Cecilia H. Payne: las estrellas para el que se las trabaja

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Cecilia Payne (10 de mayo de 1900, Wendover (Reino Unido) - 7 de diciembre de 1979, Cambridge (Estados Unidos)) fue una de las astrónomas de la época dorada del Observatorio de Harvard. Es conocida, aunque todavía no lo suficiente, por descubrir el material del que están hechas las estrellas.

TEXTO POR CELIA CAÑADAS
ILUSTRADO POR CRISTINA JIMÉNEZ
MUJERES DE CIENCIA
ASTRONOMÍA | HISTORIA | MUJERES DE CIENCIA
30 de Agosto de 2018

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Se lo había advertido la directora de la escuela religiosa a la que asistía la joven Cecilia Payne: si se decidía por la carrera científica, corría el riesgo de prostituir su talento natural, pues como mujer, la tradición dictaba que su desarrollo debía limitarse al ámbito doméstico.

La decisión de dedicarse a la ciencia no era fácil para una chica en la Inglaterra de 1900 en la que las mujeres no tenían ni siquiera derecho al voto. Tan solo hacía veinte años que habían logrado acceder a los estudios superiores, principalmente para ejercer como maestras. A ella, sin embargo, lo que de veras le aterraba era la idea de que se descubriera todo antes de tener la edad suficiente para iniciarse. Fue esa inquietud la que en 1919 le llevó a estudiar Ciencias en la Universidad de Cambridge.

Cecilia Payne. Fuente "Next Einstein Forum"

Su llegada a la universidad coincidió con una tremenda convulsión en la comprensión del mundo físico. Hasta finales del siglo XIX, se pensaba que todos los fenómenos de la naturaleza podían, en último término, explicarse mecánicamente. Pero, por alguna razón, esto no funcionaba en relación al átomo. En 1913, el físico danés Niels Bohr dedujo que el espectro atómico, algo así como el código de barras que identifica a cada elemento químico al absorber o emitir luz, se generaba por el salto de los electrones atómicos de una órbita a otra. Asociado a cada nivel de energía hay un color o para ser más precisos, una longitud de onda. Una barra, si continuamos con el símil del código de barras. La fotografía podía ser muy útil para identificar cada uno de los elementos de la tabla periódica, por simple visualización y análisis de la posición de las líneas de absorción o emisión en su espectro.

Por otra parte, hasta la aparición de la fotografía, el telescopio había permitido ver más lejos y con mayor precisión, pero el detector seguía siendo el ojo humano. Y aunque es un maravilloso instrumento, el ojo no es capaz de sumar intensidad de luz a lo largo del tiempo. Por el contrario, la fotografía funciona de forma acumulativa, lo que permite, mediante largas exposiciones, obtener imágenes de objetos muy débiles y lejanos. La aplicación de la fotografía al estudio de los astros constituía un nuevo campo en pleno desarrollo. A pesar de ello, el mecanismo que daba lugar a la luz de las estrellas seguía siendo un completo misterio.

Fue en una fría noche de invierno de 1919 cuando Cecilia Helena Payne tomó una decisión que revolucionaría nuestro conocimiento sobre la composición del universo. Aquella tarde, había conseguido colarse en la concurrida charla del astrófísico Arthur Eddington en el Trinity College de Cambridge. Poco antes, Albert Einstein había introducido la Teoría general de la relatividad que, entre otras cosas, predecía la desviación de los rayos de luz al pasar cerca de la masa del Sol. En esos años, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, se habían restablecido las comunicaciones y los astrónomos británicos se dispusieron rápidamente a planear expediciones que les permitieran confirmar la conjetura de Einstein. Por fin, en mayo de 1919,  se efectuaron  observaciones en el norte de Brasil y en la pequeña isla de Príncipe, en la costa oeste de África. Los investigadores fotografiaron la luz de las estrellas durante un eclipse total de Sol. Esa tarde de 1919, el mismísimo Arthur Eddington, que había participado en una de las expediciones, presentó los resultados y Cecilia Payne pudo escuchar atentamente cómo las observaciones confirmaban la desviación de los rayos estelares conforme a las predicciones de Einstein. Aquellas declaraciones fueron una especie de revelación para ella, hasta el punto de que tomó la decisión de reorientar sus estudios, anteriormente centrados en la biología, hacia la física, en concreto, hacia la astronomía.

Cecilia se graduó en Cambridge y posteriormente continuó sus estudios en los Estados Unidos, donde una mujer tenía mayores posibilidades de desarrollarse como astrónoma. Se dirigió a Harvard (Massachusetts) donde se encontraba el mayor archivo mundial de datos astronómicos y donde consiguió una beca universitaria. Su jefe directo, el prestigioso astrónomo Harlow Shapley, esperaba que Cecilia se contentara con la casi rutinaria tarea de la clasificación de la intensidad del brillo estelar. Esta ardua tarea no habría sido posible sin el trabajo abnegado de un grupo de mujeres que —en ocasiones, e injustamente— recibió el nombre peyorativo de «el harén de Pickering» o «las calculadoras de Harvard», pues habían sido contratadas por Edward Charles Pickering, director del observatorio de Harvard. Un acaudalado médico neoyorquino había legado a su muerte un fondo de 400 000 dólares para la confección del Catálogo Henry Draper, un apasionado de los cielos. Así pues, Pickering contaba con esa financiación y aceptó gustosamente la incorporación de mujeres para este tedioso trabajo. Contrató a tantas como pudo con un salario medio de entre 25 y 35 centavos la hora, muy por debajo de lo que cobraba una secretaria, e incluso era manifiestamente bajo si consideramos que muchas poseían formación universitaria y debían analizar datos complejos.

Las calculadoras de Harvard. Fuente astrogea.org.

La clasificación de las estrellas de acuerdo a su espectro se hizo en la secuencia aún hoy empleada: O, B, A, F, G, K y M, que generaciones de estudiantes de astronomía siguen recordando por el discutible método nemotécnico: «Oh, Be A Fine Girl/Guy and Kiss Me».

Sin embargo, Cecilia no se limitó a esto. Ella quería saber por qué los espectros de unas estrellas eran diferentes a los de otras, siendo aceptado que esto se debía a la diferente composición de las mismas. Una investigación mucho más teórica y ambiciosa... para una mujer. En Harvard, conoció el trabajo del físico indio Meghan Saha, quien había identificado la presencia de cada elemento químico en el espectro de una estrella. La teoría de Saha fue la primera capaz de explicar las sorprendentes diferencias observadas en los espectros estelares. En muchos aspectos, Saha marcó el inicio de la astrofísica moderna. Y Cecilia, de espíritu inquieto, trabajadora incansable, quiso verificar la teoría de Saha en el extenso archivo de espectros del Catálogo Henry Draper. Ella comparaba su trabajo con el de una excavación arqueológica. Estudió cientos de espectros, su «flora celestial», durante un año de intenso de trabajo. Gradualmente, las respuestas llegaron y eran... ¡asombrosas!

¡El elemento más abundante en las estrellas era el hidrógeno, seguido del helio! Pero la comunidad científica no estaba aún preparada para aceptarlo. Poco tiempo antes, el reconocido director del Observatorio de la Universidad de Princeton había publicado que la composición de la corteza terrestre y la del Sol eran comparables. Suponía que si la corteza terrestre fuera calentada hasta alcanzar la temperatura del Sol, el espectro de los materiales de la tierra probablemente coincidiría con el espectro solar. Y esa era la corriente de pensamiento imperante entre los expertos.

Análogamente, Eddington, especialista en estructura estelar, había estimado que el peso atómico del componente principal de las estrellas era mucho mayor que el del hidrógeno, el elemento más ligero. Y sus afirmaciones eran incuestionables... salvo para la tenaz Cecilia. No obstante, Cecilia se cuidó mucho de no resultar demasiado transgresora al publicar sus resultados antes de terminar el doctorado en 1925. Sabía que sin la aprobación de gigantes como Shapley, su tesis nunca saldría a la luz.

Su trabajo fue el primero en combinar la teoría atómica, la teoría de Saha y las observaciones de espectros estelares. Demostró cuantitativamente que el hidrógeno es el principal componente de las estrellas, algo asumido en la actualidad, pero que en 1925 representó un auténtico cambio de paradigma. Es el hidrógeno, el elemento más simple, es el que alimenta la continua combustión de las estrellas. Durante mucho tiempo, su tesis se consideró el mejor trabajo en astronomía. Payne siguió siendo una científica activa durante toda su vida y pasó toda su carrera académica en Harvard. Pese a mantenerse ligada a esta universidad durante casi dos décadas como «asistente», no fue considerada astrónoma oficial hasta el año 1938. Y no fue hasta 1956 cuando se convirtió en la primera profesora asociada de dicha universidad. De modo que si durante cualquier noche de verano, al alzar la vista os sobrecoge el espectáculo que veis, sabed que fue gracias a Cecilia Helena Payne que hoy sabemos un poco más sobre esos puntos de luz que habitan ahí arriba. Las estrellas para el que se las trabaja, que diría el poeta.

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