El ronin sin rostro

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Experimento mental. Estamos en una playa llena de piedras. Coja seis al azar, por favor. Pequeñas, a poder ser. Pero elija usted, es su mente, después de todo. ¿Ya las tiene? Puede que se parezcan mucho entre sí, quizá alguna sea más grande que las demás o que sus colores sean algo distintos. Memorice cómo son. Más o menos, tampoco ponga mucho empeño. Cuando lo tenga claro, tírelas entre todas las demás: cierre los ojos, láncelas al aire y evite llevarse una pedrada en la coronilla. Cuente hasta diez. Ahora localícelas entre todas las demás. Difícil ¿eh?

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR CRISTIAN PINEDA
ARTÍCULOS
NEUROCIENCIAS
12 de Febrero de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

¿Y si le dijera ahora que eran su familia? ¿Sus amigos? ¿Compañeros de trabajo? A cada momento se le olvidan matices, sutiles diferencias entre ellas. Si tarda mucho en encontrarlas, no las encontrará jamás. Lo siento.

Bienvenido a mi mundo: aquí estamos el 2,5% de la población mundial. ¿Está cómodo? Si quería ser original, ya lo es. Enhorabuena. Antes de que se vuelva loco con las piedras, le confesaré un secreto: no era su familia de verdad. Pero, en cierta forma, podrían haberlo sido si usted fuera como yo. Pero venga, demos un paseo por su playa (espero sinceramente que haya imaginado un día soleado) y le cuento de qué va todo esto.

Para comenzar, debe saber que el coeficiente de rozamiento que existe cuando un zapato se apoya en una cáscara de plátano tirada por algún cerdo al suelo es de 0,07, solo un poco más que el hielo.

A eso debo lo que soy.

A veces recuerdo cómo el Coyote resbalaba con su propia cáscara de plátano, presa de su propia trampa destinada a abatir de una vez por todas a ese maldito Correcaminos que siempre se salía con la suya. O cuando en algún cómic alguien se acercaba a esa cosa amarilla en el suelo cerca de un árbol, siempre rodeada de rayas muy visibles y exclamativas para avisar al lector, nunca al viandante, de su ominosa existencia.

En mi caída hubo varios factores pero, siendo llano, tiendo a echar la culpa al puto plátano. Permítame que no sea un gran fan de este miembro del género Musa, que tarda entre 80 y 180 días en madurar, y que prefiera la piña aunque venga encima de una pizza. Yo era un loco del running, que es la versión moderna de salir a correr, como se ha llamado toda la vida. Sí, de esos que van con mallas de colores imposibles marcando paquete y absortos en su propia respiración, fanático del umbral anaeróbico en el que el lactato empieza a acumularse en la sangre y el cuerpo tira del glucóceno para producir energía. Un adorador de la agonía autoinfligida, un modernillo que escuchaba Jungle Drum de Emiliana Torrini en sus cascos en ese preciso instante, con su corazón siguiendo el ritmo como un tambor con un trote elegante. Que se apartó hacia el borde de la acera para dejar sitio a un señor que se había movido para dejar paso a una madre con su cochecito de bebé. Que pisé algo y sentí volar, que me sentí bien. Un pájaro desmadejado de vivos colores, ingrávido por un momento, señor del viento, Eolo parabólico arrastrado por la primera ley de Newton. Que todo fue cojonudo hasta que aterricé en la carretera a los pies de una moto.

La buena noticia es que el piloto llevaba casco. La mala es que yo no.

Si usted ha visto Los Goonies, aunque sea un domingo por la tarde con una resaca mortal, probablemente recordará a Sloth, un tipo deforme amante del chocolate que ayuda a los críos listillos a encontrar el tesoro de Willie el Tuerto. Este personaje llevaba una camiseta de Superman, creo, y hablaba raro. Pues, bueno, quizá así se haga una idea de la forma en que entré en urgencias: con la cabeza un poco abollada.

Cuando desperté oí voces familiares y pensé que estaba en casa. Moví un pie y noté unas sábanas ásperas, de hotel de media estrella. Alguien dijo tranquilo, una de esas palabras que cuando al pronunciarse siempre provocan el sentimiento contrario. Y ahora le voy a ahorrar la parte de telenovela en la que me cuentan lo que me ocurrió y el tiempo que llevaba durmiendo la mona. Los sollozos de mi madre. La rueda de un carrito de comida que chillaba en el pasillo. El carraspeo del doctor cuando abandonó la habitación.

Prosopagnosia. Un nombre muy feo que es impronunciable cuando vas pedo (lo he intentado, créame) y que viene a decir que no soy capaz de reconocer caras desde el accidente. A veces ocurre cuando te llevas un buen cañonazo o tienes una enfermedad degenerativa en la cabeza.

Total, que no reconozco la cara de mi madre. O de mi ex. Porque ya es ex, claro: me dejó por mi enfermedad. Normal. Yo también lo habría hecho. La mayoría de las veces podría toparme con ellas, mirarlas de arriba abajo y pasar de largo. A veces incluso he cruzado una calle y he visto un tipo acercarse a mí hasta que me doy cuenta de que es mi reflejo en el cristal de un local.

Comencé a trabajar solo, programando para una subcontrata de una subcontrata de un banco. Era un cubículo, blanco como el ataúd de un niño, con todos los extras de la vida moderna: plástico sobre imitación de madera, minicactus con el precio etiquetado en el tiesto y una antigua foto en un portarretratos vuelta contra la pared y que nunca encontraba el valor de tirar a la papelera. Me rapé la cabeza al cero y comencé a vestir bufandas de colores chillones que nadie compraría en su sano juicio. A veces apagaba el monitor y me recordaba que estaba solo. Solo cuando veía los colores de la bufanda y mi cocorota pelada sabía que era yo. Es jodido, porque hay gente a quien le queda el recuerdo de aquellos que conoció antes de lo que fuera que provocase su situación pero en mi caso todo se ha borrado.

Boom. Reseteado a configuración de fábrica.

Ni al principio ni ahora ver una serie o una peli es una opción porque soy incapaz de seguir la trama y captar las sutilezas que tiene la cara de un villano antes de ser descubierto. De hecho, todos los personajes son iguales para mí y las voces no suelen ser tan características como para guiarme como lazarillos en mi completa oscuridad. Así que ahora lo mío son los libros: las caras se dibujan lentamente en mi interior, trazos de plata que se definen párrafo a párrafo.

Leo sobre lo que me ocurre. Mucho. E intento explicar a otros cómo es el infierno de vivir así. Usted es el primero, disculpe que no ordene mis ideas. Esta playa de piedras de su mente en la que paseamos ahora es lo más parecido que puedo imaginar. Todas las caras tienen dos ojos, una nariz, una boca, una oreja a cada lado. El cerebro tiene una parte dedicada a reconocer y categorizar esos detalles y en mi caso no funciona. Como en estas piedras, los elementos se parecen mucho si se miran de forma distraída y solo cuando las miro muy fijamente noto diferencias. Intento memorizar detalles y mientras están en mi mano todo parece en orden. Pero siempre llega el momento de lanzarlas al aire, de volver a empezar.

Las caras son palabras escritas en un lenguaje que no puedo entender, como le ocurriría a usted si le pusieran delante un texto en islandés (salvo que usted sea islandés, claro): capto cada letra, cada palabra… pero ningún significado destella en mi cabeza cuando las leo. Es una especie de desconexión entre mis ojos y mi cerebro. Por lo visto la palabreja es una composición que viene del giego «prosop» (rostro) y «gnosis» (conocimiento). Se lo digo por si quieren quedar bien en alguna cena. Aunque hace años se pensaba que en caso de un trauma debía existir una lesión simétrica y bilateral, casos como el mío demuestran que una lesión unilateral derecha posterior es suficiente. Derecha viene de «derecha» y posterior de «atrás», por cierto, ignoro si es usted muy detallista. Lo que le iba a decir, que por lo visto el hemisferio derecho es esencial para el análisis de una cara pero el procesamiento de la información se hace en ambos hemisferios. Y en raras ocasiones (levanto la mano ahora) el hemisferio izquierdo no puede compensar el fallo del derecho; suelen ser casos de gente diestra cuyo hemisferio derecho está muy especializado.

Para una vez que estaba especializado en algo…

Recuerdo mis primeros días en casa mientras mi madre me traía comida en tuppers y yo la despedía con una sonrisa forzada y muchas ganas de no verla hasta el día siguiente. Sumido en las palabras de mi grupo de apoyo que encontraba vacías de sentido. Asqueado. Horrorizado de mí mismo. La debilidad, la entrega de armas, la rendición incondicional. La depresión. Cómo me permití, porque así hablamos los colgados al principio y al final, empezar a meterme todo lo que pillaba. Estás bien, necesitas algo diferente, lo has pasado muy mal y nadie te va a dar un premio por tu entereza, por tu valentía, por ser un tío cojonudo … así que serás tú quien lo haga. El premio por lo visto era dejar de ser yo para no ser nada, en definitiva. No sé si me volví adicto a ciertas sustancias o ellas se volvieron adictas a mí. Acabé sintiéndome tan utilizado, tan secundario en mi relación con ellas que cuando entré en la cárcel y sudaba como un cabrón por la abstinencia soñaba que me buscaban por las calles, ufanas, danzantes, una procesión de promesas con caducidad que se apelotonaba a las puertas del talego, un coro multicolor rogando su entrada a dos guardias imaginarios para venir corriendo a mi celda e introducirse en mi torrente sanguíneo. Ale-hop. Fiesta.

Porque, sí, estoy en el talego. Siento no habérselo dicho antes. Es una larga historia y con alguien tengo que hablar pero se la resumiré al absurdo: atropellé a un tío. Queriendo. Iba muy puesto y lo pasé por encima, a mala hostia. No sé, en ese momento me pareció una idea brillante hacer a alguien lo que me habían hecho a mí. Me arrepentí al momento y por suerte no fue grave. Así que imagine mi cara en el juzgado (yo no puedo). Ahora le envío un email cada dos meses y sigo despidiéndome de él con un «Gracias y perdón por todo». Dice que me ha perdonado, que lo entiende, que está bien, que no fue gran cosa. Pero uno se siente idiota, joder. Intentar putear a alguien así …

El psicólogo del talego flipa conmigo. Normal. Incluso siento que usted lo hace. Supongo que siempre hay una manera de joder las cosas un poco más; con un poco de dedicación, todo es posible. Que se lo digan a Hitler o a Telecinco. Cuando decidí coger de nuevo los mandos de mi vida me dije que quería ser quien quería ser. Sin excusas. Un tío con un código ético, una mezcla entre un samurái y un espartano. Yo que sé: algo heroico.

Algo digno.

Ahora mi ceguera para los rostros y ese monstruo que rasga el suelo de mi cerebro susurrando joder, solo un poquitín, una y ya está… son la base de todo. Mis enemigos, mi debilidad, mi miedo se convierten en mi fortaleza, soy un ronin entrenando a cada momento. Ocupo mi tiempo, aprendo a reconocer a gente de lejos gracias a que la gente solo tiene una forma de andar. La ropa me sirve de guía y procuro anotar las nuevas adquisiciones de la gente con la que trato; si alguien tiene una camisa nueva o unos zapatos diferentes, yo lo anoto. Cada noche estudio las diferencias, memorizo los cambios de peinado, si alguien se ha quitado un anillo o tiene un collar diferente. Todo sirve. Es toda una aventura vivir en territorio enemigo con visibilidad cero.

La cara será el espejo del alma y seré un topo para eso pero soy el puto Sherlock Holmes para todo lo demás.

Si todo va bien saldré dentro de un mes. He encontrado un alquiler barato cerca del barrio de mi ex. A veces intercambio emails con ella e incluso viene a visitarme en ocasiones. Qué mujer. Después de lo que le hice. Me hace sentir pequeño y ridículo y enorme e importante al mismo tiempo. Siempre me avisa de la ropa que vestirá hasta que yo pueda oír el sonido de su voz. Así la visita cunde más. Releo ahora todo lo que he escrito y siento que no he sido del todo claro con ustedes aunque sea por omisión: no me dejó por la prosopagnosia. Me dejó porque dejé de ser yo. Cargué toda mi mierda sobre ella y aguantó… aguantó mucho. Podía soportar que me deprimiese, que me hundiera, que no pudiese imaginar un futuro sin su cara grabada en él. Pero no lo de las drogas ni lo que me hacían hacer. Intentó ayudarme y una noche se me ocurrió empujarla contra la cocina, haciéndole una brecha en la cabeza contra la esquina de un armario. Sé lo que está pensando y tiene razón: soy un puto miserable. Y yo le digo que no me lo perdonaré jamás. Mis primeros días ella estaba a mi lado, en mi casa. Era ella quien despedía a mi madre con una sonrisa triste, no era yo con una falsa sonrisa. No sé por qué les he dicho otra cosa. Quizá porque no estoy curado del todo, a saber. Creo que no lo estaré nunca. Ella estaba ahí cuando me perdía con alguna película, cuando me encerraba para meterme, cuando algún amigo pasaba a visitarme y yo no estaba para nada ni para nadie. La enfermedad por la que me dejó no tiene un nombre largo y yo fui el culpable, y no una cáscara de plátano, de todo lo que ocurrió después.

No sé si tendré otra oportunidad con ella: no me siento merecedor. Sí, le he dicho que viviré cerca y que cada día intentaré ser mejor. Que es todo lo que puedo prometer. Que necesito que, de vez en cuando, me diga si estoy haciendo el idiota hasta que pueda caminar solo de nuevo.

Ni siquiera sé si tiene pareja ahora. La verdad es que prefiero no saberlo. No hago planes. Supongo que si al final todo sigue igual y ella prosigue su vida con alguien a su lado, la prosopagnosia será una bendición para mí. Y si no, bueno, todo samurái necesita un señor. O señora.

Deséeme suerte. Haré todo lo que pueda, tiene mi palabra. Le dejo en su playa, con sus piedras, así que muchas gracias por el paseo.

Ah, y no lo tenga en cuenta si un día me cruzo con usted y no le saludo. Me pasa muy a menudo.

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