La línea del mar avanza, el calor es más fuerte y la lluvia más intensa. Hay más sequías, incendios e inundaciones, pero no somos capaces de identificar un patrón preciso en el incremento, ni convencernos del vínculo que une a estos fenómenos con las migraciones y las guerras que asolan el planeta. Son espejismos, fuegos fatuos, caprichos del clima sin consecuencia. El clima, lo mismo que el tiempo de cada día, guarda siempre un fondo imprevisible y ajeno. Es mejor no prestar demasiada atención. Lluvia o sequía, se trata de un fenómeno externo a lo que nos sucede; si acaso, su marco y el tema de conversación cuando no queremos hablar de nosotros mismos.
Las apariencias pueden resultar letales. La flamante y siempre ascendente torre que alberga la «Biblioteca de la vida» puede acabar arruinada justo cuando desarrollamos una capacidad nueva para acceder a la estructura básica de los seres vivos. De nuevo aquí no bastará la ciencia para evitarlo. Todos los modelos matemáticos de predicción del cambio climático en función del aumento de la temperatura no conseguirán frenarlo. Hace falta que el conjunto de la sociedad asuma ese objetivo, que de forma planificada y concertada, a nivel nacional e internacional, se implanten medidas eficaces en las escuelas, las fábricas, los transportes, las ciudades y el campo, tanto para mitigar sus efectos, reduciendo las emisiones de CO2, como para adaptar nuestra agricultura, ciudades y litoral a los cambios ya inevitables. La novela —lo mismo que el cine y otros géneros de ficción— puede jugar un papel importante en reivindicar y esclarecer el contexto social y humano de este desafío.
Todos los modelos matemáticos de predicción del cambio climático no conseguirán frenarlo. Hace falta que el conjunto de la sociedad asuma ese objetivo, que de forma planificada y concertada, a nivel nacional e internacional, se implanten medidas eficaces.
La mayoría de los observadores consideran que el Acuerdo de París sobre el cambio climático, adoptado en diciembre de 2015, si bien supone un paso adelante en la concertación internacional, no será suficiente para impedir que la temperatura media del planeta se incremente por encima del umbral de seguridad de dos grados centígrados. David MacKay, físico de la Universidad de Cambridge, ha calculado las medidas que habría que implementar en el Reino Unido para dejar de usar combustibles fósiles: reducir a la mitad el consumo energético, construir un parque eólico del tamaño de Gales, sumar cincuenta centrales más de fisión nuclear y un parque solar que doble el tamaño de área metropolitana de Londres. Sin embargo, no queda mucho tiempo. El petróleo deberá ser reemplazado por completo en unas décadas y el gas natural en un siglo. Hay carbón para mucho más tiempo y países como China, que crea una planta térmica nueva cada semana, cuentan con ello. Ahora bien, el carbón es un emisor de CO2 especialmente virulento y la torre de la «Biblioteca de la vida» no será habitable por mucho tiempo en el clima al que nos empuja el recurso intensivo del carbón.
Y aquí es donde la carta del joven sargento Lavrentiev puede cobrar una dimensión insospechada. En 1950, Sajarov, basándose en las ideas del sargento, presentaba el esbozo de un reactor de fusión nuclear controlada, conocido por el acrónimo ruso tokamak, que es todavía hoy el diseño básico para este tipo de instalaciones. Lo que Sajarov propuso fue confinar el plasma a una temperatura extremadamente alta mediante campos magnéticos para así controlar la fusión termonuclear (el plasma es el cuarto estado de la materia. Al llevar un gas a temperaturas extremas queda totalmente ionizado, esto es, los átomos se disocian de forma que los núcleos cargados positivamente y los electrones negativamente se comportan como cargas eléctricas libres). Distintos ensayos tuvieron lugar en la URSS, Estados Unidos y el Reino Unido en los años 60 y 70. Solo en la URSS se construyeron quince tokamaks entre 1950 y 1988. La dimensión de la empresa exigía un esfuerzo logístico sin parangón y estaba claro que solo la cooperación internacional podría llevarlo a cabo. El contexto de la Guerra fría no era favorable a la cooperación tecnológica, menos aún la nuclear, pero las promesas asociadas al éxito de la empresa, una energía sin apenas residuos, segura y prácticamente ilimitada, eran aún mayores, y tras consultar con Francia y el Reino Unido, la URSS propuso a los Estados Unidos un acuerdo internacional para desarrollar energía de fusión nuclear con fines pacíficos. Con este acuerdo, firmado en Ginebra en 1985, nació el proyecto ITER, sumando también a Europa y Japón, y más tarde a China, Corea del Sur y la India.
David MacKay, físico de la Universidad de Cambridge, ha calculado las medidas que habría que implementar en el Reino Unido para dejar de usar combustibles fósiles: reducir a la mitad el consumo energético, construir un parque eólico del tamaño de Gales, sumar cincuenta centrales más de fisión nuclear y un parque solar que doble el tamaño de área metropolitana de Londres.
Los primeros diseños conceptuales del ITER son de finales de los 80, pero la logística resultó casi tan difícil como la ciencia. Los costes asociados a la empresa hicieron que algunos países abandonasen temporalmente el consorcio y el acuerdo político sobre la localización de las instalaciones —para las que, por cierto, España fue candidata—, se demoró hasta 2005. Hoy, se construye en Cadarache, en el sur de Francia, un reactor de fusión nuclear que pesará 23 000 toneladas, tres veces el peso de la Torre Eiffel y en el que el plasma alcanzará una temperatura de 100 millones de grados, diez veces la temperatura del núcleo del Sol. Para conseguir confinar esta inmensa fuente de energía en sus instalaciones ITER empleará cuarenta y ocho imanes superconductores de miles de toneladas, que trabajarán a casi 270 grados bajo cero. El ITER es solo un experimento. La previsión es que los primeros reactores de fusión estén operativos y conectados a la red eléctrica en la década de 2040.
La valoración del ITER, y de la propia fusión nuclear, no es unánime. Para muchos, los costes son inasumibles y los resultados más que dudosos. Desde el movimiento ecologista se alzan voces críticas con un proyecto ciclópeo y sobre todo con que se presente como una panacea que impida dar pasos más decididos hacia una mayor responsabilidad medioambiental. Y, sin embargo, es innegable que uno de los factores que más han contribuido a persistir en este esfuerzo colectivo internacional, pese a su coste y las dificultades logísticas y científicas, es la creciente conciencia de la dimensión del desafío que representa el cambio climático. A partir de mediados de los años 90, el ITER no trata solo de buscar una fuente de energía económica, segura e ilimitada. Para una parte de la comunidad científica la estrella sintética que representa el ITER supone una baza importante para reemplazar los combustibles fósiles, en el corto espacio de tiempo disponible, por una energía abundante y generada sin emisiones de CO2.
Así pues, una pequeña localidad del sur de Francia fue el destino final de la carta de Lavrentiev, más de sesenta años después de ser enviada desde Siberia. Las instalaciones que allí se construyen pueden acabar albergando la primera estrella de las que Lavrentiev soñó traer a la tierra, atrapada por la misma mano que escribió a Stalin.
La preparación de las tres entregas de La carta de Lavrentiev ha contado con la revisión de Antoni Munar así como con el asesoramiento de Juan Ramón Knaster, Director del Proyecto IFMIF/EVEDA (Instalación Internacional de Irradiación de Materiales para Fusión-Actividades de Validación y Diseño de Ingeniería), radicado en Rokkasho (Japón).
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