—Venga, por favor, termina ya el brócoli.
—Jo, mamá, no me gusta nada.
—¡Tienes que estar fuerte para el fin de semana, Marié! Venga, si te lo terminas te dejo comer un poco de helado.
Marié resopló resignada pero se terminó el brócoli. Para ella era importante estar fuerte y, además, su madre siempre cumplía con lo prometido. La pequeña bola de helado de vainilla duró lo que dura un suspiro y, tras el suspiro, Marié se fue a dormir. O eso creía su madre.
Cuando las luces de la casa se apagaron, los ojos de Marié se abrieron rápidos de par en par. Se levantó de la cama lentamente y, al incorporarse, le temblaron las piernas. Bajó las escaleras de la casa con sigilo para no despertar a nadie con el crujido de la madera y salió por la ventana del comedor hasta la parte de atrás del jardín. Allí, Marié guardaba un secreto, oculto bajo una negra red usada y vieja que nadie revisaba: su triciclo.
Se subió y comenzó a pedalear calle abajo, con mucho más esfuerzo del que suele necesitar una niña de su edad. Y es que veréis, Marié sufría una enfermedad rara llamada Niemann-Pick C que afecta a una serie de genes, provocando una ineficacia a la hora de eliminar colesterol. Como consecuencia, la acumulación de este en el cuerpo es bastante peligroso, sobre todo en el cerebro. El daño neurológico era lo que impedía que las piernas de Marié pedaleasen con más fuerza. «Menos mal que te he hecho caso y me he comido ese brócoli, mamá», pensó la niña.
Habría recorrido tres calles cuando paró delante de una casa de color magenta. En realidad, Marié no sabía qué era el color magenta, pero le gustaba tanto esa palabra que la usaba constantemente. Cogió una pequeña piedra y la tiró a la ventana. Entonces se asomó un niño de rasgos envejecidos y muy marcados.
—¡Marié! ¡Espera, que cojo el bastón y bajo!
Marié vio cómo una mano ligeramente más adulta que la del chico aparecía por detrás de su cogote y lo golpeaba con contundencia.
—¡Deja de bromear ya, idiota! ¡No tiene gracia! —dijo Rocío, la hermana de Tonyo, que así se llamaba el chico que recibió el golpe.
Os tengo que contar algo sobre Rocío y Tonyo: padecen progeria, una enfermedad rara también conocida como síndrome de Hutchinson-Gilford (Tonyo prefería el término progeria porque era más fácil de pronunciar), que provoca una mutación en el gen LMNA, encargado de la producción de la proteína lamín-A. El resultado es un envejecimiento prematuro, tanto por dentro como por fuera, como podéis ver en la película Jack, protagonizada por Robin Williams.
—¡Marié, ya bajamos! —susurró Rocío con una sonrisa divertida en el gesto.
Ambos tardaron unos minutos en bajar, pero Marié siempre fue una chica muy paciente. La más paciente de todas. No había agotado ni la mitad de la paciencia cuando Tonyo y Rocío aparecieron montados en sendos triciclos, listos para partir. Tonyo aún se rascaba la cabeza de la colleja de su hermana.
—Vamos. Llegamos un poco tarde, habrá que darse prisa…
—Complicado lo veo —dijo Tonyo.
No le faltaba razón. Cada uno a su manera tenía motivos de sobra para ir a un ritmo lento. Así de lentos es como recorrieron otras dos o tres calles a la izquierda hasta pararse en otra casa, aún más grande y aún más magenta (tanto que era azul).
—¡Pssst! ¡Samueeeel! —gritó entre susurros Marié.
La luz de la ventana de la habitación de Samuel se encendió. Escucharon ruidos pero nadie apareció, excepto una mano saludando, ya que Samuel no alcanzaba hasta la ventana.
—¡Ya… voy! —dijo Samuel haciendo una pausa entre las dos palabras.
Samuel es un niño un poco bajito para su edad. Sus rasgos también lo son: tiene una nariz pequeñita, y unos ojos y boca pequeños. Es debido a una enfermedad rara de carácter genético denominada síndrome de Cornelia de Large (SCdL), que afecta a varios genes (NIPBL, SMC1A y SMC3). Las personas afectadas desarrollan un fenotipo facial distintivo y un menor desarrollo de los miembros. Como consecuencia, Samuel era más bajo de lo normal. Además, afecta a la capacidad neuromotora y por eso tampoco podía hablar con demasiada fluidez.
El caso es que Samuel tardó bastante menos que los hermanos, pues a pesar de tener unas piernas cortas, el chico era endemoniadamente rápido. Ya estaban todos.
—¡Vamos, llegamos…. tarde! —dijo Samuel, repleto de entusiasmo.
—Complicado lo veo —repitió Tonyo.
Samuel era rápido como una bala con el triciclo, pero Marié, Tonyo y Rocío eran bastante lentos. Samuel los alentaba constantemente al grito de «¡Venga… acelerad... un poco!», pero a esas alturas los chicos estaban exhaustos. Recorrieron tres calles a la izquierda, torcieron dos esquinas a la derecha y cruzaron una manzana todo recto hasta llegar a una zona escondida, tanto que ningún adulto la conocía.
—¡Eh, es Marié!
El grito provenía de uno de los muchísimos niños que se habían reunido en la puerta del club. ¡El club! Claro, vosotros no podéis saber nada del club, sois adultos. Entonces, sentíos privilegiados, pues sois los primeros en presenciarlo en directo.
—¡Bienvenidos al club de los niños raros! —gritó con todas sus fuerzas Marié— ¡Abrid las puertas!
Las puertas del club de los niños raros no se abrían hasta que la líder llegaba. Era una de las costumbres de aquel lugar. Así que, cuando por fin se abrieron, todos los niños entraron como si fueran la marabunta y sin orden alguno, pero dentro se organizaron en corro esperando a que Marié se colocase en el centro y hablase.
Marié dejó su vehículo en el aparcamiento de triciclos y comenzó a caminar hacia el corro. El lugar estaba muy iluminado, con luces color magenta (eran amarillas y azules), toda clase de juguetes desperdigados, cientos de libros y cuentos, toboganes, piscinas de bolas, castillos hinchables, colchonetas, camas elásticas y hasta máquinas de chicles o palomitas.
En las paredes había un cartel enorme:
«En el club de las enfermedades raras solo hay dos leyes:
- 1. Prohibidos los adultos, sobre todo los científicos.
- 2. Prohibidas las leyes».
Tal vez os pueda parecer algo contradictorio pero para ellos no lo era.
Marié, con la paciencia que le caracterizaba, esperó dentro del corro a que todo el mundo guardase silencio. Allí había niños con toda clase de enfermedades raras distintas. Estaban Pedro, el niño albino y Cristina y Sandra, que padecían síndrome de Rett, entre otros.
—Estamos aquí para celebrar, como cada sábado, una nueva reunión del club de las enfermedades raras… así que ¡demos comienzo a la reunión!
De repente, los gritos descontrolados se sucedieron con los saltos, los bailes, los juegos alocados, los menos alocados, las peleas entre bolas… Como veréis, el concepto de reunión para los niños de este club era un poco diferente al que entenderíamos los adultos. Y así siguieron un buen rato, hasta que Marié se subió a la mesa más alta para poner orden:
—¡Atención, chicos! Tengo algo que deciros.
Los niños respetaban a Marié, así que el corro no tardó en hacerse más de un par de minutos. Y entonces la líder dio una noticia que alteró la paz del club:
—Tenemos un invitado esta noche. No todos estaréis de acuerdo ni contentos, os aviso.
Marié estaba un poco nerviosa y el silencio era abrumador.
—Está a punto de llegar un científico.
La muchedumbre comenzó a inquietarse rápidamente. Los gritos del tipo «¡Los científicos no nos hacen caso!» y «¡No puedes invitarles, son las reglas!» comenzaban a resonar con fuerza. Segundo a segundo, la indignación iba creciendo, pero Marié sabía qué pasaría, así que respiró hondo, y prosiguió:
—Conozco las normas, yo misma las hice. Pero hacedme caso, este científico tiene algo muy importante que decirnos. ¡Adelante, pasa!
Otra vez ese silencio sepulcral mientras las cabezas se giraban hacia la puerta, que comenzó a abrirse poco a poco. Entonces entró el científico con su bata magenta (blanca) que, temblando ante una masa de niños bastante cabreados, avanzó junto a Marié. Esta lo miró sonriendo y asintió con la cabeza, insuflando ánimo y confianza al científico. Y este fue su discurso:
«Hola niños, yo… soy investigador y quería hablaros de las enfermedades raras. Todos vosotros padecéis alguna, pero si son raras es, precisamente, porque son poco comunes. Algunas son tan poco frecuentes que nadie se interesa por ellas. Por ejemplo, vosotros, Rocío y Tonyo, ¿sabíais que solamente uno de cada cuatro millones de niños sufre progeria? O tú, Marié, tu enfermedad solo la sufre una de cada millón y medio de personas. Es por eso que se desconoce tanto, porque no se ha investigado lo suficiente. He venido a deciros esto porque… , bueno, debéis saber que no está bien. Los científicos deberíamos hacer algo más al respecto. La gente debería hacer más. Las empresas farmacéuticas no se interesan porque sois demasiado pocos para poder obtener productos rentables y, por eso, casi la mitad de las personas que las sufren no obtienen ayuda de ningún tipo. Por eso, yo… yo…, como científico…, bueno, en nombre de la ciencia, yo quería deciros... que...
Marié miraba con extrañeza al científico que tartamudeaba al borde de un ataque de nervios. Los niños estaban callados y parecía que ya no escuchaban nada. Había un silencio muy raro. El científico, entre sudores, los llamaba una y otra vez pero hacían caso omiso, como si todo el mundo hubiese dejado de estar allí. Entonces los niños comenzaron a desaparecer. Los castillos hinchables empezaron a desvanecerse, junto a las camas elásticas, a las piscinas de bolas, al cartel de normas de color magenta (marrón). Al final ya no quedaba nadie, excepto el científico y Marié, que lo miró sonriendo y se esfumó poco a poco, como todo lo demás. Y entonces solo estaba el científico, en una mesa, sentado frente al ordenador, frente a este texto que estáis leyendo. Miró a la pantalla preguntándose hasta qué punto la ciencia debía hacer más por estos niños. Siguió mirando este mismo texto un buen rato, callado, quieto, sin hacer nada.
Y entonces tecleó el final:
… que lo siento».
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