Fritz Albert Lipmann. El bioquímico errante

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Primavera de 1940. La guerra europea suena lejana desde Vermont, mientras el aire huele a resina fresca en las riberas del lago Iroquois. Fritz Lipmann (Königsberg, 1899 – Nueva York, 1986) deja a un lado los zapatos que siempre le incomodan. Sus pies se sobrecogen salpicados por las aguas en deshielo.

TEXTO POR MANUEL CUADRADO BASAS
ILUSTRADO POR JUANMA BUAH!
CIENCIA DE ACOGIDA
BIOQUÍMICA | NOBEL
19 de Septiembre de 2017

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Con los dedos descalzos, Lipmann traza una estría ondulada en la arena imitando suaves oleajes. La humedad acentúa el frío en su piel, que le pide al cuerpo hacer algo para entrar en calor. Precisamente, Lipmann es un bioquímico que intenta comprender de dónde sale la energía que producen los seres vivos.

En su cabeza, el garabato que ha dibujado representa los enlaces químicos fuertes, acumuladores de ímpetu vital. Es una hermosa manera de plasmarlo y a él le atraen las formas artísticas. El entorno bucólico resulta inspirador.

Repasa entonces su situación: refugiado en Estados Unidos, por segunda vez, huyendo del nazismo; añorando la vida cultural que disfrutaba en Berlín; sin hogar ni empleo estables aquí a pesar de sus progresos científicos. Suena descorazonador. De pronto le sorprende un brillo verdoso en el suelo. Es un trébol de cuatro hojas. Quizá las cosas no vayan tan mal. Mirando hacia delante, confía en lo que ha de llegar. Mirando atrás, sus 41 años de idas y venidas han sido enriquecedores…

Lipmann no quiso ser abogado, como su padre. Tampoco el cabeza de familia veía carrera en ese hijo que salió mediocre para los estudios. Poco importa. Quien realmente fascina al joven Fritz es su tío médico, y esa admiración lo lleva a Munich para cursar medicina.

Lo poco que aprendiera en el primer año de carrera tuvo que aplicarlo a la fuerza: la Gran Guerra necesitaba de cualquiera que supiese recomponer un cuerpo roto, mutilado o desangrándose. Lipmann contempló una buena cuota de horrores que le harían reconsiderar su futura profesión, dividido entre el espanto y la ética de ejercer una profesión cuyo medio de vida es el sufrimiento ajeno.

De vuelta a la facultad pasa meses diseccionando cadáveres. Eso colmó su vaso. Resuelve evitar la manipulación de cuerpos, vivos o no, para centrarse en las células. Le resulta más interesante hurgar en lo que sucede a esa escala minúscula.

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