En una de las paredes de la entrada, concretamente el muro que separa el recibidor de la cocina, en el estuco blanco hay dos agujeros vecinos del tamaño aproximado de una moneda de dos euros.
Bajo el estuco se ve la pintura verde manzana que fue testigo de los juegos de las tías, el verde oscuro que coloreó la infancia del abuelo y el estrato casi amarillo, de color vainilla, que pudo, quizás, presenciar las aventuras del tatarabuelo Mario.
Los agujeros, separados apenas diez centímetros de distancia, son las huellas de una historia de amor. O, en realidad, de dos amores paralelos.
Porque son recuerdo, sobre todo, del inconmensurable amor de Andrés a los gasterópodos y de su incontenible pasión por la conquiliología. Pero son también señal indeleble del amor de dos pequeños caracoles que vivieron, en una tarde de lluvia, un romance que, en nuestra casa, ha quedado inmortalizado para siempre.
Era un otoño en el que aún se rebañaban restos del verano del membrillo, en que las hojas de la higuera comenzaban a amarillear y la glicinia se teñía apenas de un pardo poco convencido, como si solo mostrase su desdén por habernos olvidado de regar. Pequeñas pero robustas asteráceas amarillas moteaban entre la hierba, sustituyendo a las primaverales margaritas. La mimosa empezaba a formar sus ramilletes de bolitas, aún verdes, que eclosionarían en su maravillosa floritura amarilla solo a primeros del próximo año. Habían menudeado las lagartijas y apenas una o dos, rezagadas y con cara de sueño recorrían, muy de cuando en cuando, los bordillos. Desde el jardín de la vecina una encina nos regalaba sus bellotas caídas, con su sombrero polvoriento, como minúsculos duendes forestales.
Tras la tormenta, una tormenta que ya no olía a playa sino a futuras chimeneas y bufandas, Andrés se esmeraba en encontrar conchas de caracol por los parterres, entre las raíces del árbol de lila, escondidas entre las primeras hojas secas de las magnolias, aferradas a la gravilla de la entrada, pegoteadas en los tiestos de geranios, encaramadas al murete que bordeaba el jardín, semiocultas tras el contador del gas y hasta agazapadas debajo del sillín del triciclo o en el compartimento secreto del correpasillos con forma de tren de Martina. A veces inmóviles, impertérritas, apretando los miles de dentículos de su boca, la que llaman rádula, al musgo de las rocas. A veces en movimiento, caminando con su paradigmática lentitud, al ritmo de las contracciones y elongaciones de su cuerpo mocoso, atreviéndose con empinadísimas pendientes o desafiando a la gravedad, gracias a su mucus ultra eficaz antidesprendimientos. A veces, semienterradas, con ganas solo de hibernar.
Caracol que encontraba, caracol que Andrés se metía en el bolsillo. Grande o diminuto, blanco o coloreado, viejo o jovenzuelo, sellado a cal y canto tras su opérculo o menos tímido, dejando entrever sus cuernecillos, asustado o valeroso, muerto o vivo.
Andrés no se fijaba en si era un ejemplar de Hélix aspersa medio (lo que viene siendo el caracol común con su concha parda) o un Hélix aspersa máximo (un caracol bien gordo del mismo color). A veces se cruzaba con caracoles romanos (los de las viñas), a veces con cabrillas (la Otala punctata con sus características vetas negras entre los giros de su espiral y un sabor que aseguran es delicioso) y otras con vaquetas o serranas (Iberus gualtieranus alonensis), que son los caracoles blancos. Todos acababan en el mismo sitio.
De cuando en cuando mamá se avecinaba, le pedía que le enseñase sus tesoros y liberaba a los presos que aún sobrevivían, asegurándole a Andrés que debían reunirse con sus pequeñuelos (si le parecía que eran babosas bastante voluminosas o Hélix máximas) o que estaban buscando a su mamá (si eran más bien canijas).
Pero a veces mamá se olvidaba se requisar los tesoros del empecinado buscador de gasterópodos. Y fue precisamente eso lo que ocurrió aquella tarde de tormenta y romance, romance con olor a manzanas asadas y a canela, a katiuskas y a té caliente.
Que mamá colgó el rebecón de lana azul marino de Andrés, sin revisar los bolsillos, en una de las sillas de la entrada. Y lo dejó ahí, tal cual, a la vera de la calefacción, justo delante de una de las paredes de la entrada, concretamente ante el muro que separa el recibidor de la cocina.
Y tras muchos juegos, tras los baños, la cena y dibujos animados, tras los deberes de cada tarde y un par de partidas de cartas, fue papá quien encontró a los enamorados: dos caracoles que huían, en la misma estela de baba brillante, pared arriba, muy cerquita uno del otro, casi como si se estuvieran dándose la mano o un beso de antena con antena pegajosa.
Había querido el Cupido de los moluscos y otros bichitos de jardín que se enamorasen los tortolitos en el bolsillo de Andrés antes de darse a la fuga dejando, como regalo, un buen puñado de huevas como perlas relucientes.
He leído que los caracoles son hermafroditas y que su cópula dura entre cuatro y siete horas, tras un sofisticado cortejo. No sé si será verdad, sé que no hubo forma de despegarlos por las buenas de la pared, opusieron enorme resistencia al desalojo y se llevaron como recuerdo cuatro capas de estuco (blanco, verde manzana, verde oscuro y color vainilla).
Su prole, una cincuentena de frágiles bolitas tibias, fue depositada con mimo en uno de los parterres del jardín. Seguramente unos quince días después nacieron las caracolitas, prontas a jugar al escondite, en espera de futuras razias de nuestro pequeño conquiliólogo.
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