El verdadero retrato de Dorian Gray

Portada móvil

Me llamo Dorian Gray y, ahora que se acerca el final, ha llegado el momento de que conozcáis mi historia. Sí, soy aquel retrato que durante años sufrió los excesos del hombre que le cedió la imagen. Mientras el Dorian de carne y hueso se dedicaba a todo tipo de perversiones sin acusar el paso del tiempo, yo languidecí hasta transformarme en un espectro.

TEXTO POR OSKAR GONZÁLEZ
ILUSTRADO POR JOSÉ MORENO
ARTÍCULOS
ARTE | QUÍMICA
19 de Enero de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

Afortunadamente, tras el trágico final del otro Dorian, volví a convertirme en lo que era cuando nací: una viva copia del rostro más hermoso de mi época. Pero hay algo que ignoráis, una historia que no os ha sido contada. Después de que Oscar Wilde pusiese el último trazo de tinta en su novela, yo permanecí olvidado en una mansión victoriana. El tiempo siguió su curso y con él me fui marchitando. Y es que los cuadros también envejecemos.

La primera parte de mi ser que notó el paso de los años fueron los labios. ¡Ay! Aquellos labios que todas las doncellas de Londres, y algunos de los caballeros, tanto ansiaron. Y todo por culpa de ese condenado haz de luz que se colaba por el ventanal del salón. Vosotros, humanos, adoráis el cosquilleo de los rayos de sol en vuestros rostros. Por culpa de la estética actual ansiáis una tez dorada. ¡Qué diferentes de la gente de mi juventud! Para mí, en cambio, esa luz representaba la peor de las torturas. El pintor que me concedió la vida coloreó mis labios usando un pigmento llamado eosina. Ciertamente se ahorró unos cuantos chelines, pero no tuvo en cuenta que, día a día, fotón a fotón, el compuesto se echaría a perder. ¡Mil veces sea maldito por no haberme dado el bermellón que mi belleza merecía! Y así, según pasaban los años, mis labios se desvanecieron, sacando a relucir aquellos blancos dientes, aun cuando no tenía la boca abierta.

Y digo blancos porque, aunque ahora parezca mentira, os juro que alguna vez lo fueron. Pero claro, ¡me gustaría veros a vosotros tras sufrir el Londres de los 50! En fin, no corramos tanto, que antes de llegar a esa década pasé unas cuantas vicisitudes. Sucedió que, a los pocos años de la muerte del legítimo propietario de mi hogar, este fue derribado. Como todavía era yo un joven apuesto, pujaron por mí en una subasta. Y pujaron fuerte, como no podía ser menos. Gracias a ello tuve la fortuna de pasar la primera mitad del siglo XX en una cafetería un tanto afrancesada que se libró de los envites de las dos grandes guerras. ¡Quién me iba a decir que tras sobrevivir a las bombas nazis iba a encontrar una muerte tan poco heroica como la que me espera!

La cuestión es que unos años después de ese ignominioso periodo llegó la gran niebla, lo que aquí conocemos como The Great Smog. Todavía recuerdo lo crudo que fue aquel invierno del 52 y cómo mis conciudadanos quemaban carbón de manera desaforada. Para su desgracia, hubo una inversión térmica y el humo se quedó atrapado en las calles de la ciudad donde miles de ellos perecieron. Pero lo que realmente os importa: mis dientes se ennegrecieron. Mi creador, en otro alarde de oportunismo, los había pintado con blanco de plomo. ¡Si vieseis cómo brillaban el primer día! Lo malo es que este pigmento, además de ser venenoso, cosa que me influye bien poco, causa una reacción muy desagradable en contacto con los derivados del azufre. Un proceso en el que se forma sulfuro de plomo, sustancia negra que ha dejado mis dientes como si llevase fumando Philip Morris desde que murió la reina Victoria. Y ¿adivináis de dónde venía ese azufre? Efectivamente, del dichoso carbón. Tras la Segunda Guerra Mundial solo quedaba el de peor calidad y aquellos pobres desdichados y yo fuimos víctimas del fuego que les debería haber salvado.

Con el aspecto un tanto deteriorado, os podéis imaginar que me consideraron indigno de decorar ese local de burgueses prepotentes. En mi favor, he de decir que todavía guardaba cierto toque con las mujeres y una dama que solía frecuentar la cafetería me adoptó antes de que me llevasen a un rastro cualquiera. No os voy a engañar, la señora era una arpía y la casa apestaba a naftalina, pero… ¡aquellas tertulias a la hora del té! Creo que jamás me he divertido tanto. Corrían los años 60 y ese grupo de cacatúas no podía soportar que unos melenudos de Liverpool estuviesen revolucionando el mundo. Para colmo, en el otro lado del Atlántico había nacido el movimiento hippy. ¡Cuánto le hubiese gustado al otro Dorian experimentar con las drogas de aquella gente! En definitiva, la sociedad parecía más joven y viva que nunca y a mí, en cambio, cada vez me pesaban más las arrugas.

Sí, no sois los únicos que sufrís las patas de gallo. La piel de los que hemos sido creados al óleo también se va secando y cuarteando. Y en el fondo, el proceso no es tan diferente. El oxígeno del aire reacciona con los aceites que se usaron en nuestra pintura. Aceite de linaza, de nuez o de semilla de amapola en el caso de los que tenemos más estilo. Esta oxidación provoca que se forme un polímero llamado linoxina que nos otorga flexibilidad en los primeros años de nuestra vida. Eso sí, el proceso de secado es imparable y llega el momento en el que nos empezamos a agrietar. Pero no sufráis que esto realmente no es tan preocupante. Esas grietas, llamadas craqueladuras, son un signo de distinción, señal de que hemos envejecido debidamente y que no somos objeto de ninguna falsificación barata. Bien es cierto que existen otros motivos por los que nuestra piel se resquebraja. Por ejemplo, cuando estamos expuestos a cambios bruscos de humedad y temperatura, como era mi caso en aquella dichosa casa, la madera del marco y del bastidor se expande y se contrae. Así, al cabo de unos años, mis delicadas craqueladuras parecían la falla de San Andrés y mi otrora firme lienzo se había abombado sin solución.

A estas alturas posiblemente estéis pensando que yo era la más desgraciada de todas las pinturas. Os equivocáis, las cosas siempre pueden empeorar. Un buen día desperté en un trastero rodeado de un sinfín de objetos indignos de mi compañía: una bicicleta sin cadena, un gramófono roñoso, unos álbumes de fotos mordisqueados… Sí, alguien tan sofisticado como yo conviviendo con ¡roedores! Y, ¡oh, desgracia!, no eran mi peor compañía. Atraídos por mi sabroso marco, una horda de insectos xilófagos se dio un buen festín y lo dejaron repleto de agujeros. Pero, sin duda alguna, mis compañeros de piso más desagradables eran unos seres microscópicos que se encontraban como pez en el agua en aquella estancia húmeda y poco ventilada: los hongos l género Aspergillus. Sin ningún tipo de piedad, colonizaron la parte posterior de mi lienzo para alimentarse de las fibras de lino que tanto les gustan. Al principio era un cosquilleo agradable, pero últimamente se ha convertido en un molesto calambre que no me permite descansar. Imagino que mi espalda se verá como una naranja olvidada en un frutero durante el verano de un maestro.

Menos mal que ayer escapé de esa prisión. Aunque para mi desdicha, ni siquiera he podido disfrutar una última vez de mi amado Támesis. Desde hace unos años me cubre los ojos una fina membrana amarillenta que me impide ver con claridad. El barniz que me protege también ha sufrido el paso del tiempo. Y eso que era un material de primerísima calidad, según tengo entendido: la resina de lentisco, llamada almáciga o mástique, traída nada más y nada menos que de la isla de Quíos. Cuando me embadurnaron con ella el aroma se me antojó delicioso. No me extraña que también la usasen como chicle y para aromatizar licores… Resulta que esta resina contiene una gran cantidad de terpenos, unas moléculas orgánicas muy frecuentes en el mundo vegetal. Al igual que los aceites del óleo, se oxidan lentamente y forman un polímero. Al parecer, durante ese proceso también se crean compuestos que amarillean el barniz y por cuya culpa mi vista se encuentra nublada. ¡Lágrimas de Quíos! Ahora entiendo mejor que nunca por qué también llamaban así a tan preciada sustancia.

Al fin he vuelto de nuevo a una mansión victoriana para cerrar el círculo que todo ser ha de cumplir. Yo, que me creía inmortal, yazco en el suelo, dispuesto a que mi verdugo acabe con tanto sufrimiento y me lance al fuego de esa chimenea sobre la que mi rostro se hubiese mostrado majestuoso hace apenas un siglo.

Deja tu comentario!