Los secretos de la laca japonesa

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Era la cuarta vez que Nara se refrescaba la cara esa mañana. «¡Maldito sake!», pensó mirando a los ojos enrojecidos que le observaban desde el otro lado del espejo. Su pelo todavía estaba impregnado del olor a tabaco que cinco horas atrás le resultaba tan agradable. Tendría que haberse marchado mucho antes de aquel izakaya, pero era de esa clase de personas que no sabe rechazar un penúltimo trago. Además, libraba al día siguiente, ¿cómo iba a saber que a horas intempestivas recibiría aquella llamada? Su compañera había tenido un imprevisto y se había cobrado uno de los muchos favores que le debía. No podía decir que no.

TEXTO POR OSKAR GONZÁLEZ
ILUSTRADO POR LUIS PINTO
ARTÍCULOS
ARTESANÍA | QUÍMICA
17 de Julio de 2017

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Por lo menos el trabajo en el museo era sencillo y tranquilo. Solo tenía que permanecer enfrente de una mesa con muestras de diferentes materiales artísticos que los visitantes podían tocar para apreciar sus texturas. Y, por suerte, era sábado, un día más ajetreado que los demás pero libre de los estudiantes de primaria que convertían la sala en un maremágnum. Su cabeza lo agradecería.

Entonces apareció aquella pareja de occidentales y tras titubear un poco se dirigieron a ella con un inglés que marcaba las erres.

—Perdón, estamos buscando la Gran Ola de Kanagawa.

Perfecto. Otro par de idiotas. Nara odiaba a esa clase de turistas que acudían a los museos a visitar exclusivamente las obras que dictaban las guías de viaje. En sus fantasías más salvajes destruía Las Meninas o La Mona Lisa por eclipsar al resto de sus compañeras. Y esos dos ni siquiera se habían informado de que la obra no se encontraba en ese momento en el museo. Disimulando su fluido inglés, esbozó una sonrisa y respondió con monosílabos.

—No, no. No ola —no estaba por la labor de malgastar saliva.

Pero para su desgracia no se dieron por vencidos, se habían propuesto amargarle el día. Como si le hiciesen un favor se interesaron por la muestras de colores variados colocados en orden delante de ellos. De forma mecánica, Nara les fue guiando uno por uno por los diferentes materiales: porcelana, madera de Ginkgo, terracota… Hasta que al llegar a una delicada pieza de lacado japonés escuchó una palabra que la sacó de su ensimismamiento.

Urushiol

Vaya, parecía que aquel europeo desaliñado se había aprendido la lección. Seguro que era un dato sacado de la Lonely Planet para impresionar a la joven risueña que le acompañaba. En ese momento, Nara acarició la pieza que había llamado la atención de los extranjeros y, automáticamente, se transportó a su infancia en una aldea diminuta de la provincia de Kaga.

Su familia había trabajado la laca desde que en el siglo XVII los Igarashi se asentaran en la región durante el esplendor del periodo Edo. Su padre siempre se vanagloriaba de que el taller que dirigía hundía sus raíces en lo más profundo de la tradición japonesa. Aquel taller había sido la verdadera casa de Nara y los artesanos que en él trabajaban una parte más de su familia. De pequeña disfrutaba contemplando cómo esas personas depositaban con esmero una capa de laca sobre un objeto, esperaban a que se secase en una cámara de madera que llamaban furo y, tras pulirla con carbón vegetal, volvían a depositar otra capa. Cuando ella misma se inició en los secretos de ese arte descubrió que se ponían hasta veinte. En sus recuerdos era un proceso infinito, como si aquella gente estuviese creando una interminable crisálida de seda.

Nara había sentido desde muy temprano la fascinación por aquellas piezas cuyo brillo parecía proceder de lo más profundo de sí mismas. Antes de levantar un metro del suelo ya se arrimaba a los recipientes donde se almacenaba la laca con la intención de cubrir cualquier objeto que recogía del suelo. Era un esfuerzo en vano ya que todos los artesanos velaban para que no se acercase demasiado. Y es que la laca japonesa contiene urushiol, un compuesto irritante que es a la vez el principal responsable de su belleza.

Uno de los momentos que más le entusiasmaba siendo niña era seguir a los trabajadores que iban al bosque a recolectar la laca. Allí, en contacto con la naturaleza, veía como las manos expertas practicaban hendiduras en las cortezas de algunos árboles (Toxicodendron vernicifluum) de los que recogían la savia. Después, la filtraban, la calentaban y obtenían un líquido translúcido de un tono ámbar.

Sin embargo, rara vez usaban ese tono para cubrir las piezas de madera. Lo que más demandaban los clientes eran objetos rojos y negros: boles, palillos, teteras, cofres, etc. Para lograr esos colores se añadían ciertos polvos a la laca líquida: tierras rojas (con óxido de hierro) o cinabrio (sulfuro de mercurio) para los colores rojizos y sales de hierro (sulfatos de hierro) para los colores negros. Y entonces sí, la laca estaba lista para ser aplicada, capa a capa, hasta lograr un objeto que perduraría durante siglos. Y todo ello gracias al proceso químico que permite que el líquido añadido sobre la superficie de madera solidifique. El urushiol es un compuesto orgánico (un catecol con una cadena alquílica) que en un ambiente húmedo y en presencia de lacasa (una enzima que se encuentra en la propia savia) se oxida y polimeriza para formar una superficie dura y reflectante. Por eso los furos en los que se secaban las piezas habían de mantener un gran nivel de humedad. Algo que Nara no entendió hasta mucho después y que siempre le había contrariado, ya que pensaba que los artesanos deberían dejar los objetos al sol en lugar de meterlos en aquella cámara húmeda. Sea como fuere, gracias a aquel manto protector, se lograba un objeto mucho más duradero, resistente al ataque de ácidos, sales y gérmenes y que al ser impermeable impedía que la madera se pudriese. ¡En su propia casa se conservaban objetos lacados hacía cinco generaciones!

De todos modos no era la perdurabilidad de aquellas piezas lo que más maravillaba a Nara, sino su intrínseca belleza. Ese brillo, esa luz, que solo se podía conseguir siguiendo un cuidadoso proceso. A lo largo de su vida había conocido a artistas que podían realizar maravillosas obras de arte sobre las piezas lacadas: incrustaciones, grabados, relieves… Pero la técnica con la que ella más disfrutaba era el maki-e. Esta técnica consiste en pintar con laca motivos decorativos sobre los que se vierten partículas de plata y oro. Estas partículas se quedan adheridas al líquido todavía fresco, dando lugar a un objeto que aúna la hermosura de la laca y la de los metales preciosos. Nara todavía conservaba una delicada cajita de laca negra con detalles dorados que había elaborado en cuanto su padre le dio permiso para realizar su primer objeto. Esa caja le había acompañado durante toda su vida y era la única conexión que le quedaba con su aldea. Cuando la tenía entre sus manos escapaba de las luces de neón de la ciudad y podía sentir los sonidos del antiguo taller y el olor del bosque verde de su infancia. 

Y entonces Nara notó que cuatro ojos demasiado redondos la seguían mirando esperando algún tipo de explicación.

–No English, sorry.

No tenía ganas de compartir sus secretos con aquellos desconocidos.

Nota del autor

Para hacernos una idea de la importancia de la laca en la cultura japonesa no hay mejor manera que recurrir al kanji, uno de los sistemas de escritura japoneses (de influencia china). En esta escritura, la mayoría de los árboles incluyen en su kanji la raíz árbol (木). Sin embargo el del árbol de la laca (漆) contiene el kanji del agua (氵) en una referencia a que lo importante de este árbol no es su madera, sino su agua, es decir, su savia.

Para saber más

José Luis Merino Gorospe “Preciosismo técnico del arte japonés” y Yayoi Kawamura “Lo cotidiano. El arte de la laca Urushi” en Arte japonés y japonismo publicado por el Museo de Bellas Artes de Bilbao (2014).

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