religión.

Este médico me contó una anécdota acerca de Diógenes El Cínico que mientras cenaba lentejas se le acercó el filósofo de la corte, Aristipo, y este le dijo: «si aprendieras a ser sumiso al rey no tendrías que comer esta basura». A lo que Diógenes contestó: «si hubieras tú aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey». Me aclaró que Diógenes prefirió comer de su propio cultivo que tener cualquier tipo de manjar a cambio de sumisión intelectual; lo mismo ocurría con la religión que era el opio del pueblo y sonriendo irónicamente, me dijo que no aguantaba ese olor de la planta adormidera de la que se extraía el opio.

Lo que andaba buscando era el sentido a mi vida, ya no creía ni en la religión ni en la ciencia, incluso la astronomía ya no me entusiasmaba tanto como antes.

Durante este periodo de mi vida no entendía muy bien cómo funcionaba este mecanismo llamado mundo. No entendía cómo había pobreza en España ni la hipocresía social en la que vivía.

¿Dónde estaba Dios en estos momentos de dificultad? ¿Acaso no es omnipotente, omnisciente y omnipresente? Como dijo Nietzsche: «Dios ha muerto» o al menos eso pensaba.

Y, ¿dónde están esas respuestas a las preguntas que todo ser humano se hacía? ¿Qué valor tenía el amor, la belleza, la libertad, la amistad y la felicidad? ¿Acaso había sido feliz hasta ahora?

Tenía tantas dudas y preguntas sin respuesta  que un día intenté que se reencontraran para que se dijeran todo lo que no se habían dicho hasta ahora, y así pudiese hallar respuesta de por lo menos la más compleja y esencial de mis cuestiones, la felicidad.

—Llevas razón, no puedo obligarte a que vengas a la iglesia si no quieres, ya dios nos dio libre albedrío para elegir si pecamos o no, si rezamos o no, si somos fieles o no, pero en gran parte somos responsables de nuestros actos.
—Por eso mismo, había decidido no venir más aquí. Es más, los sermones me parecían muy repetitivos y aburridos  que si debemos amar al prójimo, que si debemos honrar a nuestros padres para que nos vaya bien, que si debemos alejarnos del pecado, la lujuria y lascivia de la vida, que si debemos permanecer fieles ante las tribulaciones banales de la vida o que en solo Dios se hallaba la respuesta de todo.
—Pues sí, replicó Peter, yo ya he encontrado la respuesta que tanto andaba buscando. Dios me da la felicidad, hay cosas que nunca había llegado a entender y conforme más leía el libro de las sagradas escrituras, mi espíritu se saciaba y se apaciguaban las ansias de vivir como todo el mundo.

En una de mis lecturas en, Proverbios 4:23, leí un versículo que marcó mi vida y quizá fue por eso por lo que me hice cura. Decía: Sobre toda cosa guardada guarda tu corazón: porque de él mana la vida.

El corazón es el motor de nuestro cuerpo, asimismo, lo es el cerebro, donde residen nuestros pensamientos. Entendí que para vivir una vida llena de felicidad y paz espiritual debía guardar mi corazón y mente de este mundo hostil en el que vivimos, llamado Tierra.

—Todo suena muy bien, pero ¿qué es la felicidad Peter?
—Al igual que cuando le preguntaron a San Agustín sobre qué era el tiempo, este respondió: «si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Tú y yo sabemos lo que es la felicidad pero es un término inefable, que trasciende lo humano aunque participemos de ella y la sintamos. ¿Acaso sabrías decirme qué es el amor o la felicidad?
—No lo sé, por eso te lo pregunto —contesté rudamente.
—Para mí, la felicidad es un estado de bienestar físico, mental y emocional, es el equilibrio perfecto de ello, es como el baricentro de un triángulo cuyas medianas se cortan en el centro del triángulo, ese punto es la felicidad. 

En esa época me sentía como Sísifo que fue castigado por Zeus a arrastrar una ingente roca por una ladera de la montaña y cuando ya casi llegaba a la cima, esta misma se deslizaba por la otra ladera, convirtiéndose así en un castigo interminable. Esa roca que yo arrastraba eran mis dudas acerca de la realidad, de mi personalidad, de mi intelecto pero, sobre todo, de mi existencia. Cada vez que conseguía vislumbrar algo de lo que buscaba, la roca caía por el otro lado de la montaña. No conseguía hallar respuesta alguna de mis dudas.

Era un aficionado lunático de la astronomía, nunca mejor dicho. Ya había visto como el Apolo XIII regresaba a la Luna con Jim Lovell, Fred Haise y John Swigert a bordo, se habían descubierto nuevos asteroides como el Hélenos, Marsden, Terrada, Sirona y había leído que ya se había realizado el primer transplante de un órgano humano (un riñón) e incluso Silvia Allen era la primera mujer que había concebido un hijo en un tubo de ensayo de laboratorio. La ciencia avanzaba pero mis cuestiones existenciales aún me dejaban estancado, lo que hacía que tuviese una visión pesimista de la realidad. No reconocía a aquel hombre que tenía un orgullo misántropo de pisar la luna mientras millones de personas pasaban hambre cada día. Seguía sin entender como ese Adán que había salido del huerto del Edén se aventuraba a vivir una vida llena de incógnitas. No sabía si el hombre era bueno o malo por naturaleza, si deseaba conocer la verdad o vivir en mi ignorancia, quizá estuviese decidido a descubrirlo por mí mismo.

—Vale ¿Y dónde está ese punto de la felicidad exactamente? Es que creo que aún no lo he encontrado —repliqué algo indignado.
—Si te digo la verdad no lo sé, yo ya encontré el mío, que es seguir el camino de Dios cumpliendo los votos de pobreza, obediencia y castidad. Tú debes encontrarte a ti mismo, saber quién eres y después será más fácil encontrar lo que tanto buscas.

No entendía a qué se refería con eso de encontrarme a mí mismo, sabía lo que me gustaba, lo que detestaba; distinguía lo aburrido de lo que me divertía pero no conseguía encontrarme a mí mismo como Peter me había aconsejado. No paraba de darle vueltas al asunto hasta que de repente creí haber dado con la respuesta cuando un relámpago de luz llegó a mi retina y distinguí la misma estampa de la virgen del Carmen que había estado a bordo del Apolo XII, quizá era un espejismo causado por la refracción de la luz al pasar por la capa caliente de aire de aquel verano tan caluroso, pero no, falsa alarma, seguía sin respuesta alguna.

Estuve pensando durante una semana por el día y por la quietud de la noche. No conseguía vislumbrar ni un atisbo de la respuesta que andaba buscando. Una y otra vez rememoraba mi sencilla y feliz niñez que recordaba con anhelo ya que no tenía preocupaciones, me pasaba todo el día leyendo y viviendo en mundos imaginarios pero no conseguía distinguir qué diferencias había entre mi alter ego de mi feliz niñez y mi insulsa adolescencia. La idea de no encontrar respuesta alguna me hacía sentir como un gladiador que saluda al César sabiendo que iba a morir sin apenas tener posibilidades de sobrevivir pero era, hic et nunc, cuando más debía esforzarme en hallar la respuesta.

Dos semanas después volví a hablar con Peter, pero tenía una sorpresa para él, había traído a su hermano invidente Domingo. Se reconocieron nada más verse, en realidad, Peter lo reconoció primero y se abrazaron con ganas.

—¿Qué haces por aquí Domingo? ¿Acaso conoces a este joven?
—Sí —respondió vehementemente— venía a hablar contigo y con él también porque aún no sabe quién es. Además el pobre muchacho está desorientado y solo quiere ser feliz.
—Bueno, ya me lo suponía desde la última vez que hablamos-dijo Peter.
—Solo quería reuniros para conocer vuestros distintos puntos de vista y quizá así me podríais ayudar a resolver una de mis preguntas que me inquieta todo el tiempo.

Jamás había conocido a dos personas con ideas tan contrapuestas que habían logrado lo que yo necesitaba, ser feliz, vivir a mi manera y sin preocupaciones, haciendo caso omiso del tópico del Carpe diem o del Beatus Ille que escribió Horacio. Sus vidas eran el reflejo de cómo dos caminos distintos podían llevar a la felicidad, bueno, por lo menos a la aparente felicidad.

Siempre había querido ser astronauta, y saber lo que se siente al mirar la Tierra desde miles de kilómetros, ese era el leitmotiv de mi vida,pero cada vez que pasaban los años veía como ese sueño fugaz se desvanecía y era devorado por un agujero negro. Todos mis objetivos de mi corta vida giraban en torno a ser astronauta. Mis conocimientos eran amplios pero no servían de nada todos mis esfuerzos.

—Bueno, ahora que estáis aquí los dos quería preguntaros si habéis sido felices hasta ahora, por favor, sed sinceros —dije con voz clara y eufónica.
—Yo ya te dije que sí, gracias a la fe he conseguido mantener mi espíritu ferviente lleno del amor de Dios ya que es una fuente de bondad inagotable de la que bebo cada día —declaró Peter como si quisiera persuadirme para que fuese monaguillo.
—Como dijo Jean Paul Sartre —comenzó declarando Domingo—: La felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace —añadió el ciego— cuando aún podía ver, había leído muchos libros filosóficos, científicos, históricos  y cada uno de ellos me habían proporcionado una perspectiva diferente de la realidad. Cada día iba aprendiendo de ellos y he llegado a la conclusión de que soy afortunado de vivir donde vivo, de querer lo que hago aunque solo me surjan más y más dudas pero quizá esa sea mi felicidad, esa inacabable sucesión de preguntas que florece en mi cabeza cada vez que aprendo algo nuevo.

Había leído, hasta los últimos días en que la ceguera me consumió, una frase de Sartre que decía: Jugamos a los héroes porque somos cobardes, y a los santos porque somos maliciosos; jugamos a los asesinos porque nos morimos de ganas por matar al prójimo, jugamos porque somos mentirosos de nacimiento. Me la sabía de memoria porque marcó un antes y después en mi vida, junto con la ceguera, porque aunque era feliz me di cuenta de que todos vivimos en base a las apariencias. Unos aparentan ser felices, otros aparentan tener dinero, otros aparentan conocer el amor y todos aparentamos ser alguien sin darnos cuenta de que no somos nadie en este gran universo, pero una cosa es verdad, de momento somos los únicos seres racionales capaces de tomar sus propias decisiones — concluyó Domingo.

—Gracias a los dos por ayudarme a entender algo más de lo que es la felicidad, algún día Dios te lo recompensará Peter y a ti Domingo te devolverá la vista, ya verás —dije cariñosamente y salí corriendo de vuelta a mi casa.

Reflexionando en solitario caí en la cuenta de que si me proponía un objetivo y no lo lograba, acabaría frustrado, en cambio, si lo conseguía solo estaría en un estado efímero de felicidad, de satisfacción conmigo mismo por lo que no valía la pena hacer nada. Prefería no marcarme objetivos porque eso me parecía limitarme ya que si conseguía lo propuesto todo terminaría sin sentido. ¿Acaso Buzz Aldrin había sido feliz al dejar su huella en nuestro satélite, esa era su meta tras entrenar quince mil horas? ¿Había merecido la pena tanto esfuerzo? Supongo que sí, porque había sido un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad.

Yo continúo mirando todo desde la lejanía como si estuviera observando un escaparate que contiene objetos inalcanzables, así eran mis sueños de ser astronauta, inalcanzables. Desde niño, como todos alguna vez, había dibujado mis sueños en una ventana empañada por un recién exhalado aliento de aire caliente y que poco a poco se desvanecía hasta desaparecer. Nunca he llegado a entender por qué no todo sale como uno quiere.

Finalmente llegué a la conclusión de que mi vida era un sueño en el que estaba profundamente dormido, era irreal que todo saliese como quisiera porque si no nada tendría sentido. El valor del esfuerzo no serviría de nada y conseguí aprender que el fracaso también es una victoria. Del mismo modo muchos científicos erraron en sus conjeturas y afirmaciones, uno de ellos fue Thomas Alba Edison que dijo al inventar la bombilla: ‘No he fracasado. He descubierto 999 maneras de cómo no hacer una bombilla’

Cuántas veces la NASA habrá fallado en sus cálculos, como en el despegue fallido del Apolo I en el que murieron Virgil Ivan Grissom, Edward White II y Roger Chafee, pero nunca desistieron hasta pisar la luna por primera vez en 1969. Al parecer a veces la humanidad aprende de sus errores y otras veces no quiere aprender. Y aquí sigo, en mi cama leyendo mi propio libro, viviendo sin esperar morir, y viendo como otros alcanzaron lo que yo no pude.

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