La mujer que vivía en el núcleo de una célula de maíz

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«Estoy ansiosa por verlo porque creo que será maravilloso, sencillamente maravilloso». Barbara McClintock sabía que sus descubrimientos habían dado el pistoletazo de salida a una auténtica revolución, a una reorganización del pensamiento científico. Por suerte pudo ver parte de su legado en vida.

TEXTO POR ESTIBALIZ URARTE RODRÍGUEZ
ILUSTRADO POR JAVI MURILLO
MUJERES DE CIENCIA
ADN | GENES SALTARINES
16 de Octubre de 2017

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Comenzaba a apretar el calor en Hartford, Connecticut, cuando la tercera hija de Sara Handy y Tom McClintock llegó al mundo. La inscribieron en el registro civil como Eleanor, pero con el tiempo se dieron cuenta de que ese nombre no encajaba con la fuerte personalidad de su pequeña y el matrimonio enseguida comenzó a referirse a ella como Barbara. De algún modo, los McClintock estaban presagiando que su hija iba a ser muy especial.

Cuando cumplió tres años la enviaron temporalmente a vivir con unos tíos a Brooklyn. Tom McClintock era un joven médico con muchas aspiraciones pero poco dinero y la familia de Sara, perteneciente a la élite de Boston, nunca vio con buenos ojos aquel matrimonio pues devaluaba la posición social y económica de su hija. Pero esta no se dejó amilanar por las presiones de su padre y se casó con Tom. No sin mucho esfuerzo, la joven pareja consiguió ahorrar lo suficiente para abrir una consulta médica privada en Nueva York. Fue entonces cuando la pequeña Barbara pudo volver a vivir con sus padres y hermanos.

Simplemente Barbs

Desde los primeros años de escuela Barbara se mostró como una niña solitaria e introvertida. «Barbs era simplemente Barbs», dijo una vez Marjorie, su hermana mayor, dejando entrever que Barbara poseía un carácter único. Le apasionaban los deportes y mostraba un gran interés por la ciencia y la lectura, lo que no se ajustaba en absoluto a los estereotipos de género de aquella época. Los convencionalismos no iban con ella y casarse no le interesaba lo más mínimo. Tenía sed de sabiduría y quería impregnarse de ella durante el resto de su vida.

A Sara Handy, que en su día se había enfrentado a su familia por defender su amor y sus ideales poco tradicionales, el carácter extravagante de su hija le enervaba. ¿Por qué Barbara no podía ser como las demás niñas? ¿Por qué soñaba con cosas con las que solo un hombre debía soñar? No podía soportar ver reflejados en su hija ciertos rasgos de su propia personalidad, lo que no dejaba de ser irónico. Después de un tiempo de tiranteces y continuas desavenencias, Tom convenció a su mujer y consiguió que Barbara ingresara en la Universidad de Cornell.

Las primeras hojas comenzaban a desprenderse de los árboles cuando Barbara McClintock aterrizó en Cornell para ingresar en la Escuela de Agricultura. El ambiente que se respiraba en aquel campus era inspirador. Se sentía extasiada, ávida de conocimiento. Pasaba largos ratos disfrutando de sus pensamientos en soledad, sentada en un banco del campus. Ocasionalmente, también participaba de la intensa vida social universitaria, llegando a ser muy popular.

Barbara McClintock. Créditos: nobelprize.org

Al poco tiempo decidió cortarse el pelo a lo chico —después de una larga charla con el barbero local— y agenciarse unos pantalones bombachos: su larga melena y su atuendo de señorita le molestaban sobremanera para su trabajo diario en los campos de cultivo, y, ante todo, pensaba que una debía ser práctica en esta vida. 

La vida a través de un microscopio

Durante sus años en Cornell, Barbara se convirtió en una pionera de la citogenética, área que relacionaba dos disciplinas que le apasionaban: la genética y la citología. En aquel tiempo la planta que se utilizaba como modelo en citogenética era el maíz, pues cada grano de la mazorca procede de una fecundación independiente y sus cromosomas eran relativamente fáciles de reconocer al microscopio. Barbara se convirtió en una virtuosa de este instrumento. Depuró técnicas antiguas y estableció otras nuevas, destacando pronto en su campo. Conocía al dedillo el núcleo de la célula del maíz. Clasificó de forma clara y concisa todos sus cromosomas y pasó a ser un referente en la materia.

La personalidad contemplativa de Barbara fue determinante a la hora de desarrollar esas capacidades investigadoras tan formidables. Era tremendamente hábil a la hora de comprender mecanismos celulares. Su truco era visualizarse a ella misma dentro de las células vegetales, imaginando lo que ahí acontecía. Realizaba viajes moleculares en su mente, vislumbraba los movimientos de los cromosomas al generarse la división celular y dentro de estos observaba su estructura y posible regulación.

Gracias a esas aptitudes y utilizando plantas de maíz pudo describir, junto a Harriet Creighton, que los genes —moléculas de transmisión de la herencia— se encontraban en los cromosomas y que estos sufrían lo que llamaron «recombinación» en preparación a la reproducción sexual, esto es, el material de un cromosoma se intercambiaba con el de su homólogo dando lugar así a nuevos caracteres en la descendencia. Este hallazgo fue un hito en su carrera.

La personalidad contemplativa de Barbara fue determinante a la hora de desarrollar esas capacidades investigadoras tan formidables. Era tremendamente hábil a la hora de comprender mecanismos celulares. Su truco era visualizarse a ella misma dentro de las células vegetales, imaginando lo que ahí acontecía.

En los años 30, no se conocía el ADN y apenas se comprendía lo que era un gen, pero nuestra investigadora estaba totalmente convencida de la existencia de elementos reguladores en los cromosomas que respondían a estímulos procedentes de otras partes de la célula. Para ella esto era indiscutible y no pararía hasta probarlo. Pero el genoma como órgano sensitivo y dinámico era todo lo contrario a lo que se postulaba en la genética clásica y Barbara enseguida se ganó la desconfianza y el desprecio de muchos científicos. Lejos de persuadirla, este hecho la empujó a continuar con su labor con más vehemencia.

Los genes saltarines y el cambio de paradigma

Barbara llegó en los años 40 al afamado Cold Spring Harbor Laboratory, situado frente a un idílico lago en Long Island. Allí volvió al cultivo del maíz y al estudio de sus cromosomas. Cada campo albergaba unas 100 o 200 plantas y ella las trabajaba cual curtido agricultor: las regaba, las abonaba y las mimaba como si de ellas dependiera su sustento y el de su familia. La menuda y risueña Barbara se perdía entre las imponentes gramíneas durante horas. En Cold Spring Harbour viviría el resto de su vida y haría el descubrimiento que le valdría el Premio Nobel varias décadas después.

Llegó el año 1948 y con él una de las publicaciones más reveladoras de la genética contemporánea. Barbara describió por primera vez en la historia la existencia de elementos transponibles en el genoma del maíz. Había observado que ciertos genes cambiaban de lugar en los cromosomas y que eran capaces de regular la expresión de ciertos caracteres, como el color de las semillas. Esto explicaba de manera magistral cómo los organismos multicelulares, aún poseyendo el mismo genoma en todas sus células, tienen una gran diversidad de tipos celulares. Su artículo, publicado en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), es hoy lectura obligada para cualquier genetista, ya trabaje con microorganismos, animales o vegetales. El impacto que tuvo el hallazgo de los transposones en campos como la medicina, la biología evolutiva o la agricultura fue tremendo.

Llegó el año 1948 y con él una de las publicaciones más reveladoras de la genética contemporánea. Barbara describió por primera vez en la historia la existencia de elementos transponibles en el genoma del maíz.

Barbara McClintock llegó a este mundo para cambiar las reglas. Fue una revolucionaria y supuso un quebradero de cabeza para los genetistas. La visión tradicional y simplista de estos científicos chocaba de lleno con los hallazgos y postulados de McClintock. Sobra decir que en un principio su teoría de los genes saltarines no fue bien acogida en el seno la comunidad científica, reticente a cualquier cambio de paradigma. Mas ella era una persona persistente. Ante los ataques y desaires de sus colegas simplemente pensaba que el momento idóneo para que la situación cambiara finalmente llegaría. Incluso ella misma comprendía que era demasiado pronto para que sus ideas fueran aceptadas. Pero lo serían algún día.

Barbara McClintock llegó a este mundo para cambiar las reglas. Fue una revolucionaria y supuso un quebradero de cabeza para los genetistas. La visión tradicional y simplista de estos científicos chocaba de lleno con los hallazgos y postulados de McClintock.

Y así fue. Con los años, los elementos transponibles fueron apareciendo cada vez en más publicaciones científicas. ¡Se encontraban en todos los organismos vivos! Ahí comenzó su salida del anonimato. Después de numerosos premios, en 1983 el trabajo de Barbara fue reconocido con el Nobel de Fisiología y Medicina. Tenía 81 años y continuaba trabajando y viviendo en Cold Spring Harbor. Cuando recibió la noticia salió a dar su habitual paseo por el campo para recoger nueces. Necesitaba estar sola. A pesar de su alegría por el galardón aún tenía muchos viajes que hacer dentro del núcleo de las células de maíz.

Referencias

—Fox Keller. 1983. Seducida por lo vivo: vida y obra de Barbara McClintock. Editorial Fontalba.
—García Olmedo. Ciencia y mística: Barbara McClintock (1902-1992)
—Martínez Pulido. Barbara McClintock y la libertad de pensamiento.
—Pray & Zhaurova. 2008. Barbara McClintock and the discovery of jumping genes (transposons). Nature Education 1:169.
—Spangerburn & Kit Moser. 2008. Barbara McClintock: Pioneering Geneticist. Chelsea House Publications.

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