Severo Ochoa y los errores en la historia del Premio Nobel de Medicina

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Los errores del Premio Nobel de Medicina son menos frecuentes y conocidos que los aciertos. Aquí comentaremos varios de los desatinos más notables. Algunos consistieron en otorgar el premio a un descubrimiento que no existió y otros se produjeron al quedar fuera del premio el candidato con más méritos. En el caso de Severo Ochoa se resumen los dos tipos de error: el Nobel equivocado por la síntesis del ARN y su inmerecida exclusión del Nobel al código genético.

TEXTO POR JUAN FUEYO
ILUSTRADO POR MARCOS GOMET
ARTÍCULOS
HISTORIA | MEDICINA | PREMIO NOBEL
21 de Diciembre de 2017

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La adjudicación del Premio Nobel de Medicina no es una empresa científica. La trayectoria del Instituto Karolinska demuestra que el procedimiento de selección de los candidatos es humano, tan humano como errar. No hace falta que defendamos la importancia del Nobel, no hace ninguna falta: es quizá la fiesta mayor de la ciencia, hay premios que han consolidado una rama de la ciencia y otros que han abierto nuevas maneras de pensar; millones de artículos celebran sus éxitos. Es por ello que asusta pensar que Suecia pueda equivocarse, que lo haga con cierta frecuencia, y que algunos errores amarguen como la hiel.

Los investigadores del cáncer saben que Johannes Fibiger ganó el Nobel de Medicina en 1926 por identificar la Spiroptera carcinoma, un nematodo que causaba tumores de estómago y otros órganos. Experimentos realizados por otros laboratorios demostraron que Spiroptera carcinoma (posteriormente rebautizado como Gongylonema neoplasicum), que usaba como vector cucarachas para infectar las ratas de laboratorio, no era carcinógeno y más tarde se publicó que el déficit de vitamina A eran una de las posibles causas del cáncer en los animales de laboratorio.

El Premio del año siguiente, 1927, fue otorgado a Julius Wagner-Jauregg por su descubrimiento del valor terapéutico de la inoculación de malaria en el tratamiento de la demencia paralítica, otro de los muchos nombres del síndrome de la sífilis avanzada. Con el tiempo, los experimentos con pacientes humanos de Wagner-Jauregg, un simpatizante nazi, fueron criticados por ser poco éticos, además de poco efectivos.

Si pidiéramos seleccionar un solo ejemplo que demostrara los errores —y sus repercusiones— del Instituto Karolinska muchos escogerían el Premio Nobel de Egas Moniz en 1949. Moniz recibió el galardón por su descubrimiento del valor terapéutico de la lobotomía en ciertas psicosis. La experiencia demostró que destruir una parte del cerebro dejaba a muchos pacientes con inaceptables secuelas. La operación se practicó con frecuencia durante las décadas de los 40 y 50 con terribles resultados. Una víctima del procedimiento propuesto por Moniz fue Rosemary Kennedy, hermana del presidente y del senador, que acabó recluida en una residencia, incapacitada para llevar una vida autónoma. Con el tiempo, la lobotomía frontal fue discontinuada e incluso declarada ilegal.

En otras instancias, el Premio Nobel no supo reconocer de modo prioritario a quienes habían hecho los mayores méritos para ganarlo. Por ejemplo, el Nobel de la insulina recayó en Macleod y Banting. Banting protestó enérgicamente la decisión y reclamó que se eliminara del galardón a Macleod, que dirigía el laboratorio pero no había participado en la investigación. Cincuenta años después de este Nobel, Suecia sugirió que otro científico también hubiera merecido el premio, pero que nunca fue nominado; y décadas después, un presidente del comité sueco declaró que la adjudicación de este Nobel fue la peor de la historia de los premios. En esta categoría debe situarse también el Nobel al primer antibiótico activo contra la tuberculosis. El premio cayó en las manos de Waksman, científico de prestigio y personaje influyente; sin embargo, fue Schatz, un científico humilde, quien hizo el descubrimiento.

Para acabar debemos dedicarle atención al Nobel de Severo Ochoa. Mientras dirigía un laboratorio en la Universidad de Nueva York, el genio de Luarca contrató a dos postdoctorados, una científica franco-rusa y un médico de Brooklyn. Estos dos científicos acabarían abriendo definitivamente el camino a la biología molecular como una rama de la bioquímica. Marianne Grunenberg-Manago se unió al laboratorio de Ochoa en 1953 y permaneció allí tres años. Durante ese tiempo, Grunberg-Manago identificó una enzima que formaba cadenas de polinucleótidos. Los estudios preliminares sugerían que, a pesar de que la reacción no cumplía los requisitos esperados, la enzima sintetizaba ARN. Aproximadamente un año después, el otro postdoctorado, Arthur Kornberg, que dirigía su propio laboratorio en la Universidad de Washington en San Luís en el estado de Misuri, identificó una polimerasa que sintetizaba ADN y publicó los resultados en dos artículos en 1958. La organización Nobel tomó una decisión rápida, muy rápida para sus estándares, y adjudicó el Premio Nobel a la síntesis de ácidos nucleicos a Severo Ochoa y Arthur Kornberg. Desafortunadamente para Ochoa, no mucho tiempo después del diciembre sueco, se descubrió que la polinucleótido fosforilasa no sintetizaba ARN en las células. Había varias razones para haberlo sospechado. La primera era que la fosforilasa formaba cadenas de nucleótidos sin utilizar como substrato un molde de ADN, la segunda que la reacción era poco eficaz y fácilmente reversible. La última prueba y la más contundente fue la identificación de la ARN polimerasa, la enzima que realmente sintetizaba ARN. Las pruebas de que se había cometido un error acabaron siendo tan contundentes que la organización del Nobel lo ha acabado reconociendo en su portal oficial.

Desafortunadamente para Ochoa, no mucho tiempo después del diciembre sueco, se descubrió que la polinucleótido fosforilasa no sintetizaba ARN en las células.

El error quita importancia al Nobel de Ochoa, pero ¿es esto importante? Severo Ochoa nunca mandó una solicitud para ganar un premio, eso ha de ir por delante. Y, además, su trabajo científico era real. Es decir, si cualquier otro laboratorio realizaba los experimentos como él los había publicado obtendría los mismos resultados: su ciencia era por tanto reproducible. De hecho, la polinucleótido fosforilasa y su capacidad para formar cadenas de nucleósidos en el tubo de ensayo pronto se convirtió en una herramienta imprescindible para otro descubrimiento que acabaría siendo premiado por Suecia. 

Marshall Nirenberg y Heinrich Matthaei en el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos fueron los primeros en demostrar que un triplete de bases de ARN codifica un aminoácido en concreto. Aunque Crick había sugerido que tres bases de ARN eran suficientes para codificar un aminoácido, fue Nirenberg quien demostró que tres uracilos (UUU) codificaban fenilalanina.  Este fue el primer paso de una carrera acelerada para conseguir descifrar los tripletes que codificaban todos los aminoácidos. Los laboratorios de Severo Ochoa y Nirenberg compitieron codo con codo, publicando un artículo tras otro en la revista PNAS, el órgano oficial de la Academia nacional de Ciencia americana. Para generar las cadenas de nucleótidos, el laboratorio del español y el del americano utilizaron la polinucleótido fosforilasa. Así pues, la enzima identificada por Ochoa fue crucial para descifrar el código genético y, sobre todo, para que este proceso fuese terminado rápidamente. El Nobel no se hizo esperar: en 1968, tres científicos fueron galardonados por su interpretación del código genético y su función en la síntesis de proteínas. La tríada estaba compuesta por Nirenberg, Khorana y Holley. Nirenberg había descifrado algunos de los tripletes, pero sobre todo el primero y quizá el más importante; Khorana interpretó el sentido de otros tripletes que actuaban como señales de tráfico (comenzar, stop) en el código. El caso de Holley es algo diferente. Sus estudios demostraron la existencia del ARN de transferencia, un descubrimiento relacionado con la síntesis de proteínas pero que no estaba tan cercano al código genético como los descubrimientos de Ochoa. El ARN de transferencia confirmaba una idea que había tenido Crick, y no puedo evitar pensar, aunque no tenga ninguna prueba, que es posible que Crick nominase a Holley para el Nobel.

Así pues, la enzima identificada por Ochoa fue crucial para descifrar el código genético y, sobre todo, para que este proceso fuese terminado rápidamente.

Como sabemos, Estocolmo guarda el secreto de las deliberaciones sobre las nominaciones durante medio siglo. Así pues, el año que viene se harán públicas las discusiones de los miembros del Instituto Karolinska sobre los nominados de 1968 y sabremos cómo el comité llegó a la conclusión de escoger a los galardonados. Pasado el tiempo, con Ochoa fallecido, podemos acercarnos al premio del código genético sin la pasión que despiertan los acontecimientos recientes y sopesar con calma los méritos de cada uno de los protagonistas con la objetividad proporcionada por la distancia. Después de dedicar años a reflexionar sobre este Nobel de Medicina he llegado a la conclusión de que da igual cual sea el ángulo con el que me aproximo al asunto porque siempre llego a la misma conclusión: Ochoa fue nominado y acabó siendo sustituido por Holley. ¿Hay algo de verdad en ello? Lo sabremos en pocos meses.

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