Hace 38 años, Ridley Scott firmaba Alien-El octavo pasajero, una de las obras trascendentales de la ciencia ficción. Un largometraje donde existía un diálogo preciso entre el continente y el contenido, que como toda obra de arte generaba significados precisos y el espectador obtenía lecturas diversas en función de su bagaje cultural y experiencias cinematográficas previas. No olvidemos que los verdaderos artífices de estos personajes son Dan O'Bannon y Ronald Shusett y la iconografía es obra de H.G. Giger. Scott, como buen director de orquesta que es, se encargaba que todos los instrumentos sonaran armónicamente y generó una de las partituras más terroríficas que en la actualidad sigue manteniendo intacta su esencia. Con cada secuela, Ripley y la criatura se vieron transformados por el cincel de distintos directores (Cameron, Fincher y Junet) que intentaron aportar algo nuevo a este particular mundo.
Si uno bucea en la filmografía de Ridley Scott descubrirá que es sumamente irregular. Cuando se rodea de buenos guionistas y grandes artistas o actores hace películas que pasan a la historia del séptimo arte. Los ejemplos son diversos: Los duelistas, Blade Runner, Thelma y Louise, Black Rain y con cierto calzador podríamos meter Hannibal. En 2012, por raro que parezca, sintió el gusanillo de volver al universo que le lanzó a la fama mundial, y el resultado es historia: un auténtico desastre. Contrató a Jon Spaihts (La hora más oscura) y Damon Lindelof (Star Trek) especialistas en reboots y secuelas diversas para crear Prometheus. El objetivo (se supone, porque a día de hoy parece no saber a dónde va) es contarnos cómo llega el space jockey (la monstruosa primera víctima de los xenomorfos que vemos al comienzo de Alien) al planetoide donde aterriza la tripulación de la Nostromo en 1979. El resultado de Prometheus fue una película de serie B con un presupuesto brutal donde sus guionistas coquetearon nada menos que con el creacionismo. Para ello crearon a los ingenieros, unos extraterrestres que se dedicaban a crear y experimentar con armas biológicas en planetas lejanos. Weyland y su tripulación se adentraron en el espacio para ir a conocer a los creadores de la humanidad. Según esta propuesta, nosotros somos el resultado de uno de sus experimentos. Por su parte, Alex Cameron, Anthony Caron-Delion y Peter Dorme destrozaron el ciclo vital de la criatura creada por Giger, inventándose el virus, el Deacon y los Neomorfos. Obviamente, los seguidores le dieron la espalda pese a que la crítica trató de justificar lo injustificable. Finalmente, Scott acabó estrellándose en taquilla a lo grande con su revisitación.
Cinco años después, Jack Paglen (Trasdencence) y Michael Green (Linterna verde) diseñan la línea argumental del guion definitivo de Alien: Covenant obra de John Logan (Gladiator) y el novel Dante Harper. Los cuatro se esfuerzan por deshacer los entuertos creados por sus predecesores y dar pan y circo al gran público, es decir, que regresen los xenomorfos a primera línea. Hasta aquí todo parece ir bien, pero el problema es que crean dos líneas argumentales totalmente distintas, que juegan con distintas claves, y que ninguno de los cuatro consigue crear un diálogo inteligente entre ambas. El resultado una vez más es un lamentable y triste desastre. En la primera línea del guion tenemos la Covenant, una nave espacial con destino al remoto planeta Origae-6 que pretenden colonizar. Un problema técnico hace que la tripulación se despierte, mientras el resto de los colonos y embriones permanecen en estasis. Pronto descubriremos que los personajes de Covenant son igual o, inclusive, más incoherentes que sus compañeros de la Prometheus. Por ese motivo, a los diez minutos el espectador deseará verlos muertos, como merecido resultado de su incompetencia y falta de personalidad. Es un grupo que nadie lidera realmente, donde las decisiones se toman basándose en la creencia y las improvisaciones, más que en ningún protocolo creíble. Y sobre todo sin tener en cuenta que sobre ellos llevan las vidas de unos cientos colonos.
En la segunda línea argumental tenemos la típica historia de Caín y Abel llevada al terreno de la inteligencia artificial. Ahí es donde brilla lo mejor de la película: Michael Fassbender, que da vida a David (superviviente de la Prometheus) y Walter, el sintético de la Covenant. Es una historia marcada por el afán de crear, superar al creador, ser mejor que el padre, inclusive llegando al parricidio.
Estas dos historias poseen dos tempos distintos y son dos trenes de mercancías que van en direcciones opuestas, de tal forma que la colisión está asegurada. Si a ello sumamos que las decisiones que toman los tripulantes de la Covenant son arbitrarias y carentes de la menor lógica, el resultado es un desastre absoluto. En favor de los guionistas solo podemos decir que nos devuelven por fin al xenomorfo, explicando su origen, y nos brindan un baño de sangre. Con un presupuesto de 97 millones de dólares solo podemos decir que lucen estupendamente en cada fotograma.
Finalmente, si tenemos que hablar de la labor de Ridley Scott, hay que reconocer que narrativamente, nos brinda planos perfectos. Sabe perfectamente colocar la cámara en todo momento en el sitio preciso. Lo malo, es su profundo desinterés tanto por el xenomorfo como por los tripulantes de la Covenant. Le parece más interesante la historia centrada en la inteligencia artificial, que a la postre acaba resultando lo único que se salva. Además, parece ciertamente obsesionado por generar una nueva obra maestra, cuando ninguna necesidad hay de reinventar la rueda. Ofrece al espectador multitud de homenajes: en los títulos de crédito iniciales, acordes musicales, diálogos, planos o situando objetos que podíamos ver en la Nostromo. Si los referentes pictóricos que podíamos encontrar en Alien iban de Bacon a Velazquez; en Alien: Covenant, usa de manera artificiosa al pintor suizo Arnold Böcklin y su obra “La Isla de los Muertos”. Encima, intenta hacer una película con una estructura falsamente circular, usando de una forma totalmente kitsch la ópera de Wagner “El oro del Rin”, concretamente “la entrada de los dioses en el Valhalla”. El resultado, en definitiva, es un ejercicio vacío, pretencioso y sorprendente egocéntrico. El problema de Scott es parecido al de George Lucas, parecen más centrados en cuadrar las dos trilogías millonarias a golpe de machete que en dirigir buenas películas. Lo cierto es que sabemos el final de la historia, y encima el realizador británico desconoce la forma de hacer interesante esa conjunción, creando en el potencial espectador un profundo desinterés, por muy inquietante que pretenda ser el cliffhanger.
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