Condado de Kent, Inglaterra, algún día frío y seguramente con niebla de 1882
Charles ya estaba cansado de recibir correspondencia. Cada día, especialmente desde que publicara el Origen de las especies, recibía centenares de cartas, algunas de admiradores pero más frecuentemente de energúmenos que le ridiculizaban por haber convertido al todopoderoso centro de la creación en un enclenque tataranieto erecto del mono. Hasta le habían llegado noticias de una marca española de anís, Anís del Mono, que utilizaba su retrato simioide como exitoso reclamo publicitario, lo cual le resultaba gracioso. Ese día, sin embargo, después de la criba habitual, abrió una carta en cuyo remite figuraba el nombre de un tal Walter Drawbridge Crick. A Charles el nombre no le decía nada, pero esta vez lo que leyó le resultó interesante. Walter era un zapatero aficionado a la ciencia que pasaba las horas montado en su bicicleta, levantando piedras y escudriñando lagos en busca de fósiles, rarezas biológicas y cualquier cosa que despertara su curiosidad. En su última excursión, a costa de una pulmonía, había descubierto en un pequeño lago de la campiña inglesa un berberecho de agua dulce adherido a la pata de un escarabajo buceador.
Hasta le habían llegado noticias de una marca española de anís, Anís del Mono, que utilizaba su retrato simioide como exitoso reclamo publicitario, lo cual le resultaba gracioso.
Este hecho, pensó Charles, podría servir para explicar la dispersión de pequeños bivalbos en ecosistemas acuáticos terrestres, y contestó al autor inmediatamente acribillándole a preguntas. Walter, a pesar de no tener ningún tipo de educación formal, era un experto malacólogo (estaba especialmente orgulloso de haberle puesto su nombre a dos especies de gasterópodos), y le contestó rápidamente enviándole los ejemplares, emocionado por el nacimiento de su amistad científica con el biólogo más relevante de su tiempo. Este intercambio de correspondencia entre el zapatero friki y el padre de la selección natural desembocó en el último artículo de Darwin, publicado en la revista Science pocos días antes de su muerte, en el que se explicaba la dispersión en tierra firme de pequeños bivalbos y cómo migraban entre humedales cercanos aprovechando el transporte de otros animales con mayor capacidad viajera.
Northampton, Inglaterra, una noche de la década de los treinta, nieva tímidamente.
En una de sus incursiones a la buhardilla de la zapatería, Francis ha descubierto un fajo de cartas antiguas ocultas entre betunes y tacones de repuesto. Por lo que le han contado, sabe que su abuelo Walter era un bicho raro y que se pasaba las horas libres deambulando por la campiña a la caza de misterios biológicos. En ese fajo, ayudado por la luz de un candil de aceite, encuentra la correspondencia de su abuelo con Charles Darwin y el artículo de la revista Science que ambos escribieron juntos. Siempre ha sido un culo inquieto y desde que tiene uso de razón, se entretiene jugando con las colecciones de fósiles de su abuelo, imaginándose cómo sería la vida en la Tierra antes de que esos seres vivos pasaran al estado pétreo. La lectura de este nuevo tesoro es la gota que colma el vaso de su imaginación y le hace verse a sí mismo como un gran científico y el sucesor de su abuelo desentrañando los misterios naturales.
Cambridge, otro día de perros, 28 de febrero de 1953
En la barra del pub The Eagle el camarero charla con un parroquiano que le ha pedido un scotch. La puerta se abre y aparecen dos jovenzuelos, clientes habituales del local, uno de ellos es Francis, el nieto del zapatero y coleccionista de moluscos. Exultantes, aporrean la barra y piden unas cervezas ale mientras el joven Francis Crick, grita enloquecido «¡hemos descubierto el secreto de la vida!». Conocido por su desmedida chulería, nadie se extrañó de que Francis exagerara, así los clientes siguieron en sus asuntos alcohólicos sin darle mucha importancia. Sin embargo, aquella vez la afirmación no era simple bravuconería. Francis, junto a James Watson, había imaginado y propuesto un modelo de doble hélice en el que encajaban todas las evidencias experimentales disponibles hasta la fecha para explicar la estructura del ADN, la molécula encargada del almacenamiento y la transmisión de la información genética, la molécula de la vida. Basándose en una serie de evidencias disponibles y en las fotografías de rayos X robadas a Rosalind Franklin por su colega Maurice Wilkins, Crick había puesto la pieza más importante en el complejísimo puzle de la vida desde que el colega de su abuelo, casi un siglo antes, vislumbrara los orígenes del hombre y la evolución.
Darwin había postulado (junto con Alfred Wallace, de forma independiente) cómo la selección natural era una fuerza invisible que seleccionaba y perpetuaba los caracteres de los individuos mejor preparados para un ambiente dados. Sin embargo, el anciano del Anís del Mono desconocía cómo esa información que transmitían los individuos más aptos pasaba de generación en generación. El ADN era el continente de la información y la molécula que transmitía esa variabilidad más o menos favorable para la supervivencia y/o la reproducción que el ambiente seleccionaba.
Podemos imaginar perfectamente que el amor por la ciencia de su abuelo inspiró al joven Crick y le llevó a poner la pieza fundamental en la teoría incompleta de Darwin. Sin saberlo, aquellos paseos por la campiña de Walter Crick que siempre acababan con un par de calcetines empapados y, los días de suerte, algún que otro molusco en el bolsillo, conectarían a dos gigantes de la ciencia. Fue la inagotable curiosidad del zapatero la que contribuyó decisiva e involuntariamente a la resolución de uno de los mayores misterios de la vida.
Podemos imaginar perfectamente que el amor por la ciencia de su abuelo inspiró al joven Crick y le llevó a poner la pieza fundamental en la teoría incompleta de Darwin.
Deja tu comentario!