El reiki de los reyes

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El reiki también es cosa de reyes. Durante cerca de ocho siglos —entre el XI y principios del XIX— los monarcas franceses e ingleses se ufanaron de practicar el toque real, un ritual que consistía en curar escrófulas con la simple imposición de sus manos. Miles y miles de enfermos recorrieron kilómetros, cruzaron océanos, atravesaron cordilleras e incluso pagaron grandes sumas por medallones imbuidos del poder real con la esperanza de sanarse de su enfermedad.

TEXTO POR CARLOS PREGO
ILUSTRADO POR LAURA ESTRADA
ARTÍCULOS
PSEUDOCIENCIA
1 de Enero de 2018

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«Me persiguen porfiadamente. Alegan que los reyes no mueren de peste… piensan que yo soy un rey de la baraja». Quien así habla es el joven Luis XIII de Francia. Y aunque su comentario suene a estrella del rock agobiada por sus fans, de lo que se lamenta el monarca —quien, ironías del destino, fallecería de forma prematura tras una penosa y larga enfermedad, a mediados del siglo XVII— es de la insistencia con la que sus súbditos acudían a él para que les bendijese con el toque real, una suerte de reiki con el que la realeza británica y gala alardeó durante cerca de ocho siglos, entre el XI y XIX, de sanar un mal muy extendido en Europa: la adenitis tuberculosa, más conocida como escrófulas, que se caracteriza por una molesta inflamación de los ganglios linfáticos debido a los bacilos de la tuberculosis. Al igual que los terapeutas que hoy practican el reiki, los reyes de la Francia capeta o la Inglaterra normanda reivindicaban su capacidad para curar con la simple imposición de manos. Su éxito fue tal que ante ellos pasaron riadas de miles y miles de escrofulosos. La propia dolencia llegó a bautizarse como «mal del rey». Solo en 1620 y pese a su indisimulado cansancio, el desdichado Luis XIII dispensó el toque real a más de 3100 personas.

La propia dolencia llegó a bautizarse como mal del rey.

El primer monarca que tocó escrofulosos a ciencia cierta es el francés Felipe I (1052-1108). En Los reyes taumaturgos, Marc Bloch recuerda una leyenda que remonta esa habilidad a Clodoveo I. Semejante historia —advierte Bloch— no pasa sin embargo de eso: una simple fábula elaborada mucho después, en el siglo XVI. Aunque la creencia en el poder de la realeza para curar no es exclusiva de Francia o Inglaterra —se sabe de otros reyes, como Roberto el Piadoso, a quienes sus súbditos otorgaban la habilidad de combatir dolencias— y esta data de muy antiguo, no fue hasta el siglo XI cuando el linaje de los capeto se atribuye y lanza el rito específico para sanar escrófulas. De Francia el ritual saltó a Inglaterra, donde ya está bien documentado un siglo después. En ambas naciones se consideraba una virtud hereditaria. También se ligaba con la unción sagrada y se empleó por ambas realezas para ensalzar y reafirmar su poder frente a la Iglesia. Difundir entre los súbditos la idea de una casta sagrada contribuyó además a legitimar las dinastías, algo que preocupaba especialmente a los capeto en la época de Roberto II. En Inglaterra jugó un papel decisivo la habilidad de Enrique I.

Al igual que los antiguos curanderos o los modernos terapeutas del reiki, los reyes recurrían al poder de sus manos para sanar. Los monarcas tocaban las partes infectadas de los escrofulosos y trazaban sobre ellas la señal de la cruz. A partir del siglo XVI ese gesto se acompañaba en tierras galas del ensalmo «El rey te toca, Dios te cura». La puesta en escena varió sin embargo entre países y con el paso de los años. En un antiguo tratado, el monje francés Esteban de Conty relata cómo los enfermos bebían durante nueve días el agua con la que Carlos VI se había lavado las manos tras el toque real. «Y se curaban sin otra medicina», dejó escrito el maravillado religioso. Una práctica que se hizo frecuente con el paso del tiempo fue que los médicos de la corte hiciesen un casting entre los enfermos. El objetivo: quedarse solo con aquellos que padecían de escrófulas. ¿Por qué? En parte por otro hábito que también se ligó al rito: el reparto de limosna entre los dolientes, lo que azuzó la picardía. En Inglaterra, por ejemplo, durante los reinados de Eduardo I, II y III se entregaba un denario a cada enfermo. Más tarde se creó el «ángel», una moneda con la efigie de San Miguel Arcángel que se destinó al toque y terminó adquiriendo el valor de amuleto. La pieza se usó bajo el reinado de los Tudor y siguió desempeñando ese papel con los Estuardo.

Difundir entre los súbditos la idea de una casta sagrada contribuyó además a legitimar las dinastías.

Con el paso del tiempo los monarcas de Inglaterra terminaron perforando aquellos «ángeles» y colgándolos del cuello de los dolientes. Se cuenta que mientras les imponía el amuleto, María Tudor les hacía prometer que no se lo quitarían nunca. Su aviso no servía de mucho. La fe en el poder milagrero de los monarcas ingleses propició un intenso mercadeo de aquellos medallones. Como ocurría con los cramp-rings —los anillos a los que se atribuía el poder de atajar los calambres o la epilepsia—, los enfermos que por alguna razón no podían emprender el largo viaje a la corte compraban los «ángeles» convencidos de que conservarían parte de su poder sanador.

La fe en el poder milagrero de los monarcas ingleses propició un intenso mercadeo de aquellos medallones.

Prueba del éxito que alcanzaron los monarcas de ambos lados del Canal de la Mancha es que no solo sus súbitos acudían a ellos en busca del favor divino. Lombardos, venecianos, toscanos… y sobre todo españoles peregrinaban a la corte gala para implorar por su salud. Cuando Francisco I entró como prisionero en España acudió a él una multitud de escrofulosos en busca de su tacto divino. En Castilla, en el siglo XIII, llegó también a reconocerse a los monarcas españoles el poder de curar enfermedades nerviosas —entonces asociadas al demonio—, pero esa creencia fue cediendo con el paso del tiempo, nunca dio pie a un rito tan regular como el toque real y en los albores del XVII ya no era más que un recuerdo. De Carlos II se cuenta ,por ejemplo, que  acudían a Whitehall para que los tocase enfermos procedentes de Alemania, Holanda e incluso colonos de Virginia o New Hampshire, en América.

Prueba del éxito que alcanzaron los monarcas de ambos lados del Canal de la Mancha es que no solo sus súbitos acudían a ellos en busca del favor divino.

No todo el mundo comulgó sin embargo con lo del poder milagrero de los soberanos. Aunque el rito terminó logrando cierta consagración científica, suscitó escepticismo en los sectores más críticos. Entre los eclesiásticos, por ejemplo, se cuentan tanto religiosos que peregrinaron kilómetros y kilómetros para ser tocados como otros que miraban el king´s evil con mal disimulada hostilidad. A pesar de todo, su práctica logró preservarse con el paso de los siglos, sobreviviendo incluso al cisma en Inglaterra. En Francia, en la época de Luis XIV, el Rey Sol, el rito seguía gozando de tanto vigor que cuando el monarca practicaba las curaciones en París, el Gran Preboste se encargaba de anunciarlas al son de las trompetas y mediante carteles. A lo largo  del reinado de Carlos I, en Inglaterra era tan desmesurada la fe en el toque real  —o tal vez la picaresca para conseguir un «ángel»— que algunos enfermos intentaban que el soberano los tocase varias veces. Para evitarlo, se empezó a exigir a todos los escrofulosos que presentasen un certificado en el que se acreditaba que nunca antes habían participado del ritual. Fue precisamente Carlos I quien —muy a su pesar— dejó la mejor prueba del peso del toque real: cuando fue ejecutado, en 1649, se atribuyó a los pañuelos con su sangre el don curador que se había asociado al monarca en vida.

¿Cómo se deshizo entonces una creencia tan arraigada? Bloch habla de una suma de factores: las revoluciones políticas en Inglaterra y Francia, la debilitada fe en el carácter sobrenatural de la realeza, la proliferación de taumaturgos que aseguraban tener poder también para curar enfermedades —se decía que los séptimos hijos varones podían sanar la escrófula—, la corriente ideológica que enraizó en el Renacimiento… Y sobre todo las dudas que sembraron entre el pueblo llano las pretensiones milagrosas de dos casas reales tan dispares como la francesa e inglesa, de credos distintos. El primer país donde el toque real perdió su vigor fue Inglaterra. La reina Ana colgó por última vez en suelo británico la moneda del cuello de un enfermo. Los monarcas de la casa de Hannover no intentaron nunca reactivar el milagro. Sí lo mantuvieron los estuardos, que continuaron tocando en su exilio y mantuvieron el rito hasta comienzos del siglo XIX. En Francia el milagro gozaba de buena salud en el XVIII, pero el comportamiento de Luis XV ayudó a apagar esa fe: para practicar el toque real el monarca debía comulgar primero y en varias ocasiones su confesor le prohibió hacerlo, desatando un gran escándalo en París. Uno de los detalles más reveladores del sentimiento que iba cuajando en la sociedad gala es que bajo el reinado de Luis XV la vieja fórmula «El rey te toca, Dios te cura» se modificó para rematar con un menos decidido «Dios te cure». Aunque el milagro real murió con Luis XVI se trató de resucitarlo décadas después, en 1825, con un Carlos X que parece haber recuperado el rito sin demasiada convicción. Poco duró. Tras esa débil y tímida tentativa, ningún otro rey volvió a tocar escrófulas en Europa. La vieja práctica se enterró en las sombras de la historia y si sobrevivió fue ya entre las supersticiones populares.

 Bibliografía

—Bloch, Marc.2006. Los reyes taumaturgos. Fondo de Cultura Económica.
—Mínguez Cornelles, Víctor. 2012. Los emperadores taumaturgos: curaciones prodigiosas desde Trajano a Napoleón. Potestas. 50: 43-81
—Cortejoso, Leopoldo. 1968. La curación por el tacto a través de los siglos. Medicina e Historia. 48: 1-15

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