Cómo tocar el universo

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Este texto corresponde al primer clasificado del V concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en la novela Las calculadoras de estrellas de Miguel Ángel Delgado (@rosenrod), organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja (@unirioja).

TEXTO POR ALBA PEREZ BARCALA
ILUSTRADO POR LIDIA J. DUARTE
ARTÍCULOS
ASTRONOMÍA | MUJERES DE CIENCIA | RELATO
26 de Julio de 2018

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Me sentaba todas las mañanas escuchando a mamá tocar el piano. Contaba las notas y los acordes, los sumaba, los multiplicaba por el número de veces que su cabeza se sacudía al ritmo de la melodía; establecía ecuaciones estructurales entre la punta de sus dedos y la superficie de las teclas, tejía un pentagrama de números y componía un cálculo íntimo. Yo también tocaba música.

Papá se sentaba conmigo en la hierba del jardín las noches de verano. Mirábamos el techo nocturno poblado de estrellas y me ayudaba a ponerles nombre. Las agrupaba en constelaciones, dibujaba líneas en el aire y yo bebía de sus manos sacudiéndose en el cielo. Grababa en mi mente las rectas y curvas que recorrían espacios negros entre puntos luminosos, y contaba. Contaba las estrellas, contaba sus nombres, contaba todas las veces que cada una de ellas me había relatado una historia, y las ilustraba en mi mente con cálculos diversos. Yo también dibujaba.

Papá me invitaba a dormir cuando el reloj del salón, a través de la ventana abierta, tañía doce golpes secos. Me arropaba y despedía con un beso galáctico en la frente, y yo cerraba los ojos. Los abría dos horas después y me ponía los zapatos con cuidado tras bajar las escaleras descalza, sin hacer ningún ruido. Me escondía entre los matorrales y silbaba, con cautela. Otro silbido me recibía entre las hojas, acompañado de una melena rizada tapando con el flequillo dos ojos de luna.

Greta venía todas las noches. Nos sentábamos juntas bajo el firmamento y procedía a explicarle todo lo aprendido apenas unas horas antes con mi padre. Le describía el cielo: sus colores diurnos, su magia nocturna, las nubes, el Sol, la Luna, que a veces se escondía porque era tímida, como ella. Me escuchaba embelesada, aun no siendo capaz de entender lo que era la luz que emanaban las estrellas, reflejadas en sus ojos vidriosos. En el suelo, habíamos apartado el césped para dejar un rectángulo de tierra al descubierto en el que yo hacía agujeros; le cogía las manos, se las pasaba por los pequeños huecos y sus dedos descubrían la Osa Mayor, que, para su sorpresa, no tenía forma de osa. La palpaba, la sentía en sus palmas y la memorizaba. Para ella, era como tocar el universo.

Greta vivía en una casita junto al río del pueblo al que nos habíamos trasladado cuando yo era más pequeña. Papá había abierto una pequeña escuela allí, había dejado la ciudad y su puesto en el observatorio para ser profesor. Los niños del pueblo lo querían mucho, asistían a sus clases entusiasmados, ante una oportunidad de aprendizaje con la que, tristemente, nunca se habían topado, y de la que no muchos en su situación podrían disfrutar. Greta también iba al colegio con la ilusión impresa en su sonrisa cohibida: había conseguido ser una de las mejores alumnas en cálculo mental. Tenía, según papá, un auténtico reino de números y de relaciones entre ellos en su cabeza. Le gustaban las matemáticas porque, como ella decía, no necesitaba comprobar con una vista que no tenía que cinco y cinco suman diez.

El invierno pasado, Greta dejó de venir a la escuela. Su padre había fallecido su madre, incapaz de cuidar sola de sus tres hermanos pequeños, le prohibió volver. Se quedaba en casa trabajando de sol a sol, mientras su progenitora servía en casa de una rica familia cercana al pueblo. La madre de Greta había estimado esta como la mejor solución: sus tres hermanos eran varones. Podrían estudiar, tratar de encontrar un buen trabajo, ayudarlas a salir de su pobre situación. Greta era invidente así que la vida fuera de casa y de sus ocupaciones domésticas solo le otorgaría pesares.

Desde entonces, Greta me visitaba con la primera luz de luna estival para aprender todo aquello de lo que la había privado su condición. Su empeño era exquisito, y yo veía bajo sus pupilas celestes la determinación, la decisión de luchar contra su condena impuesta, de pelear por mejorar una vida demasiado llena de estrellas como para desperdiciarla.

Greta y yo teníamos siete u ocho años, éramos solo niñas. Greta era menuda, morena, flaca, decía más con su habitual silencio que con una palabra. Parecía demasiado frágil para este universo, sin embargo, yo percibía en su alma, ya por aquel entonces, una fuerza de supernova.

*         *        *

Simplemente crecimos. Diecisiete años yo, uno menos ella. Nos recuerdo sentadas en el balcón de mi casa, observando el cielo cálido de mediados de agosto. Sostenía un papel entre mis manos y charlábamos. 

—Me niego a que te impongas semejante condición —me espetó.

Su pelo rizado y castaño, recogido en una trenza, se desprendía en aire de nebulosa, y sus ojos azules se posaron en los míos. 

—¿Cuándo tienes que emitir una respuesta? —me preguntó con firmeza.
—Antes del próximo lunes. Aún tengo tres días —le respondí.
—Veo que en Harvard no pierden el tiempo —replicó.
—Tampoco creo que deseen perder a alguien como tú —le espeté. 

Me miró tranquila, procesando mis palabras, sin enfadarse. Siempre admiré su serenidad.

—Papá envió ambas recomendaciones: la mía y la tuya —proseguí—. Tu formación y conocimientos a nivel matemático son brillantes, Greta, y su interés por nosotras es una oportunidad única. ¿Por qué no aprovecharla?
—Tú sabes por qué, Elle —contestó.
—Si es por tu familia, deberían de comprenderlo —bajó la cabeza, y yo insistí—. Tus hermanos son mayores, pueden cuidar de tu madre. Y mi familia estará dispuesta a ayudaros en lo que sea… venga, Greta. No tengo por qué repetirte lo valiosa que nos resulta esta ocasión.

Ella me miró con calma, pero vi la decisión en su ceño firme y sus labios dispuestos a emitir un juicio inamovible. 

—Isabelle —comenzó—. Tengo muchos motivos de peso para rechazar ese puesto de trabajo. Sé calcular con más facilidad de la que parpadeo, pero debes comprender que no puedo tomar esta decisión basándome en mis impulsos. Somos mujeres, recuérdalo —inclinó un poco la cabeza, intentando asegurar mi atención—. Las matemáticas son un mundo de hombres y la astronomía, todavía más. El universo parece estar configurado por ellos y nuestro juego en él tiene que realizarse con pasos cautelosos. ¿En serio esperas conseguir una posición mínimamente relevante en su mundo? Nos relegarán a un puesto de meras calculadoras, esclavas de su sistema y sus méritos. Nos tratarán como tal, simples máquinas.

Hizo una pausa y me escrutó con sus ojos invidentes, analizándome, adivinando mi pensamiento.

—Somos mujeres —repitió —. Y yo soy pobre, mujer y ciega. Deberías tenerlo en cuenta. 

Mantuvimos el silencio durante largo rato. El sol se ponía tras las colinas y nos acariciaba nuestras frentes pensativas. Después del sempiterno intervalo, me decidí a romperlo.

—No busco la consideración de ningún hombre —resolví—. No quiero ni el reconocimiento que se lleven, ni el dinero, ni sus premios, ni sus ventajas imposibles para ti y para mí. Solo quiero conocer lo que ellos conocen, descubrir lo que ellos descubren, ver el cielo a través de números y que tú y yo lo compartamos. Eso sí que podemos hacerlo.

Sentí cómo las comisuras de su boca se fruncían un poco, al igual que su entrecejo. Miró directamente una puesta de sol que nunca plasmaría con colores y vi cómo algo se removía en ella.

Un mes después nos subimos al tren que nos llevaría a Harvard, con sendas constelaciones de sueños atrapadas en nuestras pequeñas maletas. Greta temblaba, aunque pretendía aparentar seguridad, sin embargo, a medida que abandonábamos el pueblo y atravesábamos campos infinitos, en su cara se plasmaba más visible la ilusión reportada por el traqueteo de la máquina. Nos miramos sin vernos del todo y nos reímos. Sencillamente, fuimos felices.

*          *          *

El observatorio de Harvard College era un conjunto de edificios coronados por diversas semicúpulas blancas en sus techos. Nuestro trabajo consistiría en analizar imágenes bastante rudimentarias, captadas con los telescopios de la universidad y de otros centros, para medir el brillo de las estrellas y tratar de calcular su posición, una tarea relativamente sencilla que habitualmente realizaban hombres en general mal pagados. Sin embargo, el sueldo era la menor de nuestras preocupaciones: nos bastaba para instalarnos y mantener nuestro austero nivel de vida.

Mi padre, que conocía a algunas personas relacionadas con el observatorio, había conseguido que nos ofrecieran dos puestos allí. A pesar de no resultar especialmente realizador para nuestras mentes inquietas, era un trabajo que nos permitía mantenernos cercanas a las últimas investigaciones y descubrimientos realizados por el observatorio. Yo interpretaba las imágenes y Greta, por su parte, realizaba los cálculos correspondientes. Era una dinámica que nos placía a ambas, y nos encontrábamos ampliamente satisfechas. Sabíamos que, a pesar de todas las trabas que pudiésemos encontrar en nuestra pequeña aventura, nuestro lugar en el mundo se encontraba más cerca del firmamento que del suelo.

Mi compañera y yo llegamos a la institución un martes de septiembre. El encargado del departamento en el que íbamos a trabajar nos recibió amablemente, y nos indicó nuestros puestos. En medio de decenas de hombres de apariencia medianamente humilde, sentimos asimismo decenas de ojos clavados en nosotras a medida que avanzábamos por la sala. Eran miradas de diversa índole: curiosas, indiferentes, burlonas, incluso lujuriosas pero, sobre todo, la gran mayoría eran de desprecio. Se lo comenté a Greta esa noche, y sonrió.

—Supongo que te ríes porque me lo advertiste, ¿verdad? —comenté con cierta ironía—. Un mundo de hombres, con su poder, sus reglas, sus matices en absolutamente todo. No es una sorpresa.
—No, no lo es —respondió aún sosteniendo la sonrisa.
—¿Te hace gracia? —pregunté sonriéndole a mi vez.
—En cierto modo, sí. Dices que nos miran —asentí—, y no me preocupa en absoluto. Mientras sea solo eso, no creo que nos vaya a suponer un problema —se recogió bajo las mantas, sacudiéndose el pelo.
—Pero… —continué reflexionando—, ¿no te incomoda, al menos?
—¿Por qué me iba a incomodar —dijo con expresión pícara— si yo no los puedo ver? —ampliando su sonrisa, me guiñó uno de sus grandes ojos azules y apagó la luz. Sin embargo, aún con las mantas tapándole la boca, la escuché murmurar—. Pero me incomoda que ellos estén arriba.
—¿Arriba? —pregunté con curiosidad.
—Arriba en muchos sentidos —respondió. La luz de la luna se colaba por una rendija, y dibujó sus facciones. Sus ojos brillantes me miraron por encima de las mantas—. Más cerca de las estrellas. Ellos tienen una escalera para alcanzarlas.
—¿Y nosotras? —pregunté acompañando un sonoro bostezo.
—Nosotras tenemos que construirla. 

*          *          *

 

Llegó el invierno con gélidos días de trabajo en el departamento de cálculo, y el invierno dio paso a una primavera más placentera. La situación que se sucedía a diario no era muy distinta a la que nos topamos el primer día: las mismas miradas, los mismos gestos de desdén y un proceder similar en casi todos los individuos con los que compartíamos ocupación. Sin embargo, muchos de ellos se habían vuelto más osados y los comentarios despectivos al salir del trabajo se hacían una constante diaria. Greta y yo nunca les otorgamos la menor importancia: con una estudiada mirada altiva y valiente, admiraba cómo ella paseaba por delante de silbidos y frases necias sin bajar nunca la cabeza, serena y elegante. Yo la imitaba, aunque en mi instinto solo residía un fervoroso deseo de rebelión poco prudente. 

—Creo que muchos de ellos piensan que, además de ciega, soy sorda —me comentó un día entre risas. 

La primavera llegó acompañada de diversos descubrimientos y éxitos consiguientes: entre las dos, con sus cálculos y mis interpretaciones, habíamos logrado catalogar un inmenso número de estrellas e incluso descubrir, por nuestra cuenta, otras nuevas. Sin embargo, tras haberle cedido nuestros descubrimientos a la universidad y no haber recibido más que una palmadita en la espalda de conformidad, decidimos guardarnos para nosotras nuestros hallazgos, a la espera de que algún día nos fuesen útiles y nos ayudasen al menos a incentivar nuestra mejorable situación económica. Sin embargo, nos sentíamos satisfechas: solo nosotras conocíamos la existencia de aquellas estrellas, la mayor amplitud de un universo infinito. Estábamos, en cierto modo, por encima de ellos por vez primera.

Conocimos a Ed en marzo. Hijo de una familia humilde, necesitaba el precario sueldo para contribuir a la economía familiar. Era un chico alto y desgarbado, de ojos marrones y sonrisa amable. Fue la excepción a la que pudimos llamar compañero.

Por las noches, los tres nos reuníamos en el parque y observábamos las estrellas. Me gustaba cómo pasaban las horas bajo la bóveda celeste, cómo nos reíamos inventando teorías disparatadas acera del origen del universo. Soñábamos con hacer grandes cosas, la vida se nos antojaba un folio en blanco en el que imprimir nuestros proyectos.

Todas las rutinas se interrumpen de uno u otro modo y la nuestra no supuso una singularidad. Un lunes cualquiera de junio, Greta y yo trabajábamos en el departamento. La canícula excepcional para esa época del año nos asfixiaba, sudorosas y cansadas, nuestras mentes obsoletas pedían a gritos un descanso que no llegaría.

—Elle —la escuché decir—. ¡Elle!

La miré con los ojos nublados, mientras apartaba una imagen con desgana.

—Descansa un poco —me recomendó—. No conseguirás ver nada si no te abstraes un rato. 

Miré al techo imaginándome rodeada de estrellas de todos los tamaños, formas y colores. Cuando mis ojos volvieron a la imagen que había dejado encima de la mesa, los fijé en la placa. A pesar de la carencia de nitidez, tanto por parte de mis ojos como por la calidad de la pieza que sostenía entre mis manos, observé la disposición de unos puntos que me resultaban familiares. Los uní dibujando líneas, como tantas otras veces, reconociéndolos.

—Greta —la llamé—. Ven, te quiero enseñar algo.

Cogí su dedo y lo guie en los mismos trazos del dibujo que yo había compuesto previamente, deteniéndolo en los puntos; cuanto más brillantes eran las estrellas, más tiempo pausaba su dedo. Me miró con una sonrisa y yo se la devolví. 

—Orión —comentó.
—Orión —asentí. 

Volvió a sus cálculos con el ábaco que siempre utilizaba, y yo miré la imagen un poco más. A la izquierda de la última estrella del cinturón, observé extrañada una pequeña mancha con una forma peculiar. Pasé una porción de tela de mi vestido por encima de la imagen, temerosa de haberla ensuciado, pero el borrón no desaparecía. Estaba demasiado definido, a mi entender, como para resultar un mero error del telescopio. Lo puse a contraluz y comprobé que, efectivamente, era parte de la imagen. 

Ed entró con dos vasos de agua para nosotras. Se lo agradecí y bebí con avidez, mientras él sonreía. Sabía que se podría haber metido en problemas: si descubrían que había abandonado su puesto de trabajo, las consecuencias no serían agradables. Se dispuso a llevar los vasos de regreso, pero lo detuve.

—Ed —se giró con curiosidad—. Ven, échale un vistazo a esto.

Se acercó atento y le mostré la imagen.

—¿Es Orión? —preguntó.
—Sí —afirmé—. Mira, a la izquierda.

Tomó la placa para verla más de cerca.

—Inusual —comentó—. ¿Alguna idea?
—Parece una especie de nebulosidad  —comenté—, muy intensa.

Greta dejó su ábaco y se acercó para escucharnos. 

—Pero, sin embargo, está muy bien delimitada —contrastó—. ¿Estás segura?
—No por completo —admití—. Tiene una forma muy extraña, semicircular… me recuerda, no sé…
—Personalmente, a mí se me antoja una cabeza de caballo —propuso Ed. 

Los tres nos reímos ante la ocurrencia y no pude hacer más que darle la razón.

—De lo que no hay duda es de que es totalmente novedoso —concluyó mirándome con atención— y de que, en caso de que alguno de los encargados lo descubra, tendrás que olvidarte de volver a ver esta cabecita —dijo dando unos pequeños golpecitos sobre la imagen.
—Aún no estoy segura de que no sea un error —dudé—. A veces, no nos podemos fiar por completo de esta clase de muestras.
—Podríamos esperar a ver si aparece otra imagen parecida, o desde otro ángulo —propuso Ed—. Descartaríamos entonces esa posibilidad. 

Greta, que hasta entonces había permanecido en silencio, posó de repente una mano sobre mi brazo.

—Elle —dijo, conectando sus ojos con los míos—. Orión… es Orión, ¿verdad?
—Sí —asentí—, lo es. 

Se puso a rebuscar entre sus anotaciones en relieve, que ella misma realizaba con un pequeño punzón, y pareció encontrar lo que buscaba.

—La semana pasada también analizaste una imagen de Orión —pasó un dedo metódico por encima de los grabados— de la misma zona, pero parece que desde otro ángulo.
—¡Cierto! —recordé—. Crees… ¿crees que nos podría dar alguna pista?
—No lo sé —admitió—, pero tengo la total esperanza.
—El problema es que no tenemos la imagen —nos advirtió Ed—. Todas las de vuestra mesa y la de cuatro compañeros más han sido recogidas por el encargado, supongo que con algún otro propósito. Las tiene en su despacho, se las llevé el sábado.
—¿Crees que podríamos conseguirla de alguna forma? —pregunté—. Seguro que para él no tiene la menor importancia.
—Pero si descubre que es para comprobar un hallazgo inusual en otra de las imágenes, Isabelle —interrumpió Greta— podemos dar ambas por perdidas. No podemos decirle nada.
—¿Y cómo vamos a conseguirla, entonces? —insistí—. Solo podemos pedírsela, es lo único que está a nuestro alcance.

Greta sonrió con aire burlón, mientras Ed y yo nos miramos.

—O podemos cogérsela.

Dos noches después, Greta y yo nos adentramos en las instalaciones con Ed vigilando bajo la ventana del despacho del encargado, a la espera de darnos una señal en caso de que alguien se acercase. Habíamos conseguido una copia de las llaves a través de métodos poco ortodoxos, y es algo que en lo que no me detendría a relatar. Llegamos a la estancia y abrimos la puerta con cuidado. En la mesa, llena de papeles, abrimos cajones y cajones, sin éxito. Rebuscamos entre muebles y carpetas, hasta que finalmente Greta palpó en un armario un archivador gris metálico. Me acerqué y examiné su contenido: numerosas imágenes como las que nosotras analizábamos y de las que extraíamos los cálculos, organizadas según la fecha de extracción. Me puse a rebuscar con ansia, y pegué un respingo cuando escuché un sonoro silbido procedente del exterior. Greta me apretó un brazo con fuerza. 

—Es Ed -—me confirmó—. Por el amor de Dios, Elle, date prisa.

Rebusqué ansiosa entre las imágenes. Otro silbido, más apremiante, hizo que el sudor me resbalase por la frente. Con el corazón en la garganta, finalmente encontré el conjunto correspondiente a la semana anterior. Sin embargo, antes de poder siquiera tocarlo, la puerta del despacho se abrió de par en par mostrando el rostro enfurecido del encargado, acompañado del guardia de las dependencias.

Greta y yo nos mantuvimos quietas, sin mover un solo músculo. Sentía a mi lado su respiración agitada. El encargado se acercó al armario, nos apartó de un manotazo y extrajo de un cajón del archivador una caja al abrirla, descubrió varios fajos de billetes que contó con rapidez. Tras esto, volvió a guardar billetes y caja en su sitio de origen. 

—¿Todo bien, señor? —preguntó el guardia mientras no nos apartaba la vista de encima.
—Todo bien —acreditó. Acto seguido, acercó su cara a la de Greta y observó sus ojos, vacíos y asustados—. Me resulta curioso descubrir cómo eres capaz de ver a la perfección lo que te conviene. 

Fuimos despedidas al día siguiente por intento de robo a nuestro superior. Encontré trabajo en una fábrica textil y Greta decidió cuidar del pequeño apartamento que teníamos alquilado. Mi sueldo, al menos, nos permitió subsistir durante todo el verano. No fuimos capaces de comunicarles a nuestras familias el despido, y supusimos que tampoco se habían enterado por medio de ninguna otra fuente. Lo único que conservábamos de nuestro trabajo en el laboratorio era a Ed, quien nos visitaba regularmente y nos traía noticias de investigaciones y novedades varias, y la imagen que inició la discordia, que me permití llevar conmigo el día que recogimos nuestras pertenencias. La miraba todas las noches, antes de dormir, con una mezcla de curiosidad, cariño y desconcierto. Sabía que esa pequeña mancha con forma de cabeza equina estaría presente en mi subconsciente hasta que lograse resolver su misterio, y no sabía cómo.

A finales de agosto vino Ed a vernos. Traía una expresión triunfante y fatigada, con la cara hinchada y sudorosa tras haber corrido hasta nuestro apartamento desde la universidad sin descanso. Le ofrecimos un vaso de agua y rechazó nuestra invitación a sentarse, mientras extraía del interior de su gastada chaqueta un sobre rectangular. Me lo tendió y lo cogí con curiosidad, abriéndolo cuidadosamente por la parte superior.

Tan desvirtuada y poco nítida como todas las demás, una imagen celeste se deslizó entre mis dedos. En un margen, pequeños puntos luminosos; casi toda ella estaba compuesta de diversas manchas difuminadas y tenues; sin embargo, en una esquina, apenas perceptible en un primer vistazo, se apreciaba un pequeño borrón muy definido y preciso. Miré a Ed con los ojos como platos, mientras él me sonreía satisfecho, y corrí a mi habitación a por la otra imagen.

Los tres pasamos la tarde frente a las dos imágenes, reflexionando sobre lo resuelto: no era un error, no era una casualidad, no era algo digno de ser pasado por alto; era una rareza encontrada en una porción de universo en teoría conocida, y eso nos hacía muy felices. Los ángulos, las formas y las medidas coincidían por completo. No teníamos aún claro lo que era, pero de lo que sí estábamos seguros era, precisamente, de que sí: era.

—Hay un nuevo responsable en el departamento —nos comunicó Ed—. Es un hombre afable, de unos cuarenta años, según lo que me han comentado. Se llama Mr. Bradbury.
—¿A dónde pretendes llegar? —inquirió Greta con una sonrisa.
—Más de un compañero le ha comunicado directamente irregularidades en el análisis y los cálculos, y en algunas ocasiones los ha invitado a trabajar en investigación con sus casos particulares. Es probable que os escuche —propuso esperanzador.
—Se te olvida que ya no trabajamos allí, Ed —le recordé.
—Lo sé —insistió—, pero no vais a perder nada. Cientos de imágenes se desechan día a día, podéis argumentar que estas las habéis adquirido con permiso, y no indagará más. Que después de un tiempo habéis observado algo inusual en ellas…
—Ed —lo frené—, solo vamos a conseguir que nos vuelvan a dar un portazo. No podemos pretender que nos hagan caso, y tú en el fondo también lo sabes.

Calló y me mantuvo la mirada con sus profundos ojos marrones fijos en los míos, impávidos.

—Podéis intentarlo —concluyó. 

*          *          *

Mr. Bradbury era un hombre alto y de rostro amable, con expresión relajada y maneras elegantes, aunque no pretenciosas. Él mismo nos permitió la entrada en su despacho, abriéndonos la puerta e invitándonos a acomodarnos en unas elegantes sillas delante de su escritorio. Una mujer, que más tarde descubrimos que era su esposa, se hallaba en el mismo sumergida en una libreta con anotaciones, nos sonrió amablemente cuando entramos y atendió interesada a la exposición de nuestras cuestiones realizada a su marido. Mr. Bradbury, tras haber finalizado nuestras explicaciones, cogió pensativo las dos imágenes y se las enseñó a su mujer. Ambos murmuraron entre ellos y nos miraron de vez en cuando con sumo interés.

—¿Dicen que trabajaban en el departamento de cálculo del observatorio? —preguntó.
—Sí, señor —respondí, rezando para que no nos cuestionase el motivo de nuestro despido.
—¿Y eran buenas? —continuó—. En su trabajo, me refiero.
— Sí —respondió Greta—. No querría pecar de soberbia, señor, pero realizábamos cálculos muy exactos y con relativa rapidez. Además, realizamos varios descubrimientos de nuevas estrellas.
—Y, por lo que veo, poseen un amplio conocimiento astronómico teniendo en cuenta que son…
—¿Mujeres? —le cortó su esposa con una sonrisa—. ¿Se te olvida que estás casado con alguien que ha hecho bastantes más descubrimientos que tú en el último año? Venga, James, dales una oportunidad. Necesitamos ojos y mentes avispadas como las suyas. 

Mr. Bradbury reflexionó un momento, semejando conforme con las palabras de su esposa.

—Bien —resolvió—. A partir de mañana las quiero trabajando en este caso. Espero que se sientan cómodas en el departamento de investigación. Si encuentran algún problema, no duden en acudir aquí. Estaré encantado de recibirles y, por supuesto, de evaluar sus progresos.

*          *          *

No muchos días más tarde, Ed, Greta y yo nos descubrimos tumbados en la hierba del parque una noche de principios de enero. Observábamos el firmamento imaginando posibles nuevos fragmentos de nuestro universo, aún tan distante, tan desconocido.

—¿Seríais capaces de dibujar con algunas estrellas nuestra cabeza de caballo? —propuso Ed burlón.
—¿Te imaginas que le pongan ese nombre? —intervino Greta. 

Los tres nos reímos. Miré su rostro, que dibujaba una expresión distraída. A lo lejos, un piano sonaba a través de una ventana.

—Siempre pensé que las estrellas también tienen música —comentó, más para sí misma que para nosotras—. Os imagináis… ¿os imagináis poder escuchar algún día las estrellas?

Ed y yo nos miramos y sonreímos. Le tomé la mano a Greta y empecé a dibujarle en la palma el mapa de estrellas que se extendía sobre nosotros, como tantas otras veces hice cuando éramos más pequeñas. Observé sus ojos brillantes y tuve la sensación de que estaban empañados. Ed también lo percibió y le cogió la otra mano con cariño. 

—¿Piensas en algo? —pregunté.
—Más o menos… —se tomó un tiempo—. Quiero pensar en algo.
—¿En qué quieres pensar? —pregunté mientras dibujaba en su mano una de las estrellas más brillantes, presionando su palma suave con intensidad.
—Quiero pensar que ya no estamos tan abajo —prosiguió—. Que hemos empezado a construir otro peldaño de una escalera muy larga, de muchos años de historia. 

Miré hacia arriba y me imaginé nuestra escalera. El cielo nunca me había parecido tan lejano. 

—Que va a haber más escaños y que cada vez será más fácil, que van a venir más mujeres como tú y como yo, que ayuden a levantarla mientras se apoyan en lo que nosotras hemos conseguido para ellas. 

Imaginé, también, su sueño hecho realidad. No fue tan utópico como pensaba, sino que se me reveló como un objetivo necesario. Ed nos observó con orgullo e incluso cierta veneración. El piano seguía sonando desde algún salón impreciso, y cada nota marcaba el ritmo con el que yo seguía dibujando para Greta el cosmos que tanto amábamos.

Y deseé, más que nunca, que algún día alguna Greta pudiese escuchar de verdad las estrellas.

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