Diolkos: navegando sobre la tierra

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El pasado no siempre vive. Es el tiempo quien, por casualidad o justicia, destapa verdaderas maravillas que hoy nos pueden parecer normales o fácilmente alcanzables pero que para nada lo fueron en su día. Digo esto mirando con las gafas de aficionado a la historia antigua que soy desde hace décadas. Obras faraónicas para una época esplendorosa que le recuerdan a uno que nunca es tarde para aprender y que por eso hay que consumir cultura, en cualquiera de los medios que tenemos hoy a nuestra disposición.

TEXTO POR LEONARDO D'ANCHIANO
ILUSTRADO POR GUILLERMO ALONSO
ARTÍCULOS
HISTORIA
11 de Septiembre de 2017

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Asoman los rayos del amanecer. La claridad de su luz reflejada en la vela del barco les despierta cuando no quieren, como recordándoles que no son ellos quienes mandan en su sueño. Poco a poco, sin mediar palabra, se van colocando. Llegado ese punto, todos son sabedores de que apenas un día después estarán inmersos en una operación logística sin precedentes. Hace ya unos días que salieron del puerto de Crotona en el que conversaron, conocieron y negociaron con nuevas gentes y viejos conocidos. El sur de la península itálica no dejaba nada al azar: nexo perfecto de la ruta marítima entre el oeste y el este del Mediterráneo. Llevaban tiempo ya en esa empresa, y hace mucho que sabían que no era necesario rodear el Peloponeso para llevar su mercancía a Éfeso, en Anatolia. 

El barco atravesaba el mar Jónico dirección Corinto. Con precisión de navegantes habían calculado llegar a puerto aquel día. Y así fue. La observación de las estrellas y las matemáticas lo hicieron posible. Su tez morena era el resultado del soleado clima mediterráneo y sus arrugas eran una mezcla de falta de comida y exceso de esfuerzo. Muchos de ellos recibían la llegada a puerto con cierta algarabía. Buena comida, al fin… y bien regada. No se llevaban mal entre sí, más allá de las típicas discusiones de convivencia. Acrocorinto, la antigua ciudad de Corinto, dada su privilegiada ubicación e importancia, no hacía mucho tiempo que se lucraba de dos puertos. Uno de ellos era Lequeo, en el lado occidental del istmo y a nueve kilómetros de distancia, y el otro era Céncreas, a veinticinco kilómetros al este en el golfo Sarónico del mar Egeo. Pequeños asentamientos habitados por las gentes que se ganaban la vida descargando los barcos que hasta ellos llegaban. No faltaban camastros, ni tabernas, ni mucho menos templos en los que agradecer haber llegado sanos y salvos a tierra firme. Tras cada viaje, una ofrenda al dios de turno relajaba las conciencias de los navegantes.

El característico viento del norte que sopla en el golfo de Corinto les ha acercado a puerto poco después de que rompiera el día. El suave vaivén provocado por las olas sobre la madera de la pequeña embarcación disminuye poco a poco a medida que se aproximan a la costa. Los marineros izan la vela y reducen la velocidad con los remos. Sueltan las piedras que anclarán la nave y, mientras lanzan las amarras a los lugareños, se intercambian saludos: «Kalimera!», «Kalimera! Parakalo, efjaristo». No hacen falta órdenes, todo el mundo sabe su función y con el barco en el muelle empiezan a descargarlo. El capitán se dirige a hacer el pertinente registro y pago. Entre tanto, unos se encargan de descargar a mano los elementos de la vida cotidiana con los que consiguen cobre, y otros colaboran para cargar con la comida las grúas, tan básicas como funcionales (una red, cuerdas, una estructura de madera y sus contrapesos de piedra). El día termina con algunos de ellos abandonándose a los brazos de Morfeo después de una merecida cena. Otros disfrutan de las lindezas de la taberna como solo ellos saben: sentados alrededor de la misma mesa contándose medias verdades.

Era el siglo VI a. C. y el tirano Periandros gobernaba Corinto. Con ideas enormemente ambiciosas, decidió generar una fuente de ingresos impensable para el resto de coetáneos: excavar la tierra para crear un canal de lado a lado del istmo. Tras valorar más fríamente la magnitud de la obra, parece decantarse por una infraestructura de asombroso parecido a las calzadas romanas, por la que los barcos navegarían en tierra firme. Ahí es nada. Viajad en el tiempo 2500 años atrás y pensad por un momento en lo que os rodea. Cirios y antorchas para iluminar la noche, arcaica tecnología, guerras territoriales… y, sin embargo, mentes capaces de llevar a cabo obras civiles inverosímiles como acueductos, cúpulas o anfiteatros. En ese entorno, Periandros piensa en grande. Se imagina cómo conectar un paso de seis kilómetros que uniera la costa este del istmo heleno con su costa oeste. Un recorrido que permitiera ahorrar los más de cuatrocientos kilómetros que había que hacer para rodear por mar la parte más meridional de la península del Peloponeso. Un sistema de transporte jamás visto hasta el momento: el diolkos. Este discurría a un lado y a otro del actual canal de Corinto, dependiendo de la orografía de la zona, y aún hoy se pueden encontrar restos de una obra enormemente meritoria para la época por lo que supuso en términos geopolíticos. Posteriormente, la propia urbe de Corinto acabó trasladándose al borde del golfo al que da nombre. Sobre él pasaron barcos militares y comerciales durante 1500 años, desde el siglo VI a. C. hasta la Edad Media. 

Era el siglo VI a. C. y el tirano Periandros gobernaba Corinto. Con ideas enormemente ambiciosas, decidió generar una fuente de ingresos impensable para el resto de coetáneos: excavar la tierra para crear un canal de lado a lado del istmo. Tras valorar más fríamente la magnitud de la obra, parece decantarse por una infraestructura de asombroso parecido a las calzadas romanas, por la que los barcos navegarían en tierra firme. Ahí es nada.

Por la mañana, con el barco vacío, el capitán les despierta. Lo realmente duro viene hoy: partir hacia el norte hasta el punto donde Periandros decidió establecer la rampa del inicio del diolkos y transportar el barco por tierra firme hasta Sirus, hoy Kalamaki. Hay que sacarlo del mar para colocarlo sobre el olkos, una suerte de vagón sobre el que apoyar el casco del barco. No, no podían hacerlo con grúas. Seguramente estés preguntándote cómo son capaces de hacerlo en aquella época.

Una estructura de madera con una hendidura que evita dañar la quilla con dos maromas, enrolladas a su vez a sendos rodillos enormes en los que los hombres del puerto se ubican. A unos metros de ahí, junto al olkos, varias cuñas de madera enormes. La tripulación coloca el barco sobre la estructura y los hombres lo sacan a tierra firme haciendo girar los rodillos para recoger ambas maromas simultáneamente hasta salvar la pendiente de la rampa. Una vez fuera, lo desnudan dejando apenas el casco de la embarcación para poder maniobrar con él más fácilmente. Después, hay que subirlo a un muro de aproximadamente un metro de altura, aunque previamente es necesario un giro de 90º que realizan virando los rodillos en sentido contrario: uno recoge cuerda mientras el otro la suelta. Los marinos se ayudan de otras cuerdas para tirar entre todos y hacerlo avanzar poco a poco sobre el olkos, de tal manera que las cuñas van cubriendo la parte que queda en voladizo con el fin de mantenerlo a la misma altura. La función de las cuñas era importantísima para mantenerlo equilibrado. Finalmente, y tras el correspondiente pago de impuesto por su uso, los hombres y/o animales comienzan a avanzar por los raíles de la calzada pavimentada de entre tres y seis metros y medio de anchura con dos raíles por los que el olkos circulará.

Durante el primer tramo de diolkos ascienden a ritmo lento pero constante hasta una altitud máxima de ochenta metros sobre el nivel del mar y más o menos a mitad de camino comienzan el descenso hacia el mar Egeo. Lo que hace unas horas era arrastrar un barco entre todos ahora es aguantarlo para que no se vaya ladera abajo. Algunos hombres van por delante para solventar la inercia que la embarcación coge por acción de la propia gravedad terrestre, echando arena húmeda en determinados puntos del camino para que la fricción reduzca el avance. El sol ya no tiene tanta fuerza, pero ha hecho mella en ellos. Exhaustos, llegan por fin a Sirus, donde montan de nuevo todas las partes suprimidas anteriormente antes de que acabe el día. Finalmente, botan el barco al golfo Sarónico. De camino reponen fuerzas con algo de la comida que habían comprado en el puerto de Crotona hace unos días, después de una dura jornada que, sin embargo, les ha permitido ahorrarse el rodeo del Peloponeso. Es un ahorro de tiempo, pero también de dinero. Imaginad el remanente de comida que necesitarían para hacerlo comparándolo con un viaje de seis kilómetros a través del istmo. Ahora se dirigen a Cencreas para recargar la nave de más mercancía con la que comerciar en Chipre y Anatolia. La noche les duerme en la paz del ruido que hacen la olas con la satisfacción del deber cumplido. Al día siguiente, en el puerto, la vida les volverá a permitir seguir disfrutando de horizontes y tierras firmes, de amaneceres y puestas de sol, de negocios, de escenarios imborrables e incluso de amores que cautivaron su corazón como cautivos son ellos del barco.

Para saber más

El antiguo puerto de Corinto sale a la luz. National Geographic España.
Corinth Canal Diolkos. Sailing Issues

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