El 23 de mayo de 2028, algunos boletines informativos cerraron con una curiosidad, una noticia de relleno: en un remoto, pero por lo demás ordinario, trastero de Manhattan se había encontrado lo que parecía ser un cuadro desconocido de Mark Rothko. Nada del otro mundo, en principio. Relativamente, claro: en el mundo del arte esto despertó un revuelo considerable, no solo porque Rothko fue uno de los mayores exponentes del expresionismo abstracto del siglo XX, sino porque los historiadores del arte no se lo esperaban. La biografía del pintor era relativamente bien conocida y la aparición de una supuesta obra perdida inmediatamente disparó las sospechas de que podría tratarse de una falsificación.
Para los más cínicos, falsificar un Rothko no es que tuviese mucho misterio. Yo misma recuerdo que lancé algún comentario jocoso al ver la noticia: una señora trajeada (fue la primera vez que vi a Nistea) sonreía frente a un puñado de periodistas junto a un lienzo de más de dos metros de alto con un par de rectángulos rojos sobre un fondo violeta. «De esos te pinto yo siete», le dije a Nerea, que en ese momento estaba medio tumbada sobre mí en el sofá. No lo pensaba de verdad, de hecho lo dije especialmente para hacerla rabiar, pues a veces me decía cosas parecidas sobre el arte del siglo XX, que detestaba. Nerea, que estaba quedándose dormida, ni se dignó a responderme. Dos minutos después nos íbamos a la cama sin pensar mucho más en aquel cuadro.
El asunto de la autenticidad del Rothko perdido siguió asomándose con timidez a las noticias convencionales por un tiempo. La mayoría pensábamos que lo que había detrás era simplemente un interés económico. La familia que lo halló en una de sus propiedades podría sacar una fortuna con ello si quisiera, y esto despertó muchos recelos. Por otra parte, Rothko era tan conocido que se hubiese tratado de una elección demasiado indiscreta si no se quería tener a un ejército de críticos levantando un escándalo en caso de que la obra resultase ser falsa. A la mayoría de los mortales este asunto ya se nos había olvidado unos días después, pero durante las siguientes semanas, una peregrinación de expertos se fue presentando en la casa de Laima Nistea, la supuesta heredera del cuadro, y aún un personaje totalmente desconocido. No hubo cámaras en esas visitas, pero la gran mayoría de los críticos salieron de aquella casa del Upper East Side convencidos de que el cuadro era auténtico, e incluso fueron capaces de estimar que debió pintarse hacia mediados o finales de la década de 1960, en la madurez artística del autor.
Fue este dato el que al parecer levantó las sospechas de Colton Bautista, el experto mundial en Mark Rothko. Bautista negó desde el principio la autenticidad del cuadro en multitud de entrevistas. Lo hacía con la vehemencia y autoridad esperable de quien había escrito una tesis doctoral sobre el pintor y publicado una biografía de 672 páginas en 2020 con motivo del 50 aniversario de su muerte. Para Bautista, era absolutamente imposible que Rothko pudiese haber dedicado sus energías a una obra como aquella cuando estaba ya centrado en su capilla de Houston. Cuando el Rothko perdido ya había sido olvidado casi por completo por el gran público, Laima Nistea volvió a aparecer en el cierre de algunos noticiarios al invitar personalmente a Bautista a su casa para que pudiese admirar su Rothko en persona. El morbo estaba servido.
Aquella visita, la prueba de fuego, fue la primera que tuvo cierto seguimiento en directo por todo tipo de curiosos y que seguramente habrás visto alguna vez. Nistea, radiante, recibe cordialmente a un Bautista escéptico e incómodo con toda aquella parafernalia, pero dispuesto a zanjar la polémica de una vez por todas. Bautista se coloca frente al cuadro y todos los periodistas quedan en silencio mientras el experto lo inspecciona muy de cerca. A los tres minutos y cuarenta y siete segundos del inicio de la transmisión se ve que Bautista deja de escrudiñar los detalles y de farfullar y simplemente se queda como inmerso frente al lienzo, como en trance. Exactamente en el segundo 8:07, tras más de cuatro minutos de interminable e incómodo silencio, Colton Bautista, el experto mundial en Rothko, empieza a llorar. Conmovido y sin poder reprimir su llanto, pide salir de allí inmediatamente, sin despedirse ni mediar palabra con su anfitriona. Bautista compareció unas horas después para corroborar, no solo que el Rothko era auténtico, sino que era, sin ninguna duda, su mejor obra. La historia se hizo viral inmediatamente, pero aquello no había hecho más que empezar, claro.
El resto ya lo conoces. ¿Dónde estabas tú cuando Laima Nistea dio la rueda de prensa en la que anunció que nos había tomado el pelo a todos? Lo mismo eras demasiado joven. Yo la vi en directo en la cafetería de la facultad (Nerea me avisó de que iba a tener lugar a las cinco). Ya solo ver su prestancia me convencía de que estábamos ante un nuevo icono de masas. Lo que más me gustó fue su claridad cuando cortó a un periodista que usó la palabra falsificación. «Disculpe, ¡disculpe! De ninguna manera se trata de una falsificación. Como le he dicho se trata de una obra de arte original e inédita. El hecho de que una IA esté detrás de dicha creación en modo alguno debe hacerle creer que…». Aquello fue un bombazo. Bueno, no solo esa rueda de prensa, fue todo: las reacciones de los escépticos, el suicidio de Bautista y su nota póstuma, las filtraciones del emulador sináptico que Nistea había usado para desarrollar a sus Musas... una locura.
La primera Musa se presentó en sociedad en septiembre. Nistea la llevó al MoMA, donde la aglomeración fue tan grande que el Ayuntamiento de Nueva York tuvo que desplegar un dispositivo antiterrorista. La Musa pintó en seis minutos y veintidós segundos un segundo Rothko, distinto del primero y de todos los Rothkos del mundo, con una técnica absolutamente indistinguible de un original y capaz de despertar entre sus adeptos el mismo tipo de emociones, como Nistea demostró in situ gracias a los emuladores sinápticos colocados en algunos voluntarios. Lástima que Bautista ya no estuviese vivo para disfrutarlo.
Siempre me resultó curioso que las Musas tuviesen más facilidad para emular artistas abstractos en primer lugar. Kandinsky, Mondrian o Picasso llegaron después, cuando Nistea (ya completamente desenmascarada como principal accionista de Qwant) reclutó con contratos millonarios a críticos de arte para llevar sus emuladores mientras visitaban los principales museos del mundo. Siete meses después, el entrenamiento pictórico de las Musas estaba completo, incluyendo a los principales exponentes de la historia de la pintura.
Te cuento esto porque el 15 de abril de 2029, fui una de las afortunadas en conseguir entrada para la primera demostración pública de una Musa en Europa. La nueva dirección del Prado fue la primera gran institución del viejo continente en aceptar una visita de Nistea. El gobierno español presumía del logro a pesar de que todos sabíamos que Nistea vendría a Madrid porque el Louvre había dicho que no. A nadie le importó demasiado ser segundo plato: en el museo no cabía un alfiler. Solo se sabía que en señal de agradecimiento, Qwant donaría al Prado la obra que la Musa pintase, pero no había más pistas. Aquella tarde fue uno de los momentos más impactantes de mi vida: esos movimientos rapidísimos pero precisos, los silbidos de los mecanismos hidráulicos, el zumbar de los aplicadores de óleo… Tardamos unos minutos en verlo, pero al tiempo entre murmullos se empezó a correr la voz. La Musa estaba pintando La expulsión de los moriscos, una de las obras de Velázquez que se perdieron en el incendio del Alcázar de 1734. Era la primera vez que una Musa se atrevía con un maestro de la pintura figurativa, y cuando el cuadro estuvo acabado, apenas veintidós minutos después, a ninguno de los presentes nos cabía duda de que aquello era, de alguna forma, Velázquez en estado puro.
La mesa redonda que tuvo lugar a continuación, con el óleo del nuevo Velázquez aún fresco sobre el lienzo, fue casi surrealista. No quedó registrada de forma pública, pero la recuerdo a la perfección. Un profesor de filosofía de la Universidad Complutense acabó perdiendo los nervios delante de todo el mundo.
―¡De ninguna manera! Usted está… ¡engañando al público! ―dijo furibundo―. Ha conseguido que sus robots imiten resultados de artistas para emular respuestas cognitivas equivalentes a la de una verdadera obra de arte, ¡pero eso no es crear! ¡Sus robots no crean! ¡No son conscientes!
―Profesor―respondió educadísima Nistea con una aplastante seguridad en sí misma y un español sorprendentemente bueno―, no sobreestime la consciencia. Si mis Musas son capaces de producir obras originales, nunca antes vistas, pero con un aura capaz de conmover a miles de personas… ¿no están acaso cumpliendo el sueño de cualquier artista? ¿No es eso, por definición, un acto de creación?
La sala enmudeció.
Me gusta insistir en que Laima Nistea fue la verdadera artífice de la revolución. Sus Musas no fueron capaces de superar aquel estado arcaico y hoy en día se les considera poco más que una curiosidad, pero creo que deben reivindicarse como algo más. Sí, las huelgas globales y los infernales años 30 fue lo que ha quedado grabado en el pensamiento colectivo, pero no te engañes: las personas de aquel entonces no éramos tan ingenuas. El avance de la mecanización era evidente para todos y aunque fue rapidísima, la sustitución de prácticamente todos los trabajos humanos se había visto venir desde hacía décadas. La sociedad estaba preparada para ese trauma. Más o menos. Ten en cuenta que la humanidad pasó de la noche a la mañana de dejarse la piel por un buen empleo a disfrutar (o sufrir) una renta básica universal y no saber qué hacer con ella. A vivir gestionados (sometidos, según muchos) por una singularidad con la que ni siquiera tenemos razón para enfadarnos una vez que los niveles de carbono atmosférico volvieron a bajar de las 400 ppm. El golpe que asestó Nistea fue más profundo y doloroso porque no nos lo esperábamos, y desencadenó la verdadera crisis de identidad de la que nadie habla. Nistea solo puede compararse a Copérnico o a Darwin, porque vino a demostrarnos, una vez más, que ya no éramos especiales, que quizá nunca lo fuimos.
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