Nuestro mayor tesoro

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Este texto corresponde al segundo clasificado del V concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en la novela Las calculadoras de estrellas de Miguel Ángel Delgado (@rosenrod), organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja (@unirioja).

TEXTO POR MARÍA TUBÍO BOO
ILUSTRADO POR SUSANA PALÉS
ARTÍCULOS
ASTRONOMÍA | RELATO
19 de Julio de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

Era una mañana como cualquier otra en aquella isla. El sol se despertaba tímido dando la bienvenida a un nuevo día mientras los niños se dirigían corriendo hacia la escuela. Cada uno estaba acompañado por una pequeña luz, algunas eran más brillantes que otras y todas ellas distintas entre sí. Se movían a tu alrededor, a veces jugueteaban con tu pelo. Raramente se estaban quietas y hacían nacer la curiosidad en las personas, especialmente en los niños. Mi luz era una de las más ruidosas y me hacía sentir completa. Me impulsaba a querer aprender y no me abandonaba ni un solo instante. Era hermosa y cálida y cuando aprendía algo nuevo dejaba entrever un pequeño arcoíris en su superficie de forma casi mágica.

Cargando mi pizarra y mi libro en la mochila, encabezaba el grupo entre risas. Todos nosotros corríamos colina abajo y ganaba el primero que entrara en clase. Así eran todos los días. Y yo nunca perdía.

Cada clase era un mundo y eran pocos los que no disfrutaban de los conocimientos que brindaban aquellas lecciones matutinas, más de las veces escasas. Se impartían de forma irregular en uno de los edificios menos cuidados del pueblo, desde donde se podía ver el faro a lo lejos. El aula era fría y húmeda pero los niños, entre ellos yo, le daban la calidez necesaria para no resultar ni aburrida ni incómoda.

20 de enero. Todos nosotros sentados en nuestros pupitres. Debía de ser una mañana como cualquier otra, no pasaba nada fuera de lo común. No obstante, mi vida cambió sin querer cuando el profesor comenzó a impartir una lección totalmente nueva para mí y en cuatro palabras mi luz se hizo más brillante que nunca.

—¿Qué es el universo?

El profesor parecía haberme  preguntado específicamente a mí. No paraba de mirarme con aquella media sonrisa típica en él

—¿María? Seguro que tú sabes algo. ¿Podrías contestar la pregunta? —exclamó el señor Michael con su media sonrisa tan característica.

Y, como era de esperar, todos mis compañeros se giraron para clavar sus miradas en mí. Sentí como el calor inundaba mi rostro y entre emocionada y confusa me puse de pié.

—Señor Michael... No sé qué es.

—Vale... No importa. De todas formas es comprensible que tu padre no te haya dicho nada, pues no es un tema precisamente útil para las mujeres. Bien... Puedes sentarte. En la clase de hoy solo mencionaré conceptos básicos sobre el desconocido mundo de los planetas y mañana continuaremos con las lecciones de matemáticas, las cuales suelen ser mucho más útiles. El universo pues, está compuesto principalmente por estrellas, esas luces que se ven reflejadas en los cielos nocturnos despejados… 

...

—¡Mamá! ¿Has visto a papá? —exclamé casi sin aliento al entrar en la cocina.
—¡Qué pintas me llevas! ¿María Mitchell, cuántas veces te he dicho que no te comportes como los niños? ¡Hasta tienes manchado el bajo del vestido!

Antes de que pudiera decirme nada más, salí rápidamente de allí, dejando mi mochila sobre el baúl colocado en el corredor. Subiendo las escaleras, seguida de mi luz, me disponía a encontrarle. No obstante, escuchaba aún la voz lejana de mi madre.

—¡Cámbiate de ropa!
—Vale... —contesté casi en un suspiro mientras echaba una ojeada al despacho entreabierto de papá. No estaba allí. Resignada, me obligué a calmarme. Si quería respuestas, tendría que esperar a que él volviera.

El día estaba tocando su fin y el sol comenzó a ocultarse. Madre y yo nos dirigíamos con las demás señoras de vuelta a casa. Había sido un día de trabajo duro en los campos, por suerte, Melisa estaba a mi lado. De todas las niñas era la única persona con la que me sentía plenamente a gusto, pues ella me entendía y sabía escuchar mejor que ninguna otra persona. Era mi mayor confidente. Nos acompañaron hasta la entrada y una vez allí nos despedimos con un abrazo. Al entrar, un fuerte olor a tabaco nos recibió y supe con certeza que papá había llegado. Sin tener en cuenta los modales de una dama acudí al salón y lo vi. Su figura, altiva, estaba ligeramente inclinada sobre la mesa y sujetaba una pipa con la mano izquierda. Mi madre entró un poco molesta detrás de mí, acercándose a mi padre.

—¿Te acuerdas de los Hanson? ¿Los que tienen ese perro feo en la entrada y dos hijas rubias un poco obstinadas? Pues bien, escucha atentamente... ¡Van a tener un bebé! Me lo acaba de anunciar Licy…

Mientras hablaba, mi padre escuchaba de forma cortés. No obstante, pude reparar por primera vez en una gran diferencia entre ambos, diferencia en la cual nunca había reparado hasta entonces. «¿Dónde está la luz de mamá?». La de mi padre era potente y brillaba con fuerza a su lado. Por otra parte, la mujer a su lado no poseía ninguna. Al verlos juntos se apreciaba con claridad ese contraste. Con todo, no pensé mucho más en el tema y esperé al lado de la puerta, con mis pensamientos cabalgando entre las estrellas.

—Dime, ¿qué te preocupa? —preguntó con mirada dulce y comprensiva una vez que mamá se había ido a atender a mis hermanos.
—Hoy nos han hablado en el cole sobre una cosa que llaman universo. El profesor dijo que sabes mucho de eso porque eres astrólocho…
—Ejem, astrónomo...
—...y que todo el pueblo te aprecia por eso. Papá, quiero saber más cosas sobre las estrellas y los planetas. ¿El universo es tan grande como dijo el profesor? ¿Qué significa que es infinito? ¿Puede no serlo? Y si…
—Calma, María, calma. Puedo contestar algunas de tus preguntas pero no tengo todas las respuestas sobre el cosmos. Seguramente tu madre no apruebe esto. ¿Tanto te interesa el tema? 

A pesar de haber formulado dicha pregunta, el señor Mitchell ya sabía la respuesta, pues el brillo de mis ojos y la emoción de mi voz me delataban completamente.

—Ven conmigo —dijo tomando mi mano entre las suyas y conduciéndome hasta su despacho.

En él había una puerta y tras ella unas escaleras. Me dispuse a subirlas y al llegar a la cima, bajo el cielo nocturno, miles de estrellas me dieron la bienvenida. El lugar estaba formado por una terraza  cubierta, sin ventanas ni cristales y recordaba a una galería. Nunca había estado allí, para mí siempre había sido la zona prohibida a la cual solo tenían acceso mis hermanos y mi padre.

—Este será nuestro secreto —susurró en tono confidente y desenfadado.

Señalando el cielo y abrazándome dijo:

—Si quieres conocer este mundo empieza mirando hacia arriba, jamás mires hacia el suelo.

Sus palabras me desconcertaron pero no les di más importancia. Estaba absorta en capturar en mi mente cada detalle de la inmensidad del firmamento. Esa noche pasamos horas y horas contemplando las estrellas y nuestras luces parecían fusionarse con ellas. Así, mi padre me explicó de forma apasionada el significado real del universo: de qué estaba formado, cómo influía en nosotros, qué eran las estrellas y las constelaciones, para qué podían servir...

El cosmos siempre había estado ahí, entonces ¿porqué me fascinaba tanto ahora? Y lo más importante, ¿cómo era posible que nunca me hubiese fijado en la inmensidad de un cielo que siempre había estado sobre mi cabeza? 

A la mañana siguiente, y por primera vez en años, me quedé al final del grupo. Por más que quisiera ponerme a la cabeza no tenía ni fuerzas ni ánimos para hacerlo. Melisa, que siempre me acompañaba hacia la escuela, se extrañó profundamente.

—¿Te encuentras bien? Pareces cansada y ojerosa...
—¿Yo? ¡Qué va! Solo que me duele un poco el pie… —contesté tratando, sin éxito, de disimular un enorme bostezo.

Una vez llegamos al aula mi mente se encontró en un mundo bastante alejado de las matemáticas, sintiendo como mis párpados se cerraban con cada palabra del profesor. Volvía una y otra vez al recuerdo de la galería, de las estrellas, cómo sería poder volar y tocar el cielo… 

—¡Tchh! ¡María! ¡Ma-rí-a! –susurró una voz a mi lado. En ese momento noté un pequeño codazo en el costado, no muy molesto…
—¡Señorita Mitchell! —gritó una voz grave y enfadada desde el fondo de la clase—. ¿Tanto le aburren mis clases como para quedarse dormida?

Eso sí había sido molesto. 

—Lo siento mucho, señor… —contesté lo más arrepentida que pude.
—Salga de mi clase. Ahora. No quiero a gente durmiendo en mis aulas. Reflexione sobre lo qué ha hecho y duerma mejor la próxima vez. 

Una risa general se extendió por toda la estancia. Sin embargo, Melisa permanecía seria y con mirada culpable.

—No te preocupes, te esperaré al lado del faro —le dije en un susurro mientras cogía mis cosas.

Tuve que salir con la máxima dignidad posible, a pesar de tener las miradas de todos clavadas en mi nuca.

Habían pasado dos horas. Permanecía recostada en la arena contra el faro y, por segunda vez en la mañana, me había vuelto a quedar dormida. Un beso en la mejilla izquierda me hizo incorporarme, abriendo los ojos de golpe. 

—Tranquila, soy yo. ¿Qué tal? 

Melisa se encontraba enfrente con una sonrisa.

—Bien, aunque un poco cansada…
—¿Me vas a contar qué te ha pasado? 

Fue entonces cuando me replanteé contarle mi experiencia de la noche anterior, ya que mi padre me había dicho que era un secreto. Pero Melisa era mi mejor amiga... Al fin y al cabo, un secreto entre tres personas sigue siendo un secreto igualmente.

—Vale, pero es confidencial. No se lo puedes decir a nadie.

Y aclarando esto, nos dirigimos hasta la zona rocosa de la playa.

Era un día soleado y caminábamos de la mano. Siempre íbamos a esa zona porque un poco más lejos había un pequeño árbol sobre una cueva formada por dos grandes rocas. Era nuestro escondite secreto y uno de los lugares más seguros para hablar sin preocupaciones.

21 de enero. Le conté todo lo que sabía a Melisa y se inició, sin yo saberlo, lo que sería una de las experiencias más gratificantes de mi vida en un mundo desconocido e inquietante que no había tomado tan en serio como hasta entonces: el mundo de la astronomía. 

Los años se sucedían uno tras otro y mis ganas de aprender se extendían hasta límites insospechados. El único capaz de saciar mi sed de conocimiento era mi padre, quien me enseñaría la biblioteca, así como los tesoros que en ella se ocultaban. Los libros se habían convertido en mi obsesión y mi pasión por las estrellas iba en aumento con cada día que pasaba. Ya no necesitaba permiso para subir a la galería o ir sola a la biblioteca, posponiendo de vez en cuando mis deberes para perderme entre estanterías llenas de volúmenes antiguos. Melisa me acompañaba casi todas las tardes y se pasaba leyendo libros sobre plantas a escondidas cada vez que podía. No obstante, esa felicidad no duró mucho y un episodio cruel se produjo en la vida de quien había sido como una hermana para mí.

Melisa se encontraba en su habitación con un volumen viejo sobre plantas e insectos que había tomado prestado de la biblioteca. Leía con avidez, temiendo que alguien la descubriera. Estaba muy mal visto que una mujer no se interesara como debiera por el casamiento y sí por temas que concernían más a los hombres, como los estudios.

Mientras sus ojos captaban cada palabra y memorizaban cada foto, su luz brillaba más que nunca, creando diversos arcoíris preciosos en todas direcciones. Su luz se desparramaba por la habitación y no paraba de moverse y juguetear de un lado para otro, acariciando o haciéndole cosquillas a Melisa de vez en cuando. La felicidad no le cabía en el pecho y sentía una curiosa atracción por ese mundo, tan fascinante y desconocido para ella: el mundo de la biología. No obstante, su padre entró de golpe en su habitación, seguramente por la luz que emergía por debajo de la puerta. Le arrebató el libro y sin piedad lo arrojó contra el suelo con todas sus fuerzas. 

—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó agarrándola del pelo. Su aliento olía a alcohol.
—Perdón papá, yo solo quería… —trataba de explicar Melisa mientras rompía en llanto y su luz se escondía tras ella, con menor intensidad.
—Querías desafiarme, ¿no? Ya veo, crees que sabes más que yo. Pues déjame decirte algo, te equivocas, mocosa engreída. ¡Estúpida! Deja de creerte todo lo que te dicen los locos de los Mitchell y céntrate en lo que te conviene. Si sigues así nadie te querrá, ¡nadie! ¡Así nunca encontrarás un buen esposo, nunca! En vez de aprender a limpiar o cocinar te vas con esa hipócrita, ¡serás tonta!

Y diciendo esto la arrojó contra el suelo.

 —No pienso tener a una desvergonzada en casa. Los vecinos hablan de tu actitud, ¡hasta han mencionado que podrías ser una desviada! Claro, como nadie se te ha propuesto aún, las lenguas hablan y tú dejas que hablen. Eres una decepción. Reflexiona y piensa bien en lo que te conviene. O cambias de actitud ya o sufrirás las consecuencias.

Diciendo esto cerró la puerta y se fue. Melisa, en cambio, cogió el libro y a pesar de querer con todas sus fuerzas quedárselo y guardarlo, lo arrojó contra la pared y se quedó allí acurrucada en el suelo, llorando. Su luz intentaba consolarla mientras perdía fuerza poco a poco… Al día siguiente me reuní con ella en nuestro escondite secreto. Hablamos y en medio de la conversación la noté extraña y triste. Su luz estaba muy debilitada. Luego me contó lo que le había pasado y a pesar de mis esfuerzos por explicarle que las cosas no eran como su padre las pintaba, una frase bastó para cerrar el tema.

—María... es mi familia.

...

15 de abril. Ambas estábamos en la biblioteca, leyendo. A diferencia de otros días, Melisa sujetaba una pequeña biblia en vez de sus tomos habituales. Ese día me había dado cuenta de que su luz se estaba desvaneciendo más y más, se había vuelto tan tenue que a penas se distinguía bien. Nunca imaginé que esa sería la fecha en la que nos distanciaríamos definitivamente. Su voz resonó en mi mente y sus palabras se clavaron en mí como puñales: 

—Estoy comprometida. Mis padres quieren celebrar mi boda lo antes posible.
—¿Quién es?
—Se llama Nicolás, aunque lo he visto pocas veces en persona.

No quería creerlo. Simplemente no podía asimilarlo. En ese momento comencé a temblar y dejé el libro sobre la mesa. Nuestras miradas se cruzaron.

—¿Por qué?
—María, ya hemos tenido esta conversación. Es necesario tener una familia, ser una buena esposa. Eso es para lo que nacemos, para ser…
—¿Para ser qué? ¿Esclavas? ¿Para procrear y morir? ¿Es para eso para lo que nacemos? ¡Contesta! Tienes talento, ¿porqué renuncias así a tu luz?

Había alzado la voz sin darme cuenta y varias personas me miraban molestas. Bajando el tono de voz retomé la conversación.

—Creo que te estás precipitando…
—Y yo creo que tu padre te ha comido demasiado la cabeza. Despierta, una mujer solo es mujer dentro de un matrimonio digno. No puedes seguir estudiando eternamente porque está mal y lo sabes. Nuestras capacidades son limitadas…
—¿Por qué? ¿Por ser mujeres? —exclamé con lágrimas de rabia en los ojos.
—Exacto.

Fue así como el último resquicio de su luz se apagó por completo. Delante de mí y sin que yo pudiera hacer nada.

Recogió sus cosas y se fue. 

Llegué a casa, mucho más cansada de lo habitual. Mi aprendizaje sobre el posicionamiento de los astros y su ayuda en la orientación en alta mar estaba comenzando a dar sus frutos. Mi padre me reclamaba cada vez que tenía oportunidad y mis ganas de aprender no disminuían. No obstante, mi madre no tenía la misma opinión al respecto.

Una noche, durante la cena, nos encontrábamos todos reunidos en la mesa. Mi padre bendijo los alimentos y posteriormente mi madre comenzó a hablar sobre cosas generales. Con todo, su conversación fue degenerando hasta llegar al punto más crítico del asunto.

—¿Sabíais que Melisa, amiga de María, se casa este viernes? Me he encontrado con su madre en la lonja y me ha dicho que no faltemos. Es una espléndida noticia, ¿no te parece, María?
—Sí, madre…
—Estáis en la edad perfecta para conocer a alguien y comprometerse, formar una familia… —al ver que se había formado un silencio incómodo entorno a ella, procedió con el discurso—. He hablado con la madre de Juan, el marinero, y dice que lleva enamorado de ti desde el primer momento en que te vio, ¿no es genial? Seguro que tenéis muchas cosas en común…
—Cariño, ya basta… —dijo mi padre en tono conciliador.

No obstante, la voz de mi madre no dejaba de resonar por el comedor y cada palabra que salía de su boca dolía más que la anterior. El recuerdo de Melisa me hacía sentir débil y cansada. Todas las chicas con las que había ido a la escuela habían perdido su luz y creía que estando con Melisa todo iba a salir bien porque éramos fuertes. Éramos felices…

—¡Mamá, ya está bien! ¡Cállate! ¡Ni siquiera sé quién es Juan!
—María, no le faltes el respeto a tu madre —dijo mi padre alzando la voz.
—Dios mío, qué dirá la gente cuando sepa que mi hija no se casa. ¿No ves, cielo, que la juventud es muy corta y si no te casas ahora no lo harás nunca? Qué desgracia, ¿por qué me tocó a mí, por qué…? —diciendo esto, la señora Mitchell se puso a sollozar y a lamentarse de haber tenido una hija así. Luego comenzó a echarle la culpa a su marido—. Si la dejaras estar... ya te dije que era una mala idea, que podía desviarse del camino correcto... Dios mío, ayúdame. ¿Qué puedo hacer? Pobres de nosotros…
—No hagamos un drama del asunto.
—Papá, estoy muy harta. Estoy cansada de lidiar con este tipo de situaciones día tras día y tú lo entiendes mejor que nadie. Mamá, acéptalo, no quiero casarme con ningún hombre porque ya estoy comprometida con mi verdadero amor: las estrellas. Me voy a mi cuarto. 

Y diciendo esto dejé la servilleta sobre el mantel y me fui con la cabeza lo más alta que pude.

A partir de aquel momento nada sería como antes. Estaba destrozada y tenía la sensación de que nada estaba a mi favor, de que nadie apoyaba lo que hacía. Como consecuencia me escabullí por la puerta trasera en mitad de la noche y me dirigí a lo que en el pasado era nuestro escondite secreto. Tenía la mirada fija en el suelo y mi luz me acompañó a través de la oscuridad hasta llegar a la playa. Dejé mis botas y calcetines sobre la arena y escalé por las rocas rasgándome un poco el vestido. Una vez allí me tranquilicé y recordé las palabras que hace años me dijo padre: «Si quieres conocer este mundo empieza mirando hacia arriba, jamás mires hacia el suelo». Y eso es lo que hice, alzar la vista. La imagen de aquel paisaje fue hermosa, pues miles de estrellas a millones de años luz me saludaron al mismo tiempo. Todas ellas brillaban y se entrecruzaban, formaban constelaciones y algunas se veían reflejadas en el espejo del mar. Cada estrella, cada constelación, permanecía igual que cuando mi padre me las explicó por primera vez. A mis ojos, todo aquel paisaje no había cambiado nada. No obstante, el paisaje que reflejaba yo y que veía el firmamento sí había cambiado. Los seres humanos poseen vidas muy cortas y trascendentales comparadas con la vida de los astros. Fue en ese instante cuando comprendí lo poco que le importamos al universo comparado con lo que nos importa él a nosotros. Frente a este pensamiento me eché a reír con ganas para posteriormente sentir mis lágrimas resbalando por mis mejillas. Me aferré a mi luz como si fuese a desaparecer en cualquier momento y cerré los ojos con fuerza sintiendo el viento frío en mi rostro, así como mi cabello lleno de salitre. Las olas cada vez batían con más fuerza. Quizás se acercara un temporal.

El señor Mitchell, tras haber tranquilizado a su mujer, llamó a la habitación de su hija para hablar con ella. Sin embargo, al no obtener respuesta, entró y se encontró, para su sorpresa, el cuarto completamente vacío. Alarmado, salió sin decir nada en busca de su hija. Era muy peligroso salir a altas horas de la madrugada, pero más aún cuando se acercaba una tormenta.

El viento gemía con fuerza, los árboles chocaban entre sí y las olas superaban los dos metros de altura. El señor Mitchell buscó por todas partes, recorriendo las calles y comprobando los lugares que solía frecuentar. Aún así, seguía sin tener rastro de su hija.

Las nubes habían cubierto por completo el firmamento y habían pasado horas desde su desaparición. Faltaba poco para el alba y seguía sin haber rastro de su paradero. Solo quedaba un sitio por buscar y ese era la playa, por la zona próxima al faro. Como una revelación, echó a correr en dicha dirección, agotado y desesperado por encontrar a su hija.

Caminaba feliz y sin rumbo sobre un mar infinito. El cielo se unía en perfecta armonía con el camino que estaba recorriendo, formado por pequeñas rocas que surcaban el agua. Miles de luces brillaban a mi alrededor y el universo se reflejaba en todo su esplendor. Todo el paisaje parecía cobrar vida con cada paso que daba. Se movía, cambiaba de forma y, como un arcoíris, refractaba todos los colores inimaginables hacia cualquier dirección, reflejándose a veces sobre mi piel. Cientos de peces surcaban ese mar de estrellas, salpicando mi vestido blanco y mi cabello negro, ya mojado y lleno de salitre. Así, con el pelo revuelto y el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, eché a correr sin mirar atrás. En ese instante un sentimiento de culpa me envolvió por completo, dejándome sin respiración durante segundos que se hicieron eternos. Esa sensación fue creciendo hasta que se hizo insoportable. Las luces comenzaron a apagarse, el cielo se oscurecía cada vez más. No había peces ni libertad y mi vestido parecía asfixiarme. Una voz lejana aclamaba mi nombre, «María, María», y en esas palabras pude sentir la desesperación y la tristeza. Abrí los ojos y todo aquel hermoso paisaje se desvaneció por completo. Alcé la vista, inocente y temblando por el frío de la mañana, y comprobé que delante mía se alzaba, intimidante, la figura de un hombre. A sus espaldas se extendía un cielo sin estrellas, cubierto de nubes oscuras que dejaban caer poco a poco pequeñas gotas de lluvia. El mar se extendía a mis pies, unos metros más abajo. A pesar de la incertidumbre, la única pregunta que inundó mi mente fue «¿a dónde se han ido todas las estrellas?».

Cuando pude enfocar bien su rostro lo abracé con todas mis fuerzas pues era mi padre, que había venido a buscarme. Me sentía muy débil y con el cuerpo entumecido. Mi padre debió de darse cuenta de mi estado de somnolencia y cansancio y me llevó en volandas hasta casa sin decir nada. Cuando me quise dar cuenta ya estaba arropada entre mantas dentro de mi cama, quedándome profundamente dormida.

...

15 de septiembre. Días después del incidente y cuando la tensión se disipó mucho más en la familia, mi padre quiso tener una charla conmigo en su despacho. Mi madre y hermanos estaban convencidos de que el tema principal giraría en torno el matrimonio. Sinceramente, yo también lo creí. En todo caso, todos estábamos equivocados.

—María, siéntate por favor. ¿Qué tal te encuentras? —me preguntó con una sonrisa.
—Bien…
—Me alegro. Quería hablarte sobre un tema al que llevo dándole vueltas durante meses. Aquí, en Nantucket, tus posibilidades como astrónoma son muy limitadas. He negociado con unos amigos en Nueva York y te he recomendado para que trabajes allí como astrónoma y te conviertas en la mejor, para que te dediques en cuerpo y alma a tu profesión porque sé lo importante que es para ti. Si es eso lo que quieres y no hay objeción por tu parte, el barco partirá dentro de tres semanas…

Nunca me rendí y no me fue difícil tomar una decisión. Mi luz seguía persiguiéndome a cada rato, completándome con su calidez y dando sentido a mi existencia. Por esa razón decidí embarcarme en una de las mayores aventuras de mi vida, ya que me mudaba a Nueva York como mujer independiente en un trabajo como astrónoma. Al principio fue muy duro, todo lo que merece la pena lo es, pero no me arrepiento de nada. Todo lo que he vivido ha servido para construirme como persona y como mujer, comprobando con mi propia experiencia el beneficio de una buena educación. Si mi padre no hubiese creído en mí seguramente no me hubiese convertido en lo que soy. Mi trabajo es sin lugar a dudas mi máxima satisfacción, sirviéndome para comprender que el aprendizaje constituye los pilares de un individuo y es fundamental en su desarrollo tanto personal como profesional. No debemos condicionar a nadie, independientemente de su sexo, ni inculcarle ideas absurdas. Con pasión y esfuerzo, cualquier persona puede hacer lo que se proponga aun si eso implica nadar contra de corriente. Porque seamos sinceros, no hay mayor tesoro que el que nos proporciona el conocimiento. Un saber que desconcierta al universo y enamora al mundo, nuestro mundo.

«Tenemos un hambre de la mente que pide conocimiento de todos los que nos rodean, y cuanto más ganamos, más es nuestro deseo, cuanto más vemos, más somos capaces de ver». María Mitchell

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