Mi vida entre los humanos V: El cometa y los números

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Memorias de una inteligencia artificial… más artificial que inteligente.
Quinta anotación

TEXTO POR CARLOS ROMÁ-MATEO
ILUSTRADO POR FRANCISCO RIOLOBOS
ARTÍCULOS
CIENCIA-FICCIÓN | PROFEBOT | RELATO
18 de Junio de 2018

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Tras mi charla con el director, decidí redoblar mis esfuerzos en lo tocante a no herir la sensibilidad de mis jóvenes alumnos, o a efectos más prácticos, de sus no tan jóvenes, pero a menudo pueriles, progenitores. Me centré en la vertiente estrictamente académica de mis labores, dejando de lado toda pretensión de interferir tanto en el desarrollo emocional como en las habilidades sociales de mis pupilos. No fue fácil, dada su tendencia a la interacción con consecuencias antisociales. Pero conseguí mantenerme al margen. Reflexioné que, si la humanidad había conseguido permanecer cientos de años viajando a bordo de un gigantesco, pero al fin y al cabo cerrado, espacio como la EEEH, quién era yo para intentar dar lecciones de convivencia. Ya podían esos pequeños salvajes gritarse, empujarse o lanzarse pupitres de un lado a otro del aula. Mis bancos de memoria me apuntan que esto último puede confundirse con el recurso literario llamado «hipérbole»; pero no, esto sucedió de verdad, literal y no literariamente. Una hipérbola, más bien, fue el recorrido trazado por el pupitre. En cualquier caso, el foco de la cuestión es que había determinado limitarme a aplicar la más estricta y sobria disciplina según lo establecido en los estatutos del Programa de Enseñanza Estándar Obligatorio (PEEO, abreviadamente). Y conseguí mantener mi determinación bastante tiempo. Hasta que me vi obligado a electrocutar al joven Wang2017J.

Tal vez deba poner en contexto esta última frase.

Aquel día, la clase reglamentaria había sido excepcionalmente sustituida por una visita al observatorio. Puede resultar chocante para los que nunca han viajado a bordo de una EEEH imaginar que exista algo definido como «observatorio», cuando toda la estación se encuentra rodeada por la inmensidad del espacio, y es bien sabido que las aleaciones avanzadas disponibles en la época en que escribo estas memorias permiten una transparencia total sin comprometer en lo más mínimo la integridad física. Nuestra propia aula dispone de amplios ventanales que permiten el estudio de las estrellas con una visibilidad perfecta. No obstante, por razones pedagógicas —o lo que es lo mismo, siguiendo protocolos humanos basados en teorías educativas observacionales y probablemente obsoletas— ciertas actividades docentes requieren de un entorno distinto al de las lecciones habituales. El viaje de una a otra parte de la estación implica novedad, dinamismo y estímulo cognitivo, a efectos académicos. A efectos prácticos, implica revolución, descontrol, recuento continuo y casi compulsivo de los alumnos, medidas disciplinarias drásticas y activación de protocolos de seguridad y emergencia de nivel 5. Cabe mencionar que la zona del observatorio se halla a tan solo unos treinta pasos humanos (de estatura media 1,5 metros) del aula. Expediciones más largas activan directamente medidas de nivel 6 en adelante, en épocas pretéritas conocidas simplemente como DEFCON 2.

En definitiva, para un profesor entrenado (programado, más bien) como el que suscribe, la excursión supone una más de tantas rutinas. Y, ciertamente, el esfuerzo merece la pena.

Si algo puedo decir en favor de los humanos, después de tantos años a su servicio, es que son maestros del espectáculo. El observatorio de la EEEH es un ventanal panorámico de 12x28 metros, una bóveda semiesférica que sitúa al observador —espectador, más bien— en el centro de la acción. Ya sea para observar planetas cercanos, fenómenos cósmicos de cualquier índole, o como en el caso que nos ocupaba… cometas. Sin trucos visuales de ningún tipo: solo pura realidad. Dudo que quien lea estas líneas haya visto alguna vez con sus propios ojos un cometa lo bastante cerca, y seguramente pensará que tan solo aproximarse a unos cientos de miles de kilómetros de distancia de su trayectoria es una temeridad. Pero tanto los escudos defensivos como el mismo material de construcción de las EEEH suponen la máxima expresión de todo lo inventado por los humanos a lo largo de su historia. No me extenderé en detalles y tecnicismos, pero hablamos no solo de aleaciones de grafeno de última generación, sino de generadores de repulsión molecular controlados por ordenadores cuánticos y, por si esto último fuera poco, conectados a la red neurosintética más eficiente jamás inventada, aquella de la que me enorgullezco de formar parte.

Y fue precisamente mi conexión con el resto de la red lo que me advirtió de que algo no iba bien… solo que no lo bastante rápido como para reaccionar. Lo cual, estando dotado de circuitos con un tiempo de transmisión de información virtualmente instantánea, resulta muy chocante. Pero volveré sobre esto en otra ocasión, ahora me centraré en relatar cómo la observación del cometa se tornó en un episodio dramático, si se me permite la expresión humana.

Como decía, las garantías de seguridad llegan a tal extremo que la EEEH pudo permitirse trazar una trayectoria paralela a la del cometa, y cuando se igualaron las velocidades, prácticamente este se podía observar como si se tratase de una roca estática. Mis alumnos, agolpados en torno al gigantesco muro de cristal del observatorio, chillaban y lanzaban exclamaciones, señalando en todas direcciones. Aunque yo intentaba estimular sus pequeñas mentes hablando del maravilloso y dilatado viaje de aquellos pedazos de roca y hielo a lo largo y ancho de las galaxias; de los misterios que transportaban de un lugar a otro y de lo aparentemente infinito de sus viajes sin descanso; de cómo sus colas crecían y menguaban en función de la cercanía a las estrellas que conformaban sus puntos de referencia; de las hipótesis en torno a su capacidad de ser portadores de vida, todavía jamás corroborada (ni refutada) tras más de 1000 años de ser estudiados incluso in situ... Nada de esto parecía llegar a quedarse retenido en sus cerebros, si es que llegaba a entrar. Ellos se sentían realmente fascinados por las decenas de pequeños artilugios mecánicos, o robocitos como los llamaba Anton0067P, que recorrían las irregularidades de la superficie de C/1980-K Fitzgerald-Stanislav-Romanov (conocido popularmente por el acrónimo «FiStRo»). A la manera de hormigas afanosas recogiendo materiales y transportándolos de un lado a otro, aquella flota de pequeños sintéticos recababa información, seguramente para seguir permitiendo a los humanos filosofar en torno a la relación entre aquellas rocas viajeras y el origen de la vida. Es curioso cómo se aferran a esa pregunta primordial. No parecen haberse tomado muy en serio su decisión de crear formas de vida —sintéticas, pero formas de vida al fin y al cabo— y dejar en sus manos el destino de prácticamente toda su población flotando a lo largo y ancho del universo, pero siguen cuestionándose una y otra vez quién o qué los creó a ellos. En cualquier caso, el espectáculo de los robocitos de pronto cambió significativamente. «Profebot, profebot, ¿por qué se están apiñando?», fue lo último que oí, de boca de la curiosa y sintácticamente imaginativa Clara1282M, antes de la explosión.

Porque los robots explotaron. Todos al mismo tiempo, sin previo aviso. Para cuando el resto de inteligencias conectadas a la red (incluida la mía propia) fuimos alertadas del inicio de la subrutina de autodestrucción, ya era tarde. En cuestión de un segundo, las pequeñas arañas electromecánicas estallaron, dando pie a un resplandor luminoso que se expandió en todas direcciones, cegando momentáneamente a la treintena de alumnos que observaban. Siguiendo los principios de acción y reacción, y las leyes de movimiento newtonianas, el cometa se desvió de su trayectoria, alejándose de la EEEH. Y siguiendo esos mismos principios, gran parte del fuselaje robótico se dirigió a toda velocidad contra la gigantesca estación. Una lluvia de metal, circuitos y nanofibras, chocó contra el observatorio. Aunque siendo precisos, nada chocó realmente; la escudosfera de la estación hizo que todos y cada uno de los restos se pulverizaran, y apenas una lluvia de polvo y algún cascote de no más de un par de centímetros de diámetro fue lo único que llegó a rozar físicamente el prácticamente indestructible ventanal. Claro que todo eso era algo que yo, con la frialdad analítica que caracteriza a las inteligencias artificiales, era capaz de comprender, mas mis jóvenes alumnos, siguiendo instintos grabados a fuego tras millones de años de evolución de los que aún eran esclavos, no pudieron sino lanzarse al suelo cubriéndose las cabezas. A continuación: lloros, exabruptos de toda índole y algún que otro chillido. En un rápido análisis de milisegundos pude descartar todo lo que en realidad era superfluo, imaginando que no debería tener razones para preocuparme.

Lamentablemente, las inteligencias artificiales también nos equivocamos.

—Profebot —me instigó Ignatius1451J con una calma tan poco habitual viniendo de él que activó mis protocolos de emergencia solo con su tono de voz—. Wang no se mueve. 

Una de tantas cosas buenas de no ser humano es que es muy fácil concentrarse en situaciones críticas. En apenas cinco segundos, localicé al pequeño Wang2017J, aparté enérgica, pero inofensivamente, a todos los niños agolpados a su alrededor y escaneé el cuerpo del muchacho para ver que, efectivamente, se encontraba en un estado de inconsciencia que rápidamente pude relacionar con un detalle bastante importante para la salud humana: su corazón no estaba latiendo. Desplegué el instrumental adecuado a partir de mis probóscides mecánicas y, sin dejar pasar más tiempo, estimulé eléctricamente el músculo cardíaco.

Puede que haber comenzado el relato hablando de electrocutar a un alumno haya sido algo exagerado; los lectores humanos entenderán que tanto trabajar con ellos me han pegado alguno de sus vicios, como la tendencia a la hipérbole (esta vez sí). Apenas una descarga bastó para encender de nuevo aquella máquina de proteínas y compuestos químicos, que reanudó la rítmica tarea que no había dejado de ejercer durante ocho años, sin descanso. El niño despertó, terminé de chequear su estado general y, afortunadamente, allí terminó lo más dramático de la situación. La familia del niño habría de agradecer, paradójicamente, que aquel incidente, inofensivo por lo demás, hubiese hecho saltar las alarmas sobre la cardiopatía agazapada entre los cromosomas del joven, que pudo ser vigilada y tratada de manera anticipada y evitando males mayores. Pero en lo que a mí respecta, lo más extraordinario, sorprendente y al mismo tiempo preocupante de aquel episodio, no tuvo que ver con Wang2017J.

Mientras me había estado afanando en reanimar al chico, mis registros de entrada bidireccionales no cesaban de captar un sonido rítmico, repetitivo, tremendamente desconcertante. A nuestro lado, con la mirada perdida, el fascinante Arthur1888M recitaba en voz alta una letanía de números: 2920, 70 080, 4 204 800, 378 432 000, 0. Los repitió una y otra vez durante los apenas veinte segundos que duró el frenético episodio, hasta que Wang2017J abrió por fin los ojos. Solo entonces volvió a su mutismo habitual.

Almacené la serie de números en mi memoria prioritaria y al final de aquella ajetreada jornada me dediqué a consultar iterativamente mis bases de datos. Mas tardé muchas muchas horas de computación hasta dar con su significado.

Pero daré la respuesta a este enigmático suceso en otra entrada, pues tanto su explicación como las ramificaciones del incidente en su conjunto, abarcan más de lo que puedo registrar hoy.

Fin de la anotación

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