Imaginando a Lewis. Imaginando a Charles.

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—Entonces debes decir lo que piensas —siguió la Liebre de Marzo.
—Ya lo hago. O al menos… al menos pienso lo que digo… Viene a ser lo mismo, ¿no? —preguntó Alicia.
—¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! ¡En tal caso, sería lo mismo decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!

TEXTO POR ÁNGEL ABELLÁN
ILUSTRADO POR ROCA MADOUR
ARTÍCULOS
NEUROCIENCIAS
9 de Enero de 2017

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Imagino a Charles Lutwidge Dodgson levantándose a las siete de la mañana, en un invierno de octubre, a media hora del amanecer inglés. Lo imagino despertándose en ese punto en el que no sabemos muy bien si es de día o de noche. Un punto interpretable, difuso, ambiguo… de estos que, imagino, él tanto disfrutaba.

Imagino al profesor recorriendo las calles de Oxfordshire, camino a la universidad, divagando entre números y formas. Entre verdades y mentiras. También entre las letras de algunos poemas. Era matemático, especializado en geometría, pero amante del álgebra. Adoraba la lógica, que era una mezcla entre la filosofía y las matemáticas. Le apasionaban los acertijos y los problemas. Necesitaba la literatura de aventuras, pero más aún la poesía. En sus ratos libres era hasta fotógrafo. En fin, imagino que debía tener demasiado sobre lo que divagar y que esto, supongo, debía convertir en todo un desafío aquello de mantener la cordura. Algunas veces lo conseguía y otras, al parecer, le era imposible.

—¡Vaya! —se dijo Alicia—. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!

Imagino, a pesar de todo, a un Charles absolutamente metódico ajustándose la pajarita en la puerta de la universidad, adentrándose en su aulario y aclarándose la voz. Lo imagino diciendo algo así: «Bienvenidos a la asignatura de Geometría. Mi nombre es Charles Lutdwig y seré vuestro profesor». Imagino que su pasión desmedida por la ciencia y su increíble intelecto, le permitían concentrarse en aquella clase de aquel miércoles de aquel octubre. En eso y solamente en eso.

Necesitaba la literatura de aventuras, pero más aún la poesía. En sus ratos libres era hasta fotógrafo

Imagino a Charles volviendo a casa tras su jornada laboral, divagando de nuevo, solo que con la mente cansada. Lo visualizo bajando del tranvía, entrando en casa y quitándose una pajarita que le producía una cierta presión en el cuello. Le veo sentado en su silla, agotado, mirando la foto de una niña pequeña ligera de ropa llamada Alice. Una foto bastante indecorosa. Imagino que conscientemente indecorosa, pero quién sabe.

Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya —dijo Alicia en voz alta—. Tengo que estar bastante cerca del centro de la Tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de profundidad…

Imagino a Charles abriendo una libreta vacía y librándose de una carga, desatando una locura, desenfrenado en pleno arrebato. Imagino entonces, con bastante claridad, cómo nace Lewis Carroll. Nace, supongo, cada noche. Una y otra vez, sin falta. Nace como una forma de estampar toda su incontinencia mental contra un papel. Una forma de respirar y, al final, de sobrevivir.

Imagino el choque que supone en la cabeza del escritor su ciencia y su arte. Imagino a Lewis luchar contra Charles, sin éxito. Una y otra vez. Imagino el momento clave en el que comprende que es imposible separarse de sí mismo. Que él es el único que se extirpa y se cose de nuevo. Que lo hace por unas pasiones que son más gigantes que los gigantes de sus historias. Que está harto de ser grande un día, para ser diminuto al siguiente. Lo imagino entonces reconciliándose consigo mismo, trabajando en equipo aun siendo una sola persona. Toda una contradicción, de esas que él tanto adoraba.

—¡Ten cuidado, cinco! ¡No me salpiques de pintura!
—No es culpa mía —respondió cinco, en tono dolido—, siete me ha dado un golpe.
—¡Muy bonito, cinco! ¡Échale la culpa a los demás de todo!

Imagino a Lewis regocijándose en la demencia tras la máscara de un sombrerero, reclamando a Charles cuándo había que darle lógica a lo ilógico. O cuándo había que desafiar a la lógica mediante acertijos aparentemente ilógicos, hilados desde una mente matemática experta que escondía muy bien sus secretos en ellos. Preguntándose, tal vez bajo los efectos de algún estupefaciente, en qué se parece un cuervo a un escritorio. ¿En qué se parece? Me lo he preguntado mucho, pero no parece haber respuesta. Pero, ¿y si la hubiera?

Imagino a Lewis regocijándose en la demencia tras la máscara de un sombrerero, reclamando a Charles cuándo había que darle lógica a lo ilógico. O cuándo había que desafiar a la lógica mediante acertijos aparentemente ilógicos, hilados desde una mente matemática experta que escondía muy bien sus secretos en ellos

Imagino a Lewis soltando la pluma, exhausto pero volviendo a respirar a un ritmo pausado. Como el que corre una maratón, comenzando con fuerzas pero llegando a meta sin una gota de energía. Sintiéndose feliz, o algo similar. Lo imagino acostándose con la sensación de pesar varios kilos menos. Entrando con timidez en esa zona fronteriza que separa el sueño y la realidad, imagino a Lewis —y al sombrerero, y a la reina, y al conejo— cerrando los ojos.

Veamos: cuatro por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro por siete… ¡Dios mío! —exclamó Alicia— ¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la tabla de multiplicar no significa nada. Probemos con la geografía.

Imagino cómo, a la mañana siguiente, es Charles quien abre los ojos a las siete y quien sale de casa, dejando a Lewis solo entre sus maravillas, ideando su nuevo libro El juego de la lógica, y exclamando constantemente:  «Vuelve pronto, Charles, aquí te necesitamos más que en ningún otro sitio…».                                                                                                                                                  

Referencias

—Sergio Ferrer. Lewis Carroll en el país de las matemáticas. Agencia SINC.
—Lewis Carroll. 2003. Alicia en el país de las maravillas. Ediciones del sur.

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