Percy Spencer y el zombi somnoliento

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«Los muertos están entre nosotros. Zombis, gules —sin importar su etiqueta—, estos sonámbulos suponen la mayor amenaza para la humanidad, aparte de la humanidad en sí misma». (Zombi: guía de supervivencia, Max Brooks)

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR JOSÉ MORENO
ARTÍCULOS
MAGNETRÓN | MICROONDAS
6 de Febrero de 2017

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Golpeó el móvil con furia. Tenía que cambiar la melodía del despertador: le gustaba demasiado el Highway to Hell de AC/DC como para seguir asociándolo a un momento tan chocante. Con los ojos aún cerrados, buscó a tientas con los pies sus zapatillas y entró en el baño. Tras vaciar la vejiga pasó frente al espejo y decidió que, después de todo, parecía que el apocalipsis zombi había llegado mientras él dormía y le había dado de lleno. Odiaba los lunes. Con ese pensamiento en la cabeza volvió a entrar en el cuarto.

71 años antes, y al otro lado del charco, un tipo serio con gafas de concha llegaba al trabajo. «Hola, Percy», saludó un compañero. «Señor Spencer», dijo con una sonrisa el chico del correo. Otro día más en Raytheon. Allí le conocía todo el mundo: nadie olvidaba que Raytheon era contratista del Departamento de Defensa y que Percy Spencer era un patriota que había conseguido aumentar exponencialmente la producción de magnetrones, el corazón de los radares, para los esfuerzos militares estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial. Llegó a su oficina y se puso su bata de laboratorio. Como cada día, palpó en su pantalón en busca de la pequeña barrita que siempre guardaba para dar de comer a las ardillas en el parque cercano. De orígenes humildes, Spencer nunca olvidaba a los pequeños amigos que le habían ayudado a pasar una dura niñez.

Se sentó en la cama. Sabía que debía ir a desayunar pero también sabía que por eso ponía el despertador más temprano. Necesitaba tiempo. Con los ojos cerrados, pensó en todas las decisiones equivocadas que había tomado en su vida. Levantarse de la cama era claramente una de ellas. Solo quería dormir un poco más.

La mañana transcurrió tranquila en Raytheon. Cómo habían cambiado las cosas desde que comenzó a trabajar allí: ahora tenía a su cargo a casi 5000 personas. Pero eso no lo había alejado de la experimentación, nunca. Además, la guerra había acabado hace pocos meses y algunos de los chicos que las habían pasado canutas en Europa y el Pacífico estaban regresando a casa. Comenzaba una nueva era llena de esperanza.

No había esperanza. Era lunes y llovía. Era lunes y tenía que ir a trabajar. Era lunes y punto. Arrastró los pies por el pasillo y se dio cuenta que había dejado las zapatillas junto a la cama cuando se sentó a compadecerse de sí mismo. De vuelta a la habitación, se golpeó el meñique derecho con el marco de la puerta. Dolor agudo. El zombi abrió mucho los ojos pero tras dos minutos de resoplidos y palabras malsonantes, rescató sus zapatillas y comenzó el camino a la cocina. El zombi necesitaba café. Y pronto.

No había esperanza. Era lunes y llovía. Era lunes y tenía que ir a trabajar. Era lunes y punto.

Antes de salir a almorzar, Percy hablaba junto a dos operarios cercanos a un radar activo. Estaban probando un nuevo magnetrón. Cuando ya estaba dirigiendo sus pies hacia la puerta se dio cuenta de que su pantalón estaba hecho un desastre. La barrita que llevaba a las ardillas se había derretido. ¿Cómo era posible si era puro caramelo con cacahuetes? Uno de los operarios se rio, a veces esas cosas pasaban junto a un radar. Percy Spencer ni siquiera sonrió y los operarios pensaron que estaba enfadado por su pantalón. Pero Percy estaba pensando.

Introdujo una cápsula de café en la Máquina Infernal y apretó el botón. Prefería las cafeteras italianas pero eran un coñazo y vivía solo. Él la llamaba Máquina Infernal porque a esas horas todo le molestaba y hacía mucho ruido. De hecho, a los zombis les molesta casi todo hasta que son las 12:00 y alguna cosa menos cuando es mas tarde. Con los ojos semicerrados buscó las galletas, sacó la leche de la nevera y esperó a que la cafetera dejase de gotear.

Cuando los operarios salieron a almorzar, Percy volvió al radar que había arruinado su pantalón. Había salido a por maíz a una pequeña tienda de Cambridge (el de Massachusetts) y la cajera, una chica rubia que mascaba chicle al ritmo del Rum and Coca Cola de las Andrews Sisters que salía de una radio, le indicó que había una tintorería al otro lado de la calle. Percy no la escuchó. Tenía prisa. Ya en Raytheon, cogió un pequeño bol de cristal e introdujo en su interior un poco de maíz. Lo acercó con cuidado al magnetrón. Tres minutos más tarde, tenía palomitas. Salió corriendo a ofrecerlas a sus compañeros pero nadie pareció creer que aquel radar tenía en absoluto nada que ver con todo aquello. Necesitaba algo más: necesitaba un huevo.

Echó leche en la taza y la metió en el microondas. Como siempre, se quedó de pie, observando cómo daba vueltas mientras se iba calentando. Cuando era pequeño, su madre le preparaba el desayuno. Qué tiempos aquellos. El desayuno tardaba mucho más pero al menos no tenía que preparárselo y lo peor que te podía pasar es que la leche tuviera nata. Su madre siempre le servía la leche hirviendo a su pequeño zombi de un cazo con un color amarillento en la parte más baja. Siempre se le quemaba. Siempre tenía nata.

Percy corría por el pasillo hacia la gente que se arremolinaba a la entrada del laboratorio. Después de todo, parecía que se había corrido la voz sobre las palomitas. Llevaba un huevo en la mano. Apartó a los curiosos, entró al laboratorio y sin más ceremonias puso el huevo en una tetera a la que le había practicado un agujero, con la intención de dirigir las microondas del magnetrón a través del hueco. Silencio. Una risita nerviosa junto a la puerta. Y entonces… ¡PLAF! El huevo reventó en la cara de un colega que no quitaba ojo de aquella magia inexplicable. Miró con incredulidad a Percy y todo el mundo se echó a reír. Percy sonrió: ya lo tenía.

El ding lo despertó de su ensoñación. Abrió la puerta del microondas: la taza estaba ardiendo. Muchas veces se había preguntado cómo demonios aquel aparato calentaba las cosas sin calor. Pero el zombi dejó de pensar en cuanto tomó el primer sorbo e introdujo la primera galleta en el café. Con un silencioso agradecimiento a quien lo inventó (los zombis solo creen en aquellos que les hacen la vida más fácil), cerró los ojos y abrió la boca para recibir la primera galleta goteante del día, como una hostia sagrada de la Iglesia de los No-Muertos.

El chico del correo no entendía nada. Se rascaba la cabeza con peinado militar bajo la gorra mientras uno de los operarios se lo explicaba de nuevo, esta vez con palabras menos técnicas. La materia estaba compuesta por moléculas y cuando hablaban de temperatura de un objeto lo que se medía era la velocidad con la que se movían esas moléculas. Mayor velocidad, mayor temperatura. Un magnetrón era una cosa muy muy complicada que básicamente generaba microondas, unas ondas tan rápidas como la luz y de baja frecuencia que se encontraban entre las ondas de radio y el infrarrojo en el espectro electromagnético. Agitaban las moléculas de agua, los azúcares y algunas grasas presentes en los alimentos, haciendo así que aumentaran de temperatura por radiación. El operario decía que era igual a cómo el Sol calentaba tu cara. El chico no había visto a nadie a quien le explotara la cabeza bajo el Sol, por muchas horas que pasaran, pero había visto el huevo explotar en la cara de aquel fulano. Era para pensárselo.

El operario decía que era igual a cómo el Sol calentaba tu cara.

Puso la taza y la cucharilla bajo el grifo y los metió al lavaplatos. Hizo una llamada a la oficina para decir que estaba en un atasco y fue de camino a la ducha. El zombi iba volviendo a la vida y esperaba que un rato bajo el agua le acabara de despertar.

Saludó a tres compañeros que, entusiastas, cabecearon en su dirección a la salida del trabajo. Había sido un día muy largo y todo el mundo sabía ya lo que había pasado en el laboratorio. Tanto tiempo rodeado de magnetrones, de radares… y no había caído en la cuenta en otras aplicaciones del mismo fenómeno. Maldita sea. El magnetrón tenía un filamento que se calentaba emitiendo electrones y el imán giraba y giraba y giraba creando las microondas. En el futuro, si se aplicaba a la alimentación, habría que hacer que el plato girase para que la forma en que incidían las ondas fuese uniforme y no se concentrara en una zona. Los alimentos se calentaban de dentro hacia afuera y habría que buscar un compromiso entre aplicación y giro. Pero eso quizá no pasara nunca. Percy siempre se adelantaba a todo: el mundo aún sentía escalofríos tras lo ocurrido ese verano en Hiroshima y Nagasaki y quizá aún no estaban preparados para estas novedades. Salió al parking y vio a los pies de un árbol cercano a sus amigas las ardillas. Hoy su comida había servido para descubrir algo muy especial. Al día siguiente les traería ración doble. Arrancó el coche y puso rumbo a casa, ignorando que Raytheon ya estaba estudiando patentar el descubrimiento y quedarse con todos los beneficios. Con suerte, recibiría un bonus de dos dólares que pagaban a todos sus empleados por cada patente que nacía de su trabajo. Pensó en el maravilloso futuro que esperaba tras la esquina, en la época de descubrimientos, ideas y valor que le había tocado vivir. El mañana tenía que ser alucinante.

No había cobertura en el metro. Un chaval hacía escuchar reggaetón al resto del vagón con su móvil. Aunque pareciera que no compartían nada, ambos tenían en su mano un aparato que emitía microondas miles de veces menos potentes y peligrosas que las de su cocina: unos 1000 vatios contra 1. Pensó en el futuro y soñó con heavy metal y cobertura en todos los sitios. El mañana tenía que ser alucinante.

BIBLIOGRAFÍA

— The Amazing True Story of How the Microwave Was Invented by Accident. Blitz, M. - Popular Mechanics
First patent for the  microwave. Levine, Alaina G. - APS Physics 

 

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