Las llaves de A

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Muchas veces A se coloca en el vano de la puerta, con los brazos y las piernas bien abiertas, para impedirme pasar.

TEXTO POR ANA BERMEJILLO
ILUSTRADO POR IRENE CUESTA
KIDS
CRIANZA | EDUCACIÓN
27 de Julio de 2017

Tiempo medio de lectura (minutos)

A es pequeñito, apenas llega al metro. Si voy con muchas prisas, despistada, puede ser que no lo vea y me haga tropezar.

Me enfado.

A se ha convertido en una puerta que me bloquea el paso.

«A, apártate, que tengo prisa, no ves que me haces perder tiempo. ¡Quita, hombre!».

Él sacude la cabeza. Niega en redondo. Y sonríe. Sonríe con su cara mordisqueable de gamberro incorregible. No se puede entrar.

Veo al fondo de la cocina el cazo lleno de leche que empieza a hervir, el blanco espumeante que se aproxima peligrosamente al borde de la olla, veo a M2 de pie sobre la silla, en peligroso equilibrio hacia un paquete de galletas, mientras oigo a M1 que me llama, sentada en el orinal, para que le ayude a limpiarse. Y A, como una roca, el guardián de la puerta, imperturbable.

«Soy un dragón. El custodio del foso. No se puede pasar. No te dejo. Usa la llave».

Pese a sus rizos rubios, pese a su mueca bromista, pese a sus ojos juguetones que se parten de risa, yo saco la llave de los gritos. La llave de los alaridos y el mal humor.

«Que te quites he dicho. ¿Eres sordo? Quítate de una vez, maldita sea. Quí-ta-te».

El equilibrio de M2 parece, según pasan los segundos, más precario, la caja de galletas está cada vez más alta. La llamada de M1 se va volviendo más apremiante, cada vez más parecida a un llanto. Su tono, más agudo. La leche que hierve aumenta de temperatura por momentos, cada vez más caliente y peligrosa.

«Soy el monstruo que vigila el castillo. No se puede pasar. Usa la llave».

Y sonríe de nuevo con esa sonrisa suya maravillosa y solar.

Pero yo no la veo. No me fijo en la sonrisa de mi monstruito. Saco la llave de las amenazas.

«Te vas a quedar sin dibujos animados. Hoy no vamos al parque, te lo advierto. Nada de chocolatinas de la abuela. Ni pienso hacer contigo rosquillas en una buena temporada. Y, tú sigue así, que esta noche se cancela la sesión de cuentos de antes de dormirnos...».

La caja de galletas parece que ha trepado al rascacielos de la alacena. ¿Está a un millón de metros de altura? M2 se tambalea en la cuerda floja de mi pavor a que pueda hacerse daño. M1 se ha levantado del orinal y se ha subido braguitas y pantalones sin ninguna ayuda y sin ningún apoyo higiénico, que yo sepa. Pero está lloriqueando. Ahora ha abierto la nevera y ataca la hilera de huevos de la huevera, ha pensado que es hora de lanzarse a la repostería en la medida que lo permitan sus escasos tres años y su cuestionable técnica cocinera. La leche hirviendo rebosa blandamente por los hornillos de la cocina y el gas chisporrotea con el olor pastoso e inconfundible a leche quemada.

Aparto a A de la puerta. Con un empujón. No hay llaves que valgan. Hasta aquí hemos llegado.

Y su sonrisa de sol y de verano se cambia por un borbotón de lágrimas. El dragón de la puerta es otra vez un niño de apenas un metro y poco más de tres años. Que se esconde en su cuarto, abrazado a la almohada y su cachorro de peluche favorito.

Supongo que uno sabe mucho más de puertas y llaves cuando apenas llega al metro de altura, que con mi edad.

Con el fuego apagado, el culete de M1 bien limpito y la caja de galletas en manos de M2, que mordisquea su presa bajo un aparador, me doy cuenta de que he vuelto a confundirme.

Ahora sí que necesito una llave urgentemente. Necesito una llave que abra de nuevo, de par en par, la sonrisa de A.

Pruebo primero con la llave de las disculpas.

«Perdona que te haya gritado así. Me he puesto nerviosa».

Nada. No basta. A está cerrado a cal y canto.

Pruebo con la llave de las promesas.

«No lo volveré a hacer».

Pero no es suficiente.

Pruebo a seducirlo con la llave de las tardes en el parque, de las recetas de rosquillas, de la maratón de dibujos animados mientras golosineamos toneladas de chocolatinas, la llave de los cuentos infinitos que leeremos esta noche.

Nada.

Y al final uso el llavero que sé que funciona siempre y que hubiera sido cuestión de segundos poner en funcionamiento hace un ratito.

El mazo de llaves mágicas que incluye la de los mimos, la de las cosquillas, la del por favor, la llave de los abrazos, la del «te quiero mucho», la de los arrumacos, la de poner caras feas y la de los besos de mariposa en las pestañas.

Se me había olvidado que esas llaves con A funcionan siempre.

Sucede, sin embargo, que estas llaves maravillosas se estropean un poco con los ruidos bruscos y las malas maneras, se resquebrajan por las partes más sensibles y cada vez  funcionan peor. Puede ser incluso que se rompan. Hoy casi estropeo para siempre la de los saludos de esquimal, nariz con nariz.

¿Y qué haría yo sin esas llaves mágicas abre-sonrisas?

 

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