Un gran debate

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Estamos acostumbrados a ver debates políticos, económicos e incluso de noticias del corazón. Todos los debates tienen algo en común: se basan en ideas y opiniones de las personas que participan. En el ámbito científico también hay debates, pero a diferencia de los anteriores las ideas y opiniones están respaldadas por pruebas y datos. A menudo estas pruebas están incompletas pero, aun así, el debate continúa.

TEXTO POR JORGE BUENO
ILUSTRADO POR DINO CARUSO GALVAGNO
ARTÍCULOS
ASTRONOMÍA
27 de Febrero de 2017

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La astronomía es una rama de la ciencia que se basa en la luz que recibimos de los distintos cuerpos celestes, bien sea a través de nuestros ojos o gracias a telescopios o detectores. A partir de esa luz, somos capaces de interpretar lo que está ocurriendo, en muchos casos, a miles de millones de años luz de distancia, gracias a un esfuerzo intelectual que realizamos de manera individual —unas pocas veces— o colectiva —en la mayoría de las ocasiones. Este hecho presenta una dificultad: no ser capaces de ir al cuerpo celeste en cuestión para tocar y medir directamente implica que dicho esfuerzo intelectual lleve a diferentes interpretaciones dependiendo del astrónomo que haga la observación. Son estas interpretaciones las que pueden llegar a generar debates intensos, de los cuales alguno ha llegado a ser histórico.

Retrocedamos en el tiempo, a la primera mitad del siglo XX, y presentemos a los protagonistas. El primero es Harlow Shapley, un astrónomo estadounidense que comenzaba a trabajar en el observatorio de Monte Wilson justo cuando se acababa de instalar un telescopio de 1,5 metros de diámetro. Con este telescopio se dedicó a estudiar unas asociaciones de estrellas conocidas como cúmulos globulares. Una de las ventajas de contar con un telescopio tan potente fue que pudo resolver un tipo de estrellas variables conocidas como Cefeidas. Las variables cefeidas toman su nombre de una estrella característica denominada Delta Cefeo. Estas estrellas están periódicamente expandiéndose y contrayéndose de manera que cuando se expanden su brillo aumenta y cuando se contraen disminuye.

En ese momento de la historia entra en escena una gran astrónoma: Henrietta Swan Leavitt. Leavitt estudió el periodo de algunas de estas estrellas que se encontraban en la Pequeña Nube de Magallanes y descubrió que cuanto mayor era el periodo (el tiempo que pasa entre las sucesivas expansiones y contracciones) mayor era su luminosidad. Este descubrimiento resultó ser de gran importancia ya que permitía establecer una relación entre su magnitud absoluta y el periodo de las estrellas.

En astronomía se habla de dos tipos de magnitudes. Por un lado, tenemos la magnitud aparente que es la luminosidad que medimos directamente en la Tierra. Por otro lado, tenemos la magnitud absoluta que, por convenio, es la luminosidad que tendría una estrella si la lleváramos a una distancia de 32,6 años luz, que equivale a 10 parsecs. La diferencia entre estas dos magnitudes nos permite determinar la distancia a una estrella usando una sencilla fórmula matemática. El parsec es la unidad de distancia que realmente usan los astrónomos. Por otro lado, la unidad que todos conocemos como año luz es su equivalente popular, y se usa principalmente a la hora de divulgar resultados al público general.

A raíz de su descubrimiento, el razonamiento de Leavitt fue el siguiente: si logramos determinar la magnitud absoluta de una estrella cefeida cercana y comparamos su periodo con la relación descubierta entre periodo y magnitud absoluta, podemos comparar este periodo con el de una estrella más lejana con el mismo periodo y asumir que tienen las misma magnitud absoluta. A partir de ahí, midiendo su magnitud aparente, solo se necesitaría calcular la diferencia entre estas dos magnitudes para obtener su distancia.

En astronomía se habla de dos tipos de magnitudes. Por un lado, tenemos la magnitud aparente que es la luminosidad que medimos directamente en la Tierra. Por otro lado, tenemos la magnitud absoluta que, por convenio, es la luminosidad que tendría una estrella si la lleváramos a una distancia de 32,6 años luz, que equivale a 10 parsecs.

Por su parte, otro astrónomo importante en esta historia es Ejnar Herztsprung, quien usó el método de la paralaje para calcular la distancia a cefeidas cercanas y utilizó la relación de Leavitt para calcular la distancia a cefeidas más lejanas. A pesar de que sus primeros resultados no fueron muy buenos, sentó las bases para que el primer protagonista del debate reconociera la importancia de las cefeidas en la determinación de las distancias.

Shapley utilizó y refinó los estudios de Leavitt y Hertzsprung y los aplicó a las cefeidas descubiertas en los cúmulos globulares que estaba observando, con lo que pudo determinar la distancia a la que se encontraban. Los resultados decían que se encontraban a distancias tan lejanas como 220 000 años luz. 

Ahora, retrocedamos aún más en el tiempo. En concreto a 1784. En esta fecha, Charles Messier publicó un catálogo en el que listaba 103 cuerpos celestes que denominaba nebulosas por el simple hecho de que, utilizando los medios técnicos de su época, parecían objetos difusos e indefinidos. Más adelante, en 1802, William Herschel publicó otro catálogo, ampliando el de Messier hasta alcanzar las 2500 nebulosas. Posteriormente, William Parsons, a finales de la década de 1840, dirigió su telescopio —más potente que el de Herschel y construido también por él mismo— hacia M51, uno de los objetos del catálogo de Messier, y lo que observó fue increíble: no se trataba de un objeto difuso e indefinido, ¡tenía una estructura espiral! Parsons siguió observando objetos de los catálogos y descubrió que otros también tenían esa misma estructura, en la que no se podían distinguir estrellas en su interior, así que estas nebulosas espirales seguían siendo un misterio. Sin embargo, por muy interesante que resultase, aquel misterio no era comparable con otro más grande aún: ¿estaban esas nebulosas en el interior de nuestra galaxia, la Vía Láctea?

En la época en la que Shapley calculó la distancia a los cúmulos globulares se estimaba que el tamaño de la Vía Láctea era de unos 30 000 años luz, pero si se suponía que estos cúmulos formaban parte de la Vía Láctea, ¡su tamaño habría crecido de repente hasta los 300 000 años luz!

Aparte de las cefeidas, los astrónomos, en aquellos años, habían empezado a utilizar otros objetos estelares para calcular distancias. Estos eran conocidos como novas, unas estrellas que tienen erupciones de materia que hace que aumente significativamente su luminosidad. Lo interesante es que habían encontrado novas en esas misteriosas nebulosas espirales. La implicación de este descubrimiento es que se empezó a pensar que las nebulosas espirales podrían ser agrupaciones de estrellas y, lo más interesante, podrían ser agrupaciones independientes situadas más allá de la Vía Láctea, ya que algunas estimaciones de distancia la situaban más allá de los 300 000 años luz.

A la luz de este descubrimiento, Shapley tenía la opinión de que esas nebulosas espirales eran pequeños sistemas asociados a la Vía Láctea. Y aquí comienza el debate en el que entró Heber Curtis, una de las primeras personas que habían descubierto novas en esas nebulosas espirales (en realidad fue el primero, pero no publicó sus resultados a tiempo y no se llevó ese mérito). Curtis, usando sus estudios sobre novas y los de Vesto Slipher —un astrónomo holandés que había descubierto mediante espectroscopia y el efecto Doppler que la nebulosa de Andrómeda se acercaba a la Tierra—, opinaba que esas nebulosas espirales eran galaxias muy alejadas de la Vía Láctea, al contrario de lo que opinaba Shapley.

Shapley tenía la opinión de que esas nebulosas espirales eran pequeños sistemas asociados a la Vía Láctea.

La Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, en 1920 planteó un debate que se llegó a conocer como «La escala del Universo». A través del Boletín del Consejo de Investigación Nacional, Shapley y Curtis se esforzaron, durante un año, en demostrar a través de sus investigaciones que los dos tenían razón.

Curtis opinaba que esas nebulosas espirales eran galaxias muy alejadas de la Vía Láctea.

Fue otro astrónomo holandés, Adriaan Van Maanen, quien, comparando imágenes de esas nebulosas espirales en dos momentos diferentes del tiempo, calculó algunos de los periodos de rotación de esas nebulosas espirales. Obtuvo unos valores de 60 000 a 240 000 años. Para Shapley, este resultado fue revelador. El método utilizado por Van Maanen para calcular distancias era similar al de la paralaje. Dedujo que como el método de la paralaje solo era válido para distancias pequeñas (objetos que estaban cerca de nosotros), las nebulosas espirales debían de estar próximas a la Vía Láctea, con lo cual el debate se decantaría a su favor. A su vez, Curtis, dada la reputación científica de Van Maanen, pensó que sus propios resultados debían estar equivocados y por lo tanto debía de dar por perdido el debate.

¿Significa esto que Shapley tenía razón? Ni mucho menos, ya que a pesar de que en un debate se intercambia, aceptan y refutan ideas, en ciencia además de opiniones se necesitan resultados de investigaciones. En ese momento todavía no se disponían de todos los hallazgos científicos que resolverían la cuestión del debate. A raíz de lo que conocemos hoy sobre el Universo, Shapley no tenía razón, pero aunque la opinión de Curtis se podría parecer más a lo que conocemos, todavía estaba equivocada.

¿Y quién fue el astrónomo que puso fin al debate? Pues, aunque esa es otra historia, todos conocemos a su protagonista, ya que algunas de las fotografías que más han conseguido sorprender a astrónomos profesionales, aficionados y público en general han sido tomadas por un telescopio que lleva su nombre: el telescopio espacial Hubble.

 

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