Las aventuras de Parker. CAPÍTULO 1

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Parker es un vaso de precipitados de 100 mililitros desalentado por la rutina diaria del laboratorio. Su falta de motivación le ha convertido en un asiduo de las barras de casi todos los bares de la ciudad. Exhausto por una vida que cree que no le pertenece, tendrá que tomar serias decisiones para dar un giro radical a su triste existencia. Pero, ¿será capaz Parker de asumir los cambios que lleguen o seguirá sumido en la impotencia de una rutina diaria que cada día le tiene más comida la moral?

TEXTO POR ÁNGEL ABELLÁN
ARTÍCULOS
20 de Marzo de 2017

Tiempo medio de lectura (minutos)

—8:32 h: medir 70 mililitros de agua miliQ.
—9:43 h: medir 65 mililitros de agua miliQ.
—10:54 h: medir 20 mililitros de agua destilada.
—12:05 h: un lavado muy desagradable en el que unos guantes frotaban todas las partes de su cuerpo.
—12:06 h: un pensamiento fugaz. «¡Anda! creo que esto me da gustico». El mejor momento del día.
—12:07 h: una sensación de arrepentimiento y un sentimiento de sentirse muy sucio pese a estar resplandeciente.
—20:00 h: salir del curro tras un aburrido, repetitivo y largo día.
—20:30 h: ir directo al bar.

Para Parker, un vaso de precipitados de 100 mililitros, cada día era igual que el día anterior. Cada semana era igual que la semana anterior. Cada mes… cada mes se repetía la misma charla entre el camarero y Parker.

—Te lo juro, Planck, un día voy a coger mis bártulos y me voy a largar de esta maldita ciudad.

Planck se limitaba a mirar a Parker sin decir absolutamente nada. Parker se planteaba varias posibilidades: puede que Planck tuviese una capacidad de 10 mililitros que le permitía mirarlo sin escuchar una sola palabra; puede que Planck lo escuchase pero le importase un carajo su vida (y quién podría culparlo) o pudiese ser que Planck simplemente fuese sordo. A Parker se la refanfinflaba la posibilidad correcta porque él solo quería desahogarse.

—Algún día… pronto. Te lo juro. Y no me verás más.

Parker se bebió el metanol casi sin respirar.

—Tú sí que sabes escuchar, joder. Ponme otra. Que sea de calidad masas, ¡qué demonios! Me merezco un capricho de vez en cuando.

La melopea que estaba cogiendo Parker comenzaba a hacer estragos en sus reflejos. Era un estado que disfrutaba, lo cual tal vez fuese un signo inequívoco de que tenía problemas con el alcohol. Pero Parker era especialista en ver la botella medio llena. Y en bebérsela hasta que ya estuviese vacía del todo. Quién necesitaba graduación. O exactitud. Nadie.

En esas profundidades mentales se hallaba cuando escuchó la puerta del bar abrirse con un golpe seco y potente. «Mierda», pensó Parker. Y con razón.

—¡Vaya! ¡Pero si es mi hermanito pequeño! ¡Y borracho, como siempre! Eres el orgullo de la familia, Parker.

Parker no apartó la mirada del horizonte, a pesar de que su hermano estuviese hablándole muy muy cerca. Podía oler los restos de ácido acético glacial. Comenzaba a sentir náuseas.

—¿Qué has medido hoy, hermanito? ¿Metanol? ¿Agua? Bah, da igual, seguro que nada que requiera precisión.

Y se acercaba más.

—Tal vez valgas para hacer una fase móvil al 100% de agua.

Y más.

—Porque de metanol no. Te lo beberías todo, ¿a que sí?

Y más y más. Solo les separaban unos pocos milímetros. Parker comenzaba a sentirse enrasado. No aguantaba ni un solo segundo más.

—Me largo a casa, dijo Parker sin mirar a los ojos a su hermano ni un solo segundo.
—Tú no tienes casa, chupóptero. Y ya tienes edad de buscarte…

¡PUM! El portazo de Parker enmudeció el insoportable sonido de la voz de su hermano. Procuró arrancar con buen ritmo, por si acaso, y de camino a casa llegó a pensar que tal vez ese salvaje tuviese razón.

 Las calles de Laboratorio 13 estaban iluminadas y limpias. Las puntas de la ciudad nunca se sentían solas en sus racks.

Las parejas se sentaban en los parques de micropipetas para esconderse y vivir ese amor que veían imposible de romper.

En el rotavapor climatizado apenas quedaban dos nadadores. Era tarde.

La centrífuga recién instalada en las fiestas del barrio de Parker hacía girar a los niños a 500 revoluciones por minuto, eso si el feriante no se saltaba las normas de seguridad y subía a 600 o incluso hasta 700. De equilibrarla ni hablamos, por supuesto.

Sin embargo, muy cerca, el vórtex estaba vacío porque ningún niño quería subirse. A Parker le daba pena el señor que se sentaba a su lado y no se movía nunca, impasible, comiéndose una galleta a un ritmo muy muy lento, indiferente ante la falta de clientes. Parecía que no necesitase el dinero para nada, que aquello no fuese con él.

Para Parker era extraño estar allí. Admitía la belleza de aquella ciudad (la única que había visto en su vida) pero no podía sentirla porque la odiaba, y ya se sabe que algo que odias no puede ser bonito, aun siendo lo más hermoso del universo. Pero era cierto. Todo lo que decía su hermano era cierto. Ya tenía una edad, y vivir en casa de sus padres solo empeoraba su sensación de estancamiento. Ese pensamiento lo envolvió, luego lo conquistó y más tarde lo castigó con fuerza. La ansiedad comenzó a subir por su garganta. Una sensación de irrealidad le cortó la respiración. Un momento tan corto no era suficiente como para replantearse toda una vida, eso estaba claro.

Pero así fue. Una vida en un segundo.

Respiró hondo, miró recto y echó a correr hacia casa. La decisión estaba tomada. Abrió la puerta con ímpetu y fue directo a su habitación. Lanzó su maleta vieja pero sin usar a la cama, que del golpe se abrió. Comenzó a llenarla con sus cosas. Una botella de metanol, otra de ginebra, otra de vodka y un par de cervezas.

Entonces entró su madre alterada, que acarreaba a su padre detrás, como si ella fuese una locomotora y él un vagón inseparable.

—¿Cariño? ¿Qué haces?

Parker tardó un poco en contestar. Por miedo. Por indecisión. Pero tampoco lograba entender qué diablos había ocurrido. Hacía un segundo lo tenía tan claro que podría haber derribado un rascacielos si hubiese hecho falta. Tal vez la figura de su madre, con ese gesto de preocupación, pesaba más que cualquier rascacielos.

—Madre… yo…

La mirada de su madre mostraba cada vez más preocupación. De un inamovible «Madre, he tomado una decisión», Parker dribló a un dubitativo…

—Yo… me voy de casa.
—¿Cómo que te vas de casa? ¿Pero a dónde vas a ir, cariño?

Mientras formulaba la pregunta, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Esto hizo que, para Parker fuese la cosa más difícil que había hecho nunca.

—No puedo seguir en Laboratorio 13. No soy feliz. No me gusta mi trabajo. Estoy harto de medir, de lavados, de que me rotulen. Yo… lo odio.

Su madre comenzó a llorar con más intensidad. Como Parker había previsto, su padre se limitaba a mirar hacia el suelo. Poco después hacia él. Después hacia el suelo. Quién sabe lo que pasaba por su cabeza senil.

—Pero, ¿a dónde irás? ¿Qué vas a hacer ahí fuera, sin enrase?
—No lo sé, mamá. No lo sé. Solo sé que necesito irme de aquí.
—Pero, ¿he hecho algo malo ? ¿Tu padre ha hecho algo malo? Preguntó su madre, aun sabiendo que la respuesta era no y que esa pregunta era chantajista.
—Ya sabes que no se trata de eso. Cuida de papá, ¿vale? Volveré pronto.

Y entonces una lágrima brotó de Parker justo en el instante en el que besó la mejilla de su madre. Otra cuando besó la frente de su padre. Y muchas cuando dejó a su madre y a su padre a sus espaldas, hechos polvo, cerrando la puerta y comenzando a caminar sin mirar atrás.

Y al dejar la ciudad, a sus espaldas la oscuridad se volvió profunda y amenazante. De repente, echó en falta la sensación de arropamiento de las luces de su hogar. Pero Parker estaba decidido, básicamente porque no tenía ni idea de lo que le deparaba el camino más allá de Laboratorio 13. Y la ciudad que lo vio nacer se perdió de vista.

Ahora estaba solo.

Pero se sintió más vivo que nunca.

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