Eratóstenes, el terrabolista.

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La curiosidad. Ese formidable alimento se convierte en hallazgos que obligan a que las mentes más brillantes de la antigüedad no cejen en su empeño por constatar experiencias en cualquier ámbito. Su objetivo es que sirvan como una palanca sobre la que talentosos por naturaleza y discípulos se puedan apoyar para complementar, desmentir o confirmar. Eso es el progreso. Eratóstenes lo tenía muy claro.

TEXTO POR LEONARDO D'ANCHIANO
ILUSTRADO POR ELENA GROMAZ
ARTÍCULOS
MATEMÁTICAS
9 de Agosto de 2018

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No suele quedarse hasta bien entrada la noche en la biblioteca, pero se ha propuesto reorganizar algunos de los miles de documentos de los que es responsable desde que aceptara el cargo que Ptolomeo III le ofreció unos años atrás. Desde aquel momento, su conciencia le obliga a querer conocer todos y cada uno de los registros que allí duermen. Y cada vez que se pone a ello le invade un sentimiento de resignación provocado por la certeza de que necesitaría al menos dos vidas para completar una gesta como esa. Filosofía, historia, matemáticas, el estudio de los astros, las civilizaciones… todo eso se encuentra al alcance de unas viejas escaleras de madera con las que llegar a las baldas más altas de su biblioteca. La gran biblioteca de Alejandría. Su actitud es encomiable y casi obsesiva: tiene clarísimo que si el conocimiento pasa de generación en generación es, en cierto modo, porque gente como él se dedica en cuerpo y alma al desarrollo de teorías relacionadas con entender lo que pasa a su alrededor. Lo aprendió después de compartir años junto a sus maestros. 

Desde que llegó a Egipto le fascina la historia del navegante griego Piteas, y se encarga personalmente de analizar los datos que el marino recopiló un siglo antes durante un viaje que algunos tacharon de chaladura o directamente mentira por lo que contó a su vuelta. Tiene su parte de lógica que dudaran porque, entre muchas otras vicisitudes y culturas, Piteas llegó a ver incluso las auroras boreales del norte de Europa. Imaginad lo que tuvo que ser para ese hombre volver a casa, en el siglo III a. C. y contar que en el cielo se veían cortinas de luz verde en movimiento. Eratóstenes quiere estructurar esos datos para utilizarlos en su conjunto porque intuye que son una pieza clave para representar el Mediterráneo sobre un papiro. Es un mar pequeño, pero no lo suficiente para delimitarlo sobre el papel. Hasta Piteas nadie había registrado tantos kilómetros y con tanto detalle como para hacerlo. Y desde Piteas nadie había perdido un segundo en intentar plasmarlo. Por eso él lleva un tiempo desmenuzando toda la información de esos rollos de papiro para poder elaborar un mapa del mundo conocido. Con el tiempo, acabó desarrollando el primer mapa con paralelos y meridianos.

Sin embargo, esa noche otra empresa ocupa sus pensamientos. Sentado en una mesa que se encuentra haciendo esquina en la estancia y con la luz de una vela que va consumiéndose con el paso del tiempo, retoma otra de las actividades que le apasionan y de la que habla a menudo con sus amigos: las matemáticas. Ayer dejó sobre ella unos cuantos rollos de papiro para seguir leyendo sobre algo que se le quedó dando vueltas en la cabeza. También el Mediterráneo tiene algo que ver en esta ocasión, o más bien su costa africana. El delta del Nilo apenas tiene orografía reseñable a lo largo de kilómetros y kilómetros por lo que los barcos que se acercaban a ella carecían de referencias físicas sobre las que calcular la distancia cuando estaban llegando a Alejandría. Para contrarrestar eso, Ptolomeo I —abuelo de Ptolomeo III— ordenó a Sóstrato de Cnido la construcción de un edificio tal que se pudiera ver con la suficiente antelación como para ser usado de guía durante la llegada a la ciudad por mar. Esa exigencia terminó convirtiéndose en la descomunal edificación de ciento treinta y cuatro metros de altura situada en la isla de Faro. Desde hace décadas, y a pesar de que se vislumbra desde lejos, unos espejos orientados en su zona más elevada desvían los rayos de sol que sobre ellos inciden, haciéndolo aún más visible. Su paseo por el puerto de Alejandría esta mañana no ha sido casual. Se ha acercado para comprobar cómo la sombra de los barcos varía en función de su posición con respecto al faro, pero también en función de la hora y la estación. El texto que leyó ayer y que dejó apartado junto con otros sobre la mesa reza: «Durante el mediodía del solsticio de verano, los objetos no tienen sombra en Siena (actual Asuán) y la luz solar llega hasta el fondo de los pozos porque el sol se encuentra justo en la vertical».

Lleva ya un rato sentado con el papiro abierto, leyendo la frase una y otra vez. Visualiza mentalmente las diferentes sombras de los barcos en el puerto buscando una relación que no acaba de encontrar, y el tiempo va pasando. Tras un buen rato desenrollando y enrollando los documentos que tiene sobre la mesa, la vela ya casi se ha consumido por completo. Es entonces cuando al ir a coger otro pergamino algo le llama la atención: las sombras en la pared son círculos casi perfectos. «¡Eso es!», exclama para sí mismo. «Si la sombra de los diferentes rollos es un círculo casi perfecto proyectado en la pared, entonces es que todos están en el mismo plano. Supongamos entonces que en Siena la sombra de los pergaminos por la luz del sol a mediodía fuera un círculo como en la pared, pero en Alejandría no. ¿Y si en Alejandría proyectasen una sombra diferente? Comprobémoslo el próximo solsticio de verano para confirmar que Siena y Alejandría están en el mismo plano y que la Tierra es plana, o si por el contrario no lo es…». Con ese interrogante vuelve a casa. Mañana será otro día.

Al día siguiente, con la cabeza puesta en ese proyecto, comienza a desarrollar esa idea. A pesar de que la trigonometría no llegaría hasta unos años después de su muerte, los hechos van llevándole a deducir cosas relacionadas con ella… «si las sombras son diferentes, es porque los rayos del sol inciden de una forma diferente». Cada segundo que pasa piensa en que llegue ya el próximo solsticio. «Del mismo modo, una línea recta imaginaria no puede unir ambas ciudades… ¡debe ser un arco en el que Siena y Alejandría fueran sus extremos!». Sus queridas matemáticas le han ayudado a intuir algo grande.

«Por fin, ha llegado el gran día». Hace un par de horas que ha amanecido y se levanta para ir avisando a los amigos a los que ha explicado en qué consiste lo que quiere hacer. Cogen las cosas que habían dejado preparadas la noche antes y repasa en voz alta el experimento mientras se alejan de multitudes. Eratóstenes tiene clarísimo cómo actuar. No es que vayan a hacer gran cosa, pero quizá sentirse observados les pueda hacer cometer errores. Unos cuantos palos colocados verticalmente y otras tantas mediciones serán suficientes para pasar a la historia. El sol va ascendiendo en el cielo. La distancia entre ambas ciudades también es conocida (aproximadamente novecientos kilómetros). La sombra que proyectan los palos a falta de tan poco tiempo para el cénit les advierte que tienen que estar atentos. Controlan los tiempos ¡y certifican que Eratóstenes está en lo cierto! Arrodillados, comienzan a medir las sombras que las varas dibujan. Usan la longitud del palo y la de la sombra como catetos contiguos de un triángulo. El resto corre de cuenta de Eratóstenes, que está exultante al ver como el sol sigue avanzando, mientras recuerda el momento en el que poco tiempo atrás se dio cuenta de que la sombra de los papiros eran círculos en la pared. El resto es historia. 

Había conseguido demostrar con un palo sobre el terreno que la superficie de la Tierra es curva. Y había incluso calculado qué radio tenía la circunferencia a la que el arco comprendido entre Siena y Alejandría pertenecía. El resultado obtenido es un valor tremendamente cercano al aceptado hoy en día si tenemos en cuenta todas las limitaciones de la época. Su error de cálculo fue de un 0,16% sobre una longitud de circunferencia de aproximadamente cuarenta mil kilómetros. Ahí es nada. Es posible que, de entre todas las aportaciones que hizo Eratóstenes, quizás esta sea la más destacable por haberse embarcado en algo tan intangible en su tiempo como medir la circunferencia de la Tierra. Si somos capaces de verlo en perspectiva, es justo decir que tiene muchísimo mérito que hace dos mil doscientos años un ser humano concluyera mediante un dato inicial, unos sencillos cálculos y experimentación que el planeta no es plano, sino esférico, y por otro lado es descorazonador que hoy en día haya gente que afirme que es todo una conspiración. ¿Era Eratóstenes un hombre adelantado a su tiempo? Desde luego que sí. ¿Qué son entonces los terraplanistas en 2018? 

Eratóstenes creía que necesitaría dos vidas para poder leer y aprender de todos los documentos que como bibliotecario custodiaba en Alejandría, pero la vida le tenía destinado el peor final posible para alguien como él: la ceguera. Nuestro protagonista no pudo soportar quedarse ciego y pidió que le dejaran morir de hambre a la edad de ochenta y dos años. Un triste final para alguien tan brillante. Todo un gran representante para la ciencia.

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