Lagartija

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TEXTO POR ANA BERMEJILLO
ILUSTRADO POR SONIA CASTILLO
ARTÍCULOS | KIDS
LAGARTIJA | NATURALEZA
15 de Diciembre de 2016

Tiempo medio de lectura (minutos)

El primer día salimos a explorar el jardín. No serían ni las siete de la mañana pero aquellas vacaciones te empeñabas en madrugar y me sacabas de la cama apenas intuías que alboreaba.

Un sendero de piedra bordeaba la casa de papá. Más allá, la hierba, blanda y agreste, moteada de flores de trébol y esbeltos dientes de león que casi me llegaban a las rodillas.

Había dos higueras retorcidas que un día aprenderías a trepar (habías empezado a gatear hacía apenas unas semanas), un pequeño ciruelo (¿o era un peral?), un manzano, un níspero, una adelfa en flor, un laurel que casi tapaba completamente la casa de tres pisos del vecino, un par de rosales longilíneos, un pino piñonero y, frente al portón que exhibía orgulloso las iniciales de tu tatarabuelo, dos altísimas palmeras centenarias.

Cuento Lagartija. Niño gateando en el jardín

También había tiestos de geranios, cactus y euforbias, verbenas y jazmines, aloes y siemprevivas, albahaca y romero, tomillo y lavanda, primaveras y pensamientos de color violeta.

Me gustaba enseñarte a llamar a los pájaros y a entusiasmarte con las mariposas que parecían bailar con los primeros rayos de sol, blancas, doradas, amarillas...

Y de pronto, una lagartija pasó corriendo a nuestro lado para escurrirse entre las macetas que bordeaban el muro y la miraste perplejo y sonriente, con toda la boca abierta que dejaba ver tus primeros dos dientes, con toda la cara vuelta sonrisa, tan feliz como si hubieras descubierto un tesoro.

Cuento Lagartija. Lagartija en el jardín

Doblamos la primera esquina de la casa. En las cuerdas de tender holgazaneaban las arañas. Camino a la entrada de la bodega la descubrimos. Estaba agazapada en un cubo azul, lleno hasta la mitad de agua de lluvia. Mediría lo mismo que mi pulgar y nos miraba curiosa y desafiante, con sus cuatro patitas firmemente pegadas a su pared azul, tenía el cuello erguido, y la piel mojada, como metálica, brillando al sol. Pensé que te gustaría ver cómo la lagartijita salía corriendo y le eché con la mano algunas gotas del agua del cubo. Me imaginé que treparía, ágil, y desaparecería de nuestra vista en unos segundos. En vez de eso cayó al agua. Me asusté, no fuera a ahogarse. Pero, ante mi sorpresa y tu mirada fascinada, nadó durante unos segundos moviendo frenéticamente su cola alargada y volvió a aferrarse a la pared del cubo. De nuevo hierática y hermosa al sol. La miramos enamorados. Ignoraba que las lagartijas supieran nadar. Tantas cosas ibas a descubrirme y aprenderíamos juntos. Tu lagartijita nos devolvía la mirada orgullosa con sus afilados ojos amarillos. 

Tocaba desayunar así que nos despedimos de ella y te aseguré que la pequeña estaba esperando a su mamá, que pronto vendría a buscarla. 

A la mañana siguiente, y a la otra, no nos olvidamos de salir a saludar a tu mascota que seguía impertérrita, en la misma pared del mismo cubo.

Cuento LAgartija. Lagartija en el borde del cubo

Y luego acompañamos a los abuelos a la montaña, cinco, seis días. Y mientras te observaba jugar en otro jardín, y entusiasmarte con las amapolas, y empeñarte en mantenerte tú solo de pie, me acordé alguna vez de tu lagartija y me pregunté si sería capaz de cazar algún bichito desde su atalaya y si de verdad su madre habría ido a buscarla. 

Cuando volvimos de Sarnano, un poco me había olvidado de tu amiga pero, al segundo día de vuelta en casa de papá, una tarde de siesta y de solana, salí a tender y no me resistí a asomarme a la guarida de nuestra lagartija.

En el fondo del cubo, panza arriba, pálida e inmóvil, yacía la pequeña.

Me sentí tan triste, supe tan agudamente que te había fallado por no haberla ayudado a conseguir su libertad cuando debía, que se me encogió el corazón y entré apresuradamente en casa, dando gracias a dios por que fueras demasiado pequeño para haberte encariñado con el animalito.

Le conté nuestro secreto a papá y acordamos que debía darle sepultura.

Salí de nuevo apenas cinco minutos después. Con una hoja seca recogí el cadáver del fondo del cubo y al ir a depositarlo en la hierba, como por magia, tu amiga se retorció antes de quedar bajo un matojo de hierba. Resucita, resucita, imploré. Pero el cuerpecito inerme no volvió a moverse y lo cubrí con la misma hoja seca con que tan fácilmente pude haberla salvado de su destino.

No me atreví a comprobar si en efecto resucitó o si su madre, al fin, recuperó a la pequeña. Sí me juré, mi amor, mientras escribía este cuentito y Mía y tú dormíais pegados a papá, que no descuidaría nunca el empujarte a ser libre, ni el derribarte cualquier pared resbaladiza que pudiera cercar tu camino.

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