El perfume de la reina

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Tapputi danzaba entre la multitud y su acompañante sufría por seguir su paso. Sus sandalias saltaban sobre los charcos y evitaban a duras penas los pies regordetes y colorados de los mercaderes que salían de sus puestos con los brazos en alto para atraer clientes. El mercado de Babilonia bullía de actividad y casi podían sentir ya la brisa del río en su cara.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR ROSA ÁLAMO
ARTÍCULOS
MUJERES DE CIENCIA | QUÍMICA
28 de Junio de 2018

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Cuando llegaron a la orilla, las dos mujeres admiraron las decenas de barcos que circulaban por el Éufrates en todas direcciones. Ninu no entendía la fascinación de Tapputi por ver aquellas naves pero disfrutaba observando el brillo de aquellos ojos que la convertía en niña por unos segundos. Quizá era la promesa de alguna sorpresa exótica en esos barcos o tan solo que Tapputi se había criado cerca del río. Pero pronto, como solía ocurrir, su expresión se hizo más grave y la niña-mujer volvió a ser Tapputi-Belatekallim, perfumista de la Casa Real y responsable de las ofrendas a los dioses en palacio.

Se giró rápidamente hacia el mercado y Ninu volvió a apretar el paso para alcanzarla. Tapputi se paraba, recitaba cifras y nombres en alto mientras Ninu anotaba, encargaba y pagaba. Cambiaba de puesto, frenética, sin perder un segundo. Cada vez iban menos al mercado pero, en días como estos, Ninu sentía el calor de la llama que vivía en el interior de la perfumista real. Metía las manos en sacos de mirra, frotaba, mordía, lanzaba fortunas al aire y las dejaba caer al saco con los ojos cerrados mientras el olor se dispersaba a su alrededor. «¡No! ¡No, sirve!». Y emprendía el vuelo de nuevo.

Por supuesto, se recibían cada mes gran cantidad de ingredientes para su alambique en el palacio: aceites, bálsamos, cyperus, cálamo… Pero Taputti siempre buscaba algo diferente. Por eso a veces iban al mercado, como en los primeros días. Ninu sabía que jamás quedaría satisfecha pero aun así fruncía el ceño asintiendo cada vez que ella le mandaba anotar nuevos ingredientes: así le pretendía mostrar que coincidía con ella, que iban por el buen camino. Un confiado «claro que sí, lo intentaremos y esta vez funcionará», enmarcado sobre los ojos color avellana de Ninu.

Regresaron a palacio. Ninu se adelantó a llevar las notas al jefe del almacén para que ordenara urgentemente a los hombres del carro recoger los encargos en el mercado y pasó junto a los dos guardias de la puerta. Uno de ellos, un veterano soldado con incipiente tripa, era un viejo conocido: las insultó el mismo día que fueron designadas por el rey. En aquellos días se hacía difícil salir de palacio a algún recado: su mirada era despiadada y Ninu le tenía un franco temor. Pero Tapputi levantaba la cabeza a su paso, orgullosa, y su aparente desinterés terminó eventualmente por aburrir al guardia, que probablemente acabó dedicándose a odiar otra cosa. Tapputi le explicó a Ninu que muchos hombres temían a las mujeres lejos del dormitorio por lo que llevaban dentro. «¿Un niño?», preguntó Ninu. La perfumista había suspirado y puesto de nuevo la mirada en su alambique.

Horas más tarde, de camino al taller de Tapputi desde el almacén, Ninu atravesaba los jardines de palacio. Un viento inusualmente fresco mecía las ramas de las palmeras y el cielo era azul. Los dioses eran benévolos con ellas, sin duda, y vivir y aprender junto a Tapputi era todo un honor. Pocas mujeres en el mundo tenían su posición. Aún faltaban mil doscientos años para que la historia contase que un niño-dios nacía al oeste de ese palacio en un humilde establo y muchos más para que ese alambique en el que trabajaba Tapputi se convirtiera en el primero documentado: siglos de muerte, gloria y oscuridad para que aquella mujer que había corrido por el mercado esa mañana como una niña traviesa fuera conocida como la primera mujer química conocida.

Poco sabía Ninu de todo ello mientras recogía un dátil del suelo a la sombra de una palmera y lo mordisqueaba en su camino. Seguramente no lo habría creído.

A la puerta del taller estaba el carro. Las compras de la mañana ya habían sido almacenadas y etiquetadas. Escupió el hueso del dátil antes de entrar y tras la puerta notó en sus mejillas el calor que había en el interior. Tapputi estaba recogiendo el resultado de su última creación en el recipiente de su alambique. Tras hervir agua filtrada varias veces, flores, cálamo aromático y aceites delicados que habían viajado cientos de kilómetros, el vapor resultante pasaba por un serpentín en contacto con agua fresca que lo enfriaba y convertía de nuevo en líquido. Levantó el recipiente y dejó que un rayo de luz que entraba por la puerta (que Ninu no había cerrado del todo) lo iluminara: tenía un color dorado e intenso. Vital. Con el estilete marcó unos símbolos en su tabla de arcilla y derramó parte del líquido en un recipiente más pequeño, tapando inmediatamente el mayor. Introdujo un dedo en la mezcla y lo pasó con suavidad por su brazo. Esperó a que el calor de su piel calentara el líquido, cerró los ojos, aspiró profundamente y durante cinco eternos segundos todo quedó en silencio. Ninu aprovechó a sacarse un trozo de dátil atascado entre los dientes mientras miraba a Tapputi con ansiedad. La perfumista finalmente expulsó el aire, abrió unos ojos que sonrieron sin boca y anotó de nuevo en su tablilla. Ninu sabía que había funcionado y de pronto recordó que ella también podía respirar de nuevo.

El ungüento de la reina estaba listo. Cientos de pruebas, combinaciones y fracasos, cientos de días tristes con otras tantas promesas de dejarlo todo, de volver a empezar, de regresar corriendo al mercado para agarrar del cuello a algún mercader… terminaban en ese oro líquido que brillaba en la piel de Tapputi. Extracción, sublimación, enfleurage, destilación, extracción de aromas … todo aquello tendría nombre cuando el ser humano conociera más de su propio universo pero Tapputi y Ninu solo tenían el ensayo y el error, cada acción anotada con diligencia y la confianza de su rey. El alambique aún goteaba y nada se interponía entre el líquido y la mesa pero ya no importaba: sabían qué hacer.

Una Ninu del futuro podría haber sabido que millones de moléculas mágicas en forma de vapor entrarían por la nariz de la reina y, una vez disueltas en las mucosidades reales, las neuronas receptoras del olfato transportarían esa información a los bulbos olfatorios, desde donde se enviaría al sistema límbico y al hipotálamo, las partes más primitivas del cerebro, para su procesamiento. Esa Ninu podría saber que los humanos tienen tres fotorreceptores, cinco receptores del sabor y cientos de receptores para el olfato que les permiten distinguir miles de millones de olores.

Pero la Ninu real solo esperaba que alguna nota de ese olor recordara a la reina pasados amantes, atardeceres en su barco o su niñez cortesana aferrada a una muñeca de trapo que quizá una vieja aya tejió con dedos nudosos para ella. Tapputi siempre decía que un aroma viajaba más rápido que el dolor. Ninu siempre sonreía cuando lo decía: hacían malabares con las emociones de sus monarcas utilizando decenas de aromas transportados desde otros lugares y concentrados en una sola gota de perfume.

Si conocían bien a la reina, este sería su perfume favorito durante un tiempo. Al final siempre se aburría. Pero eso estaba bien: así nunca les faltaría el trabajo. Y, sobre todo, podrían seguir aprendiendo a pesar de ser mujeres en un mundo de músculo y hierro.

Mujeres pagadas por hombres para estudiar. Para prosperar. Para crear un legado.

Tapputi apreciaba la ironía en todo el asunto mientras ordenaba limpiar el alambique.

Ninu etiquetó el recipiente y guardó la tablilla con la receta junto a todas las demás. Tapputi ya había encargado a sus ayudantes que preparasen los ungüentos para las próximas ofrendas en el palacio y los zigurat: el festival se acercaba y no querían despertar la ira de los sacerdotes. Ambas salieron juntas del taller y Tapputi-Belatekallim, mujer y dueña de su propia casa y apellido, cogió con fuerza la mano de Ninu en señal de agradecimiento mientras se encaminaban hacia las palmeras para disfrutar el atardecer con algo de fruta fresca en la mano.

«Ser química en el siglo XIII a. C no era fácil», habría opinado una Tapputi del presente con el mismo brillo salvaje en los ojos de la original.

Y, al mirar alrededor, en su tiempo, quizá acabase levantando los hombros con tristeza y afirmando que las cosas, por desgracia, tampoco habían cambiado demasiado.

Bibliografía

Tapputi Belatekallim, the first chemist. Girl Museum. https://www.girlmuseum.org/tapputi-belatekallim/

Agradecimientos: Dani Torregrosa (@DaniEPAP)

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